Bendita digitalización. Ya no hay empresa ni industria ajena al poder de los datos y la conectividad, y si la hay, debe tener un pie en la tumba. Es el mantra de la cuarta Revolución Industrial: digitalizarse o morir. Hay tantos artículos, análisis y conferencias sobre las bondades de la digitalización que cualquiera diría que es la cura contra el cáncer.

Pero ¿de verdad todas las industrias se están beneficiando de la inmediatez y la omnipresencia del contenido y las comunicaciones por internet? Resulta que no. En la era de la economía de la atención, donde el valor reside en nuestros clics, el mundo del arte ha empezado a languidecer.

A estas alturas, todos sabemos de sobra que cuando un servicio digital es gratis, el producto es el propio usuario, es decir, nosotros. Y en internet, prácticamente todo el contenido es gratis, como pasa en YouTube. Pero cuando no lo es, los clientes no pagamos a los creadores que lo producen, sino a las plataformas que lo alojan, como pasa con Netflix y Spotify. ¿El resultado? El arte ya no vale nada.

Podemos estar encantados de que el trabajo de nuestros músicos, ilustradores y cineastas favoritos nos cueste menos que una simple caña. Pero, antes de descorchar el champán, debemos ser conscientes de cómo este nuevo paradigma de distribución y consumo amenaza con pervertir toda la industria cultural. Ya lo hemos visto con los medios de comunicación. Lo barato sale caro.

Este nuevo paradigma de distribución y consumo amenaza con pervertir toda la industria cultural

Recortar las fuentes de financiación de los artistas limita e incluso anula su proceso creativo. Al fin y al cabo, tienen que comer, pagar el alquiler y otras naderías. Si a esto le sumamos que el consumo digital premia el contenido rápido y fácil, nos queda una industria cultural más parecida a la de la comida rápida, donde prima la cantidad en lugar de la calidad y donde los beneficios se quedan en manos de las grandes empresas tecnológicas en lugar de en los productores.

Es cierto que los artistas siempre han estado sometidos a sus canales de distribución, ya fueran salas de cine, editoriales o sellos discográficos. Pero, al menos, vendían sus creaciones y nosotros pagábamos por ellas. Ahora ya no. Ahora es el contenido el que debe adaptarse para satisfacer los deseos de crecimiento de las plataformas, y quien no acepta las reglas del juego se queda fuera.

Por supuesto, la digitalización también ofrece algunas ventajas a los creadores, como las plataformas de financiación colectiva, cuyos micromecenas han sido capaces de levantar todo tipo de proyectos culturales, desde cómics hasta películas.

Por no hablar de la enorme difusión que pueden conseguir en internet. Pero, de nuevo, al igual que los periodistas, los creadores tampoco pueden pagar el alquiler a base de likes.

Otra de las grandes innovaciones para el mundo del arte de la que seguro ha oído hablar en las últimas semanas son los NFT (tokens no fungibles), una especie de certificado de autenticidad virtual e incorruptible, capaz de monitorizar todo el ciclo de vida de cualquier contenido digital.

Ya se están usando para vender de todo: cuadros, vídeos e incluso el primer tuit de la historia, que hace menos de dos meses fue adquirido por cerca de 2,5 millones de euros.

Gracias a ellos, los artistas han encontrado una vía para volver a monetizar sus obras, e incluso podrían empezar a aplicar un canon a las reventas de sus creaciones. Ahora mismo, cuando un pintor vende una pieza, pierde cualquier derecho sobre ella. Si se revaloriza, el beneficio va para su nuevo dueño sin que el creador tenga derecho a decir ni pío.

Con los NFT los artistas podrían recuperar el control sobre sus obras. Pero, como toda moneda tiene dos caras, muchos temen que esta moda no sea más que una burbuja a punto de explorar, inflada por los mandamases del mundo de las criptomonedas y las cadenas de bloques, que son las tecnologías que los habilitan. De nuevo, los sectores más poderosos de la economía estarían dando forma al mundo del arte a su antojo.

Más allá de las subvenciones y otros enfoques más innovadores como la renta básica universal, lo cierto es que el problema de la perversión del arte a manos de la tecnología tiene mala solución. O por lo menos a mí no se me ocurre ninguna. Seguiré pensando en ello mientras escucho Spotify, veo fotografías e ilustraciones en Instagram y me doy un maratón de Netflix. Y todo ello prácticamente gratis. Gracias, digitalización.