Con la capitalización bursátil de las cinco principales compañías petrolíferas norteamericanas reducida a la mitad durante la primera mitad del año 2020, el panorama parece cada vez más claro: si bien sabemos que no podemos dejar de extraer petróleo de un día para otro porque eso supondría detener la marcha normal del mundo, sobre todo en aquellas industrias como transporte pesado, fabricación de cemento, metalurgia, etc., sí debemos avanzar todo lo posible en la idea de construir una economía lo más circular posible en torno al dióxido de carbono, al menos evitando que sea emitido a la atmósfera el que se genera en muchos procesos industriales. 

La recuperación económica post-pandemia supone una oportunidad enorme para la descarbonización. La industria del carbón, la más contaminante, es muy posible que ni siquiera sobreviva, y eso es mucho mejor para todos: países como Austria y Suecia cierran sus últimas centrales eléctricas que funcionaban con ese combustible, España cierra dos más (Meirama y Los Barrios), y tanto Portugal como el Reino Unido superan sus récords de tiempo sin recurrir a ellas. Decididamente, si alguien no sabe dónde invertir su dinero, el carbón no parece la mejor de las alternativas. 

Para el petróleo, los tiempos no son en absoluto mejores. Cada día más, se impone la visión de que el petróleo y el gas son combustibles sin futuro. Con el precio de la energía solar batiendo récords por debajo (1.2 céntimos por kWh se obtuvieron la semana pasada en Abu Dhabi), todo indica que nos aproximamos a un futuro de tarifas planas en el que la energía será demasiado barata como para que compense medir su consumo, y en el que el petróleo quedará cada vez más relegado a aquellos usos que no sean capaces de adaptarse para consumir esa electricidad cada vez más abundante y más barata.

Cada día más, se impone la visión de que el petróleo y el gas son combustibles sin futuro

Lo resultante es una espiral descendente retroalimentada: las compañías que no sepan o no puedan hacer la transición a esas energías limpias más baratas, serán cada vez menos competitivas. Eventualmente, todo, desde calentar nuestra casa hasta un alto horno, un avión o un gran buque de carga, será eléctrico. 

La realidad de esas hipótesis se transparenta incluso cuando preguntamos a las mayores petroleras del mundo: además de invertir agresivamente en tecnologías de captura, reutilización y almacenamiento de dióxido de carbono que puedan contribuir a hacer su producto algo más aceptable en el recorrido que le queda, están diversificando, como todo el mundo árabe, hacia la generación de energía solar, otro recurso con el que también cuentan en abundancia en esa zona del mundo. 

El impacto de esta transición en el mercado del petróleo será complejo. Hablamos de un mercado intensamente especulativo en el que la inmensa mayoría de sus participantes no han puesto su mano sobre un barril de petróleo jamás en su vida, y que ya tuvo la ocasión, el pasado abril, de experimentar lo que pasaba cuando el precio de su producto alcanzaba valores negativos.

El espectáculo de ver lo que algunos describieron como “la pugna por escapar primero de un teatro en llamas” es algo que vamos a ver repetirse cada vez más. 

¿Cómo reacciona un mercado como el del petróleo ante una crisis? Considerando las enormes diferencias que existen en los costes de producción, que van desde los 8,98 o los 9,08 dólares por barril de Arabia Saudí o Irán respectivamente hasta los 28,99 de Nigeria, los 34,99 de Brasil o los 44,33 del Reino Unido, lo que nos disponemos a ver va a ser de todo menos bonito, y las situaciones de crisis extrema parecidas a la ya citada y reciente de los precios negativos seguirán sucediéndose.

Consecuentemente, las petroleras tratan ya de recortar costes como pueden: BP despide al 15% de su plantilla, unas diez mil personas; Chevron habla de seis mil despidos inminentes más; y Shell, la famosa compañía que durante muchas generaciones de operadores de bolsa se recomendaba no vender nunca debido a la generosidad de sus crecientes dividendos, anuncia recortes en los mismos por primera vez desde la segunda guerra mundial, y hace que hasta los analistas más anclados en el pasado dejen de recomendar invertir en el valor. 

En estas condiciones, mantener los subsidios estatales a las compañías petrolíferas es completamente suicida, como lo es también el invertir en ellas. Lo que era tóxico para nuestro planeta es ahora también tóxico para los inversores. Reconstruir la economía en torno a las energías renovables nunca tuvo más sentido.