Aunque no negaré lo que disfruto ante un buen chuletón, mentiría si dijera que no me he alegrado al saber que se espera que la producción mundial de carne disminuya en 2020 por segundo año consecutivo. Pero, como todavía hay algún retrógrado al que el debate sobre el trato y derecho animal le produce estigmas, utilizaré el impacto medioambiental como argumento principal para defender de las alternativas tecnológicas a la carne tradicional.

¿Sabía que si el ganado fuera un país, este estaría entre las naciones con mayores emisiones de gases de efecto invernadero del mundo? La industria ganadera del planeta acumula el 14,5% de las emisiones de CO2 equivalente, por no hablar de la superficie de terreno destinada a su cría y al cultivo de piensos, así como del consumo de agua necesario para su producción.

Dada esta enorme presión medioambiental, cada vez más organismos y expertos defienden el rediseño de la ganadería. Sin embargo, frente a la opción de buscar técnicas ganaderas más respetuosas y reducir el consumo de carne global, las mentes pensantes de Silicon Valley (EEUU) han convertido el problema doble de la industria cárnica en una oportunidad de negocio que obre milagros para el planeta y para los defensores de los derechos animales.

La meca de la innovación lleva algunos años trabajando en alternativas a la carne tradicional que no solo reduzcan su impacto medioambiental sino también sus dilemas morales, sin renunciar al placer de degustar un buen filete. Para lograr esta santísima trinidad cárnica (sostenible, ética y sabrosa), actualmente hay dos enfoques principales: el de la carne cultivada en laboratorio y la de origen vegetal.

No caiga en la trampa de pensar que el segundo planteamiento consiste en una masa de tofu con forma de hamburguesa que intenta hacerle olvidar el sabor tradicional a base de especias y condimentos. La carne basada en plantas utiliza proteínas vegetales procedentes de guisantes, soja, trigo, patatas y aceites vegetales, cuya similitud con sus homólogos animales logran imitar bastante bien su textura y sabor.

Las mentes pensantes de Silicon Valley han convertido el problema doble de la industria cárnica en una oportunidad de negocio

Desde el año pasado ya es posible adquirir en España las carnes veggie de Beyond Meat, cuyas acciones casi triplicaron su precio el día que la empresa salió a bolsa y a día de hoy valen un 500% más que entonces. Por muy sucedáneos que sean, este éxito se debe a que, "una vez cocinada, la pieza se coagula y la textura da el pego. El sabor y la jugosidad también se parecen", afirmó tras su cata el cocinero español Dani Lechuga.

Pero, si la calidad de esta imitación no fuera suficiente para satisfacer los instintos de los carnívoros más fieles, también pueden decantarse por el primer enfoque, el de la carne cultivada en laboratorio. Esta idea consiste en extraer un puñado de células animales y hacerlas crecer en un tanque hasta conseguir filetes.

Es decir, se trata de un producto de carne real creado in vitro, una especie de inmaculada concepción cárnica de laboratorio, libre del pecado de matar animales. Bajo este enfoque, en 2013 la empresa holandesa Mosa Meat presentó al mundo la primera hamburguesa cultivada y sin sacrificio animal.

Desde entonces, esta industria no ha dejado de crecer y presentar nuevos productos con la esperanza de que, algún día, sustituyan por completo a las opciones tradicionales. Si todavía no lo han conseguido es por culpa del precio. Por ejemplo, las tiras de pollo cultivadas en laboratorio que Memphis Meats presentó en 2017 costaban la friolera de 17.000 euros el kilo. Y es que, ya se sabe que, a la hora de innovar, cuesta mucho menos lanzar un software o plataforma de servicios que fabricar un producto revolucionario completamente nuevo.

Ya sea cultivada o de origen vegetal, las alternativas a la carne tradicional cada vez cuentan con mayores congregaciones gracias a su milagrosa capacidad de reducir el impacto ambiental y satisfacer el antojo de quienes, como yo, no pueden dejar de escuchar una vocecita moralista con cada bocado. Lo sé de buena tinta porque estoy en Asturias y en cuanto ponga el punto final a esta columna tengo mesa reservada para pecar con un cachopo de toda la vida, diga lo que diga mi voz interior.