Mentir está en la naturaleza humana. Por más que nos repugne el engaño, especialmente si somos nosotros las víctimas, todos en alguna ocasión mentimos. Es más, a veces lo racional es mentir. Sin embargo, el coste de la mentira, es decir, la pérdida de credibilidad, es muy alto.

Aunque estamos dotados de mecanismos intuitivos que nos permiten detectar mentiras, como el tono de voz, la mirada o los microgestos, en general, los seres humanos no somos muy buenos reconociendo engaños. Por otra parte, socialmente, dudar de todo y acusar constantemente a los demás de falsedades impide establecer una relación de intimidad y confianza.

La mentira, en política, también tiene consecuencias económicas: los intercambios se sesgan y el beneficio se distorsiona a peor.

La Teoría de Juegos es una rama de la teoría económica que analiza la toma de decisiones por parte de los participantes en una negociación. Una de sus herramientas de análisis es el juego del ultimátum. En él, observamos a dos participantes. Uno de ellos tiene una cantidad de dinero y ha de realizar una oferta para repartir el dinero con el otro, que no tiene nada. Si el segundo participante acepta la propuesta, por ejemplo, recibir un 40% del dinero, se efectúa el reparto en las condiciones acordadas. Si no es así, ninguno se lleva nada. Pero ninguno de los participantes sabe a priori las consecuencias de sus actos.

De esta manera, quien propone tiene que ofrecer un porcentaje suficientemente alto y el que recibe la oferta no puede exigir un porcentaje desorbitado por pura ética. La virtud de esta herramienta es, precisamente, que mide el sentido de justicia de las personas que llegan a acuerdos, más allá de la tradicional Teoría de la Utilidad.

La mentira, en política, también tiene consecuencias económicas

En este contexto, es importante que ambos perciban al otro como alguien confiable, que va a cumplir su palabra. Parece claro que cuando un individuo cree que su pareja está mintiendo, se pueden generar actitudes negativas hacia ella y afectar la forma en que esta persona calibrará sus elecciones, que, probablemente, estarán dirigidas de alguna manera a castigar y obstaculizar a la pareja mentirosa. La convivencia se resiente y puede quebrarse para siempre. Llevado al juego del ultimátum la sospecha de que la otra persona puede engañarte lleva al proponente a hacer una oferta menos justa al que responde, y al aceptante a exigir más. Es muy posible que no se llegue a ningún pacto y los dos se vayan con las manos vacías.

Si las decisiones que ambos participantes afectan a terceros, por ejemplo, si se trata de dos presidentes de Gobierno que intentar evitar una invasión en Ucrania, o dos líderes políticos que tratan de acordar los Presupuestos Generales del Estado (PGE), la cosa se complica.

El problema de las consecuencias económicas de la mentira política es que son muy difíciles de cuantificar, pero eso no quiere decir que no existan esas pérdidas económicas. Por ejemplo, la pérdida de reputación de un chef  implica un menor beneficio económico para el restaurante pero no se puede cuantificar, porque no está claro si los clientes que dejaron de acudir al restaurante lo hicieron por culpa del chef o porque abrieron un restaurante nuevo muy popular, o por cualquier otra razón. De manera similar, la falta de confianza en política tiene un coste económico alto, pero incierto.

Al fin y al cabo, la base de la economía es la confianza, que alimenta las expectativas y los incentivos de los agentes económicos.

Si contemplamos el panorama político español desde este punto de vista de la Teoría de Juegos, alguien debería haberle explicado a Pablo Casado hace tiempo las consecuencias económicas en votos que iban a tener su acciones durante la pasada semana. Porque para lograr que los votantes del PP, efectivos y potenciales, entreguen su voto, el presidente del partido debería presentarse como alguien confiable. Idealmente, en cuanto a su entrega al servicio público. Pero si nos bajamos del ideal y nos acercamos al lodazal de la política partidista, Casado debería aparecer también ahí como alguien íntegro.

Pero a estas alturas, lo normal es que los votantes, los simpatizantes e incluso, los meros observadores, tengan en mente que si es capaz de hacer esto con la líder madrileña, que apenas hace un año refrendó su liderazgo en votos, levantando la maltrecha imagen de debilidad del Partido Popular, qué no hará con los demás miembros de su partido, o con los españoles, como candidato a la presidencia del país. Casado pierde.

¿Cómo encaja en esta negociación la figura de Teodoro García Egea? Pues no lo sé. Pero siempre es bueno plantearse qué ganancia esperada podría anhelar si le hubiera salido bien la jugada. ¿Tal vez tenían miedo de que Ayuso y los ayusers de Madrid invadieran la cúpula? ¿Tal vez Teodoro estaba defendiendo a su señor? ¿O tenía aspiraciones personales a sustituirle, eventualmente, dado el patente escaso liderazgo de Casado? Sea como fuere, ha salido mal, y tal vez Casado y García Egea han infravalorado las pérdidas ocasionadas por el farol.

La prensa y las redes sociales, han vuelto a hacer su magia y la imagen de la corona de flores llegando a Génova, dando por hecho la muerte política de Casado, enviada por Víctor Domínguez (Wall Street Wolverine), dio la vuelta a Twitter e Instagram. Un gesto disruptivo pero que refleja lo que muchos españoles damos por hecho.

Un error de bulto de Casado, porque no ser capaz de calcular los costes de las decisiones es uno de los temas más recurrentes en el análisis del comportamiento económico. El secreto a voces es que a los costes más evidentes hay que añadirles, parafraseando a Bastiat, lo que no se ve: los costes de transacción, los costes de información, pero también los costes reputacionales. Y, en esta ocasión, creo que son los que van a a determinar el cierre de este episodio.

Como dice el tuit fijado de Víctor Dominguez: "Esto es el mercado, amigo".