El Presidente del Gobierno ha anunciado que no subirá los impuestos hasta que se recupere el nivel de PIB existente antes de la pandemia, fecha que sitúa en 2023. De este modo retrasa una medida que consideraba inevitable hace unas semanas. Sin duda, una subida impositiva en medio de una recesión es una barbaridad con B, pero lo curioso de la declaración presidencial es por qué la inevitabilidad de esa iniciativa ha dejado de serlo cuando no se ha producido cambio significativo alguno en el panorama económico.

En puridad, la decisión gubernamental supondría reconocer el impacto depresor sobre la economía provocado por un alza de la imposición y la asunción de la necesidad de acometer el recorte del endeudamiento del sector público mediante la introducción y/o el anuncio de un plan de consolidación presupuestaria a lo largo de esta legislatura basado en la disminución del gasto. Esta sería la respuesta racional y de manual ante la situación financiera de las Administraciones del Estado y ante su previsto y acelerado deterioro.

Sin embargo, el Gabinete social-podemita no parece tener intención alguna de ir por ese camino. En consecuencia, la caída de los ingresos causada por la crisis, el aumento del gasto impulsado por el juego de los estabilizadores automáticos junto a la elevación discrecional de algunas partidas presupuestarias y la persistencia-introducción de otras estructurales (esto es, con una incidencia permanente y alcista sobre los desembolsos del Estado) crean un escenario muy preocupante. No hacer nada con unas ratios de déficit y de deuda pública que estarán alrededor del 15% y del 120% del PIB, respectivamente en 2020, supone un ejercicio olímpico de irresponsabilidad.

Tampoco cabe esperar que esos recursos procedan de transferencias de la UE cuya cuantía está perfectamente tasada

Un gobierno sólo tiene, o puede, tener un control real y efectivo sobre el gasto, porque los ingresos dependen de variables que no está en su mano dominar ni cuantificar con precisión. Desde esta perspectiva la pregunta es muy sencilla: ¿cómo pretende financiar la coalición gubernamental su gasto, su déficit y su deuda? Resulta evidente que no podrá hacerlo con una mayor recaudación en medio de la recesión y es voluntarista asignar ese papel a una imaginaria recuperación, cuajada de precariedad y de incertidumbre.

Tampoco cabe esperar que esos recursos procedan de transferencias de la UE cuya cuantía está perfectamente tasada. Por último, la adquisición de bonos soberanos españoles por el BCE que está en máximos, cubre apenas un tercio de las necesidades del Tesoro en 2020. Lo mismo ocurrirá en 2021 si el instituto emisor europeo mantiene el mismo volumen de compras, un extremo dudoso.

La hipótesis de que los inversores seguirán tomando deuda española en las circunstancias antes descritas y sin la existencia de un programa de estabilización creíble, resulta utópica. El mercado comenzará a exigir una prima de riesgo cada vez más alta, alimentando la carga financiera de la deuda y, ceteris paribus, llegará a un punto en el que no estará presto a hacerlo. De facto, la renuncia del Gobierno a realizar el ajuste terminará por convencer a los bonistas de que sólo ellos podrán obligarle a poner en marcha una política ortodoxa. En esta tesitura, la única salida del Gabinete sería la disposición de las instituciones europeas a suministrarle fondos de manera indefinida.

Esto es una absoluta dejación de responsabilidades, una fuga hacia adelante y una nueva muestra de la ausencia de una política para abordar la crisis

La tesis de que un programa de reducción del gasto es ahora contraproducente constituye una expresión del keynesianismo más tosco y carece de soporte teórico y empírico. Es precisamente en situaciones de un endeudamiento insostenible en donde las políticas de austeridad tienen mayor efectividad y menor coste. En coyunturas como la actual, la certidumbre de que se producirá una crisis fiscal y/o la convicción de que el Gobierno terminará por subir los impuestos para evitarla, son un lastre insuperable para el consumo y, sobre todo, la inversión privada. Son las expectativas estúpido… y no tenerlas en cuenta es letal.

En este contexto, la postergación de los incrementos tributarios hasta retornar al PIB de 2019 sirve para poco en ausencia de un plan de recorte del gasto público. Equivale a dejar en manos del exterior -de su buena voluntad- el evitar el desplome de las finanzas públicas españolas. Esto es una absoluta dejación de responsabilidades, una fuga hacia adelante y una nueva muestra de la ausencia de una política para abordar la crisis.