Siempre que se presenta el proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado, se generan un sinfín de comentarios: si el cuadro macroeconómico es realista u optimista, si las previsiones de ingresos están o no infladas, si el presupuesto es demasiado expansivo o no, si la composición del gasto es apropiada, si el déficit asociado es realista o no. Este año, sin embargo, el debate se ha centrado en dos partidas de gasto que, siendo cuantitativamente pequeñas, han generado una gran controversia política y económica. Me refiero a la revalorización de los salarios públicos y de las pensiones en función de la inflación esperada para 2021. 

Todo presupuesto público debe acometer una doble vertiente: una estructural y otra cíclica. Por estructural me refiero a proveer un nivel adecuado de bienes y servicios públicos, contribuir a la modernización de la economía a largo plazo, impulsando la productividad, mejorar la distribución de la renta y la igualdad de oportunidades, combatir el cambio climático y mejorar la perspectiva de género.

Por cíclico me refiero a contribuir a una política de estabilización o “anticíclica”, es decir expandir el gasto o reducir los impuestos en épocas de recesión y lo contrario en períodos de expansión. Es decir, contribuir a suavizar las oscilaciones cíclicas del sector privado, pero vigilando que no haya un deterioro permanente de las cuentas públicas. En este artículo sólo me referiré a este componente cíclico. Es obvio que esa no debe ser la única perspectiva y que sería erróneo evaluar el Presupuesto solamente desde esa óptica. Pero creo que sería igualmente equivocado juzgar el presupuesto sin tener en cuenta la dimensión estabilizadora.

La política anticíclica

La política anticíclica pretende exclusivamente contrarrestar las fluctuaciones económicas del sector privado, bajo la premisa de que todos los agentes prefieren un crecimiento más suave a unas oscilaciones más bruscas, tanto para bien como para mal. A la política anticíclica no se le puede exigir mejorar la productividad y el crecimiento a largo plazo. De hecho, en general, las políticas expansivas suelen buscar el aumento del consumo o el gasto corriente (la demanda, si se quiere), mientras que el crecimiento a largo plazo depende del ahorro y de la inversión (la oferta, si se prefiere).

El ejemplo más extremo de política fiscal anticíclica fue el de la economista de la Escuela de Cambridge, Joan Robinson. Un plan público por el que se contrataban a unos parados para cavar zanjas y a otros para cerrarlas. No hay ejemplo más radical de política anticíclica keynesiana: se estimula el gasto en una economía deprimida sin importar si dicho gasto mejora la productividad o el crecimiento a largo plazo.

¿Acaso alguien se pregunta si esta enorme expansión monetaria ha mejorado la productividad? ¿Y la equidad?

Tampoco la política anticíclica busca mejorar la equidad. Se supone que reducir el desempleo, uno de los resultados esperados de esa política, mejora la distribución de la renta en los tramos más bajos. Pero ese sería un efecto ex post de esa política, no un objetivo ex ante de la misma. Pero, una y otra vez, se pone el foco de la política fiscal solamente en esos objetivos deseables, la eficiencia y de la equidad, y se olvida de su potencial estabilizador del ciclo.

Y, curiosamente, casi nadie se plantea esos problemas cuando analiza la otra gran política anticíclica: la monetaria. ¿Acaso alguien se pregunta si esta enorme expansión monetaria ha mejorado la productividad? ¿Y la equidad? ¿Han recaído los beneficios de la expansión cuantitativa o QE en los segmentos de la población con menos recursos? Probablemente ha sido lo contrario. Pese a ello, casi todo el mundo celebra el cambio de actitud de los bancos centrales, que han marginado en la práctica sus objetivos de inflación e inundado la economía de liquidez, para evitar el colapso de los bancos y del conjunto de la actividad. Una política anticíclica pura y dura. Ni productividad, ni equidad.

La revalorización de los salarios públicos. El crecimiento previsto para los salarios de los empleados públicos en un 0,9%, la inflación prevista para el año que viene, ha desatado toda una tormenta. El principal argumento se resume en que “en un momento en que los salarios del sector privado caen, se pierden empleos y hay deflación, resulta disparatado subir los salarios del sector público, cuyos trabajadores tienen su puesto de trabajo garantizado”. La frase, para cualquier lector no economista, puede sonar razonable. Pero no lo es. De nuevo, supone ignorar todo lo que hemos dicho anteriormente sobre la política anticíclica, además de incluir otros graves errores conceptuales. Empecemos por estos.

En primer lugar, si los salarios suben con la inflación prevista, no hay tal “subida salarial”, pues esta se mide en términos reales o, si se prefiere, tomando en consideración el poder adquisitivo de dichos salarios. De esta forma, si la remuneración de los asalariados no sube como la inflación, ello equivale a un recorte salarial. Y eso no sería una política anticíclica o estabilizadora; sino procíclica y desestabilizadora.

En segundo lugar, se ha criticado que el aumento nominal de los salarios se haga en función de la inflación esperada el año que viene, “que no sabemos cuál va a ser” en vez de la de este año, “que ya la conocemos”. Este argumento también es erróneo. Desde los Pactos de la Moncloa de 1977, los salarios y otras rentas nominales se fijan en función de la inflación esperada, no la actual. Volver a basar la revalorización de las rentas nominales en la inflación pasada sería introducir un esquema de espiral precios-salarios como el que estuvo a punto de provocar una hiperinflación en 1977.

Desde los Pactos de la Moncloa de 1977, los salarios se fijan en función de la inflación esperada, no la actual.

Otra cosa es que, con carácter general, se establezcan marcos plurianuales para la evolución de los salarios reales de los empleados públicos, de forma que, si un año gozan de un aumento inesperado de su poder adquisitivo porque la inflación ha sido menor de la esperada, se tenga en cuenta ese desfase para la fijación salarial de los años subsiguientes. Algo que funciona bien cuando las sorpresas de inflación son positivas, pero no tanto cuando son negativas. Estoy completamente de acuerdo en una reforma estructural que introduzca este esquema plurianual. Pero no puede imponerse este año, pues sería actuar retroactivamente, y menos en un momento de recesión como el que vivimos.

En tercer lugar, el argumento de la deflación. Aunque el IPC general lleva algunos meses en negativo, eso se debe fundamentalmente a los precios de los carburantes y energía. Los precios de los alimentos frescos crecen al 4% anual, lo de los bienes industriales el 0,2% y los servicios el 0,3%. De esta forma, la llamada inflación subyacente se sitúa en el 0,4% interanual.

Esto es consistente con los fundamentos de esta crisis económica, causada tanto por choques de oferta como de demanda. Los choques negativos de oferta tienden a subir los precios y lo contrario los de demanda. Pero, si hubiera de verdad deflación, es decir, que dominaran los choques de demanda, entonces estaría más justificada, si cabe, la política fiscal anticíclica. Y ello nos lleva a la relación de los salarios públicos con la política estabilizadora.

La remuneración de los salarios públicos es una parte importante del Consumo Público (G) y entra directamente en el cómputo del PIB. Es decir, un aumento de G eleva el PIB nominal y real, lo que, además de mejorar las rentas y el empleo, disminuye, ceteris paribus, las ratios de déficit y deuda públicas, porque aumentan el denominador. El impacto final sobre la demanda dependerá de los llamados “multiplicadores”. Si la propensión marginal a consumir es elevada, el multiplicador es mayor.

Para evaluar este multiplicador hay que tener en cuenta que, en una primera ronda, importaría la propensión marginal a consumir (PMC) de los empleados públicos. Pero, a partir de ahí, lo relevante sería la PMC del conjunto de la economía. Además, hay algunos economistas preocupados por el posible carácter permanente de estos aumentos salariales. Nunca he compartido esta idea de que este gasto se “consolida” para siempre. En absoluto. Se “consolida” hasta que se decida recortarlo en términos reales. Pero eso nos lleva a la discusión sobre los esquemas plurianuales en la remuneración de los empleados públicos que he defendido antes.

En cualquier caso, para evitar esta posible “consolidación”, algunos han propuesto una subida salarial one-off. Es decir, como un bonus sólo para este año, irrepetible en el futuro. Pero precisamente estos esquemas tienen un multiplicador mucho menor, porque sabemos a partir del concepto de “renta permanente”, que los consumidores suelen ahorrar buena parte de los aumentos de la renta disponible si son transitorios (premios, loterías…).

Nunca he compartido esta idea de que este gasto se “consolida” para siempre. En absoluto.

Finalmente, la comparación con los salarios privados. Es evidente que en, una recesión, los salarios del sector privado sufrirán una presión a la baja. Pero ello no justifica que los salarios públicos deban acompañar esa evolución. Precisamente por la propia filosofía de la política anticíclica, deben ir a la contra. Si los salarios públicos se redujeran a la vez que los del sector privado, se agravaría la recesión.  

En el gráfico presento la evolución de la remuneración real media de los asalariados públicos, construida como el cociente entre la remuneración del conjunto de los asalariados de las AAPP y el empleo público, dividido todo ello por el IPC, que ha subido un 36% desde 2002. El gráfico termina en 2019, pues 2020 no está cerrado. 

Fuente: INE y elaboración propia @migsebastiang.

Llama la atención que dicha serie no tiene un comportamiento anticíclico. Hubo una injustificada subida en el periodo 2006-2007, en pleno boom económico, y un fuerte recorte en 2010-2012, en plena recesión. Un error “forzado” que no deberíamos repetir esta vez. Del gráfico también se deduce que el salario real de los empleados públicos en 2019 no era muy distinto del que tenían en 2002. Pero ese es otro tema que excede el objetivo de este artículo.

Además de los argumentos económicos, están los políticos. Mucha gente no entiende que, detrás de estos empleados públicos, están los sanitarios que se han jugado su propia vida y la de sus familiares por atender a los enfermos de Covid. Los militares que sacaron esos cadáveres de las residencias, cuando nadie quería hacerlo. Los policías y guardias civiles que vigilaban nuestra seguridad, nuestras propiedades y el cumplimiento de las normas. También los bomberos.

Detrás de estos empleados públicos están los sanitarios que se han jugado su propia vida y la de sus familiares por la Covid.

Y los que recogían los residuos, a veces contaminados, y los que limpiaban nuestras calles. Y todos aquellos que iban en transporte público, arriesgándose, para ofrecernos un servicio esencial. O los profesores que hicieron horas extra para adaptarse a la enseñanza on line para ahora volver a las aulas, a veces abarrotadas, y con las ventanas y puertas abiertas, independientemente de la temperatura exterior. No digo que se les aumente el salario real. Pero no tiene sentido pasar de aplaudirles a las ocho de la tarde en marzo y abril a plantear, a los seis meses, un recorte de su poder adquisitivo.

La revalorización de las pensiones

Con las pensiones se repiten los argumentos de política anticíclica anteriores. Es verdad que, al ser una transferencia, su revalorización no implica un aumento directo del PIB, y su efecto multiplicador es menor, pues descansa exclusivamente en la propensión marginal a consumir. Sin embargo, sus argumentos políticos son incluso más potentes. ¿Qué sentido tendría recortar el poder adquisitivo de las pensiones en el mismo año en el que se firma el Pacto de Toledo cuyo punto de partida es precisamente mantener dicho poder adquisitivo?

Pero es que, además, se trata de un año especial en el que buena parte de nuestros pensionistas han estado asustados, confinados, aislados, marginados. ¿Se merecen un recorte de su pensión real justo este año? Y ello por no hablar de los lamentablemente fallecidos. Si suponemos que han sido 40.000, estamos hablando de un triste ahorro para el sistema de unos 600 millones de euros anuales, para siempre. Y es que ese ahorro sí que “consolida” porque, desgraciadamente, nunca podremos recuperarles.

Miguel Sebastián - Universidad Complutense e ICAE