A los que nacimos a las puertas de la adhesión de España a la UE, ya fallecido Franco y en plena ebullición por la conquista diaria de derechos civiles cada vez más sofisticados, nos cuesta mucho explicarnos esta guerra, también a nuestros padres seguramente pero no tanto a nuestros abuelos: ellos ya vivieron algo parecido y saben que el hombre no acaba de aprender nunca del todo y que en la vida, por virtualizada que nos la representamos en los arrabales del metaverso, nos morimos de verdad cuando nos cae una bomba encima, el frío hiela hasta los huesos y el hambre es hambre y el miedo, y el temblor, son más reales que nosotros mismos.

Hecho la vista atrás y recuerdo los debates estériles en Bruselas sobre cosas que hoy me parecen nimias: el comercio entre fronteras, el reparto de los fondos, el pilar de la colaboración en política exterior (un eufemismo), los turnos en la presidencia de tal y cual Consejo, etc., y, como suele pasar siempre que se ven las cosas a toro pasado, me parece increíble que no fuésemos capaces de ponernos de acuerdo en algunas cosas que hoy nos parecen tan necesarias e irrenunciables: tener una política exterior común, tener un ejército, invertir en defensa, ser europeos por encima de todo…

Escucharán esto en todas las tertulias pero ya no importa. Ahora lo que nos toca es explicarle a nuestros hijos que en el territorio de las libertades más avanzadas del mundo, en la zona más ancha del consenso y la democracia se vuelve a librar de nuevo otra guerra que aspira a ser planetaria e híbrida, cíber y real al mismo tiempo.

La vemos muy lejos, es cierto, esas cenizas quedan lejos de nuestro límite atlántico, pero haríamos bien todos en reconocernos que en Ucrania se está luchando por las libertades que sustentan la arquitectura original de la propia UE, que se pelea por la reconfiguración del orden mundial, que lo que está pasando es un drama terrible y vergonzante para la sociedad europea y que no podemos seguir salvaguardándonos en las donaciones a distancia y con murmullo doméstico. Dicho de otro modo: es patético darse un paseo por las calles y comprobar cómo podemos vivir tan desconectados de una situación tan terrible. Se entiende que la gente está agotada de la pandemia, que quiere salir y vivir y gastar y ser; pero decepciona que seamos capaces de disociarlo todo tanto.

Colectivamente todos deberíamos estar haciendo algo para ayudar de uno u otro modo pero tengo la sensación de que seguimos subsumidos en nuestra deriva digital caiga quien caiga. Mientras el negocio del consumo de bits por segundo siga su curso, a nadie debería sorprenderle que una legión de robots programados le colasen una visión positiva de Putin o regresasen a Trump como única salida posible a esta crisis para…

Hoy tengo dudas de todo lo que venido diciendo en estas páginas durante los últimos meses: dudo de la potencia ilimitada de la tecnología para sanarnos, de la liturgia de la inteligencia artificial para pensar por nosotros, reniego del potencial descentralizador de DeFi y de la capacidad asombrosa de la computación cuántica para resolver el origen de todas las ecuaciones, de todas las sospechas;  no creo ya que pueda ser suficiente con los tropecientos mil millones de los NextGeneration ni me tranquiliza la existencia de comités éticos y organismos internacionales…

Dudo de todos los que ensalzan a Elon Musk y a Bill Gates y a Jeff Bezos, de quienes responden al desafío de la tecnología con más tecnología. Y en el fondo podría decirse que odio todo lo que nos trajo a este momento tan anodino de la humanidad en el que los niños desconocen ya el sonido que tenían las palabras y son un apéndice de sus dispositivos portátiles. Dispositivos que tienen que cada vez más derechos y son más omnipresentes, artilugios que podrían, por ejemplo, convencer a nuestros hijos acerca de la verdad de un Putin cualquiera, hacerles fanáticos de un moviendo que alerta de que todo lo que está pasando en Ucrania son fake news y que en realidad los soldados rusos entraron allí para proteger a los civiles…

Cuando la verdad no se puede transmitir entre padres e hijos todo está en peligro y nada ni nadie puede asegurarnos que no habrá que volver a luchar con todo por un puñado de libertades con las que rehacer nuestra vida.

Pero, ¿estamos dispuestos? Quiero decir, en la era del individualismo digital y el aislamiento voluntarios, en la época en la que aprendimos a ver cualquier atrocidad viralizada por el mundo virtual, ¿seremos capaces de renunciar a alguno de nuestros privilegios? ¿Habrá quien en estas latitudes del mundo dócil se atreva a dar un paso en el salvaje mundo de la realidad bélica? ¿Será suficiente con apagar la luz de vez en cuando y dar una pírrica parte de lo nuestro? ¿Acaso podemos seguir viviendo en la ingenuidad de que nuestras libertades no tienen coste? ¿Hay aún ingenuos que piensan que la libertad es gratis?

Repasen la historia: sangre y traiciones y peleas y fronteras deshechas y traiciones y aquelarres; magnicidios y genocidios y brutalidades por doquier de todas las eras y en todos los mapas…

Toca luchar otra vez porque no existe otro modo de reivindicar nuestra libertad que no pase por derrocar las voces de los tirones. Esa lucha tiene hoy muchos más ángulos que entonces, infinitos matices y posibilidades. No podemos rehuirla ni minimizarla. No podemos sesgarla. No podemos escondérnosla. Tenemos que afrontarla con responsabilidad colectiva porque el premio es para todos.