La pandemia no solo es un drama sanitario y económico presente, sino que también va a dejar graves secuelas en el medio plazo. Una de las más preocupantes, sin duda, es que dejará una deuda pública gigantesca y fuera de control.

España ya partía de un endeudamiento público elevado. Durante la Gran Recesión, éste se disparó desde el 36% del PIB hasta alcanzar el 100%. Sin embargo, este enorme nivel de deuda nos va a parecer incluso envidiable en la España pospandemia: la deuda pública española cerrará el año, con casi toda probabilidad, por encima del 120% del PIB.

Pero el gran problema no es el nivel puntual de deuda pública que alcanzaremos al final de este fatídico año 2020. Lo peor es que la deuda está lejos de estar bajo control y va a continuar disparada durante muchos años. Las previsiones indican que, incluso si nuestros gobernantes recortan el déficit en pocos años, la deuda de España rebasará el 130% del PIB y no regresará al nivel previo a la pandemia al menos durante dos décadas.

Esta situación se ve agravada porque el Gobierno actual va en la dirección contraria: acaba de anunciar por todo lo alto unos Presupuestos que "ponen fin a la austeridad". Si, como parece, nuestra clase gobernante se resiste a reducir el déficit de manera rápida, la deuda española podría dispararse por encima del 150% del PIB y no volvería a los niveles prepandemia hasta pasado 2050. Un problema de deuda puntual debido a la pandemia podría convertirse en crónico en manos de unos políticos manirrotos.

La deuda española podría dispararse por encima del 150% del PIB y no volvería a los niveles prepandemia hasta pasado 2050

En todo caso, ¿qué importa el nivel de deuda pública del país? ¿Acaso no es cierto que la deuda pública no hace falta pagarla?

Por un lado, la evidencia indica que mantener una deuda pública muy alta genera graves problemas económicos: pérdida de productividad y crecimiento potencial, efecto expulsión del crédito privado o vulnerabilidad ante shocks externos. Pero, sin duda, el riesgo más importante es el de estar expuesto de manera permanente a una crisis de deuda pública.

El poeta estadounidense Robert Frost decía que un banco es aquella institución que te presta un paraguas cuando hace buen tiempo y te exige que se lo devuelvas cuando empieza a llover. Algo similar puede aplicarse a la deuda pública: no hace falta repagarla, siempre y cuando los inversores no desconfíen de tu capacidad para hacerlo.

Un país muy endeudado tiene que mantener convencidos a un gran número de inversores de dos cosas: de la capacidad del Estado para pagar la deuda y de que no va a dar razones a los demás inversores para que empiecen a dudar de su solvencia. Si empiezan a aparecer dudas entre quienes adquieren la deuda estatal, basta con que empiecen a reducir su exposición y a deshacerse de una parte de estos títulos, para que el tipo de interés comience a dispararse.

Un país endeudado tiene que convencer a los inversores de dos cosas: de la capacidad del Estado para pagar la deuda y de que no va a dar razones para dudar de su solvencia

Cuando se tiene un volumen de deuda como el que va a tener España durante las próximas décadas, pequeños aumentos del tipo de interés empiezan a comerse el presupuesto del Estado a enorme velocidad: cada punto porcentual que se incremente el tipo medio de la deuda se comería en torno a un 3% del presupuesto en pago de intereses. Esto a su vez dificultaría cada vez más la capacidad del país para estabilizar su deuda y realimentaría las dudas entre los inversores.

Muchos pensarán que siempre estará el Banco Central Europeo como red de seguridad, que siempre nos podrá salvar de una crisis comprando toda nuestra deuda si es necesario. Pero la realidad es que la capacidad del banco central es más limitada de lo que parece: la actual capacidad de financiación que tiene se debe al extraordinario aumento de la demanda de dinero debido al shock causado por la pandemia. Esto no es algo que vaya a durar para siempre. Cuando la demanda de dinero se normalice, el banco central no podrá seguir monetizando deuda sin disparar la inflación.

Es importante entender que los problemas de la deuda pública no se manifiestan de forma lineal. El coste no se va incrementando de manera paulatina a medida que se incrementa la deuda. Al contrario: da la sensación de que el mercado es capaz de absorber cualquier volumen de deuda sin cambios significativos del precio, hasta que sin previo aviso deja de hacerlo. De la noche a la mañana empiezan las dudas, se empiezan a tensionar los mercados y se detona un círculo vicioso que puede terminar en una grave crisis de deuda.

Un país como España, que va camino de una larga travesía por el desierto combinando una economía débil, una enorme deuda pública y unos políticos que aseguran haber acabado para siempre con el rigor presupuestario, es un país jugando a la ruleta rusa.

Cada año que pasemos con la deuda pública desbocada, cada año que pasemos sin un plan creíble de estabilización del endeudamiento estatal, es un año en el que nos colocamos el cañón en la sien y apretamos el gatillo. Puede que en repetidas ocasiones no ocurra nada. Puede que parezca que la fiesta puede seguir para siempre. Pero más tarde o más temprano, acaba tocando la bala.  

*** Ignacio Moncada es economista, analista financiero y miembro del Instituto Juan de Mariana.