En este artículo de rentrée posvacacional quería exponer ciertas claves sobre las dudas que me asaltan ante uno de los grandes problemas que afrontamos como sociedades, me estoy refiriendo al cambio climático y a las acciones que se están llevando a cabo para revertirlo. Pero lo cierto es que se me acumulan muchas más preguntas que aseveraciones certeras.

Comencé a pensar en este texto casi por casualidad. He pasado unos días de mis vacaciones en Canarias y allí, como en todos los lugares que visito, me gusta ir a los mercados a comprar productos locales y conocer de cerca la cinética comercial de otros mundos, que es como mejor se conocen y disfrutan otras formas de vida. Al comprar una papaya, la fruta que más me gusta, me di cuenta de que costaba más caro comprar una papaya canaria en un mercado canario, que una papaya latinoamericana a mi frutero de confianza al lado de mi casa en Madrid. Todo tiene explicación en materia económica, lo sé, pero es evidente que esto es irracional. A partir de ello, me surgieron varios interrogantes.

¿Cuál es el nivel de bienestar actual que estamos dispuestos a sacrificar las generaciones del presente para garantizar que las del futuro también lo puedan alcanzar? ¿Cuál es la velocidad que debemos imprimir a la transición energética para reducir emisiones y ganar la guerra contra el cambio climático? ¿Podemos seguir pensando en una economía que crezca sin parar? ¿Puede la tecnología, como ya ha hecho en el pasado, imponerse a las tesis más pesimistas herederas de los postulados malthusianos?

No son todas, pero sí creo que estas son las preguntas más relevantes que debemos hacernos a la hora de abordar muchos de los grandes debates actuales. O al menos pensar en ellas y en la indudable dificultad para responderlas de manera taxativa, antes de pronunciarnos tan alegremente sobre la bondad de las medidas que se están tomando.

Pensemos, por ejemplo, en el tema de conversación más importante del momento, tanto en la calle como en las redes, por una vez alineadas. No es ni la guerra de Afganistán, ni la cultura de la cancelación, sino la subida dramática del precio de la luz. Hace menos de un lustro uno le pegaba una patada a unas piedras y salían varios artículos y textos hablando de pobreza energética. Ahora no encontrarán tan fácilmente esa expresión en el debate público. El contorsionismo de los gobernantes es a veces ciertamente sorprendente. Es evidente que el impulso que se ha querido dar a las fuentes de energía renovables en detrimento de las procedentes de energías fósiles es la principal explicación de esta subida del precio de la electricidad final. Pero ¿alguien podría esperar otra cosa? ¿De verdad pensábamos que la transición energética era una cosa que se podía hacer con unos Acuerdos internacionales frágiles, un par de reales decretos y unas cuantas campañas de comunicación para cambiar el discurso común de una época? El diseño de incentivos en materia económica sigue siendo una ciencia insondable para muchos.

Como nos temíamos, quienes ya están sufriendo en sus carnes esta transición son la gente con menor renta (y espérense a que llegue el invierno donde el consumo se dispara), como bien inelástico que es. De esto nadie avisó cuando se glosaron las bondades de la transición. Al mismo tiempo que ocurre, los ciudadanos asisten estupefactos a anuncios que dictan que parte de los fondos europeos impulsarán medidas tan progresivas como subvencionar con hasta 7.000€ la compra de un vehículo eléctrico. En mi barrio no se habla de otra cosa. ¿Por qué nuestros gobernantes no hablan con claridad y dicen, sí, si queremos luchar contra el cambio climático tenemos que trasladar bienestar presente al bienestar futuro? O dicho de otra forma: empobrecernos los que vivimos ahora. Creo que hemos comenzado a construir un proceso extremadamente complejo por el tejado de la casa. Llevamos años hablando de las bondades de la lucha contra el cambio climático pero escondiendo los sacrificios que se tienen que hacer. Al final había que haberse tomado a Greta Thunberg más en serio, porque como ella no tenía filtro hablaba en plata, y en el fondo estaba diciendo: tenemos que vivir de otra manera si queremos alcanzar estos objetivos. El problema viene cuando la mayoría de la población no está dispuesta a renunciar a lo que hace o tiene, y los gobernantes que promueven estas políticas no osan pronunciar las renuncias que debe hacer la población por su indudable coste electoral.

Aún así, a pesar de los eslóganes, los planes estratégicos y los documentos de todo pelaje que vemos circular por ahí, ningún experto reconoce en privado, siempre lejos de un micrófono, que se vayan a cumplir los objetivos. Es más, casi todo el mundo sabe que ni siquiera nos vamos a quedar cerca. Y es que, como decíamos, esta transición será lenta, lentísima. Para comenzar se está actuando sobre un porcentaje relativamente pequeño de nuestro consumo y de nuestro modelo de producción. Y las razones no son sólo porque el público impactado apenas tiene como defenderse, sino que se está sobrevalorando la capacidad tecnológica que poseemos. ¿Qué pasa con los aviones? Pues que hoy por hoy es imposible que haya aviones que transporten a 300 pasajeros con baterías eléctricas, y nadie cree que sea posible en el corto y medio plazo. La densidad energética del queroseno es una frontera tecnológica de la altura del Everest. ¿Y qué pasa con los grandes buques mercantes? Tres cuartos de lo mismo. El 85% del comercio mundial sigue en manos de los grandes navíos que transportan mercancías de un lugar a otro. ¿Alguien está pensando en cómo frenar eso? ¿Y los plásticos? ¿Alguien sabe la cantidad de plástico que tenemos que producir en las diferentes industrias para tener tantos objetos de uso diario por personas y empresas?

Tenemos diferentes problemas para afrontar este reto, y me sigue sorprendiendo que se soslayen así como quien no quiere la cosa. A saber:

1) Problema de escala. O la reducción de emisiones se hace a nivel global o de poco servirá hacerlo en un conjunto de países. Para entendernos, de nada sirve descarbonizar España si al mismo tiempo queremos que ochenta millones de turistas sigan viniendo a nuestro país en aviones que emiten emisiones y en toda la huella que dejan en sus periplos. Por no hablar de los cientos de millones de ciudadanos chinos que quieren convertirse en consumidores al estilo americano. A ver quiénes les frena.

2) Problema institucional. No tenemos un gobierno mundial, ni organizaciones supranacionales con suficiente poder (y me atrevería a hablar también de legitimidad) que puedan imponer a los Estados determinadas actuaciones. Los Estados Nación siguen siendo soberanos y sus pactos complejos, lentos y difíciles de ejecutar. Y así, oigan, la cosa se pone aún más cuesta arriba.

3) Problema tecnológico. Es cierto que la tecnología ha ayudado a mejorar la eficiencia en el uso de los recursos, pero el problema es que las emisiones siguen aumentando (entre otras cosas porque hay todavía centenares de millones de personas que quieren vivir como nosotros). Y es que las transiciones, volvemos a decirlo, son mucho más lentas de lo que nos imaginamos. Acostumbrados a una época en la que con dos movimientos de dedos en tu pantalla de tu teléfono consigues que en media hora te traigan a casa la comida, creemos que todo se resuelve de la misma manera. Y sí, hay prototipos, hay pequeñas innovaciones, pero de ahí a sustituir industrias enteras nos quedan unas cuantas décadas.

Al mismo tiempo, hay un cierto sesgo que nos atrapa: nos centramos en exceso en los debates más urbanitas. Como vemos salir humo de los coches en las ciudades y muchas sufren un serio problema de contaminación ponemos todo el foco ahí. O creemos que la digitalización, esa especie de bálsamo de fierabrás que va a resolver todo de un plumazo, nos traerá la innovación necesaria para resolver estos grandes problemas globales. Hay mucho dinero para impulsar tecnologías y compañías que, básicamente, lo que hacen es incrementar el consumo global de bienes y servicios (se nos olvida siempre que el comercio electrónico requiere de grandes costes de producción y distribución de bienes), pero casi nadie se dedica a buscar alternativas fiables y de dimensión mundial a los verdaderos sustentos civilizatorios, como por ejemplo, la síntesis de amoniaco (algunos científicos creen que este ha sido el descubrimiento que más ha cambiado la historia, por encima de la rueda, la electricidad y por supuesto internet) para producir fertilizantes, única forma de poder seguir alimentando a casi 8.000 millones de personas en un planeta donde no se puede incrementar más la superficie dedicada a cultivos. Está muy bien hablar de criptomonedas, de inteligencia artificial y de economía digital, pero a ver quién sigue dando de comer a tanta boca hambrienta.

Dicho de otra forma, obnubilados en las dos últimas décadas por los grandes avances en la economía y la sociedad digital, nos hemos olvidado de las bases físicas del bienestar, las hemos dado por hecho. Hay quien dice: no hace falta inventar la rueda, y ese es el problema, que nadie inventa “nuevas ruedas”, “nuevas electricidades”, “nuevos amoníacos”. Puede que tengamos que ser más humildes, tanto los que nos martillean todo el día con las plagas bíblicas que nos acechan si no luchamos contra el cambio climático, como aquellos que se piensan que esto lo va a resolver de un plumazo la ciencia y la tecnología.

Nos enfrentamos a un problema de incierta solución: queremos afrontar la crisis climática modificando los patrones de consumo y producción, pero al mismo tiempo queremos más bienestar (que inevitablemente trae más consumo y producción) y el ritmo de la transición (por insuficiencia tecnológica) no puede ir tan deprisa. ¿Qué elegiremos?

La revolución industrial que modificó el mundo tal y como se conocía durante varios milenios no tuvo una mano mundial directora. No hubo un conjunto de gobiernos empeñados en industrializar las economías. Fue un conjunto de azares, avances técnicos y medidas gubernamentales que poco a poco se fueron retroalimentando. Aún así, ese cambio no se produjo de la noche a la mañana, debieron pasar casi dos siglos para transformar las economías y las sociedades. ¿Qué nos hace pensar que vamos a conseguir en un par de décadas modificar el patrón energético de nuestras sociedades? Alguien no nos está contando la historia con todo el lujo de detalles que merecemos. Un americano medio consume casi el triple de energía per cápita que un ciudadano chino, y estos quieren seguir creciendo a tasas de doble dígito. ¿Quién va a resolver esa ecuación? Mucho me temo que todo esto acabe con un empobrecimiento masivo de amplias capas de la población en pos de un objetivo inalcanzable.

Finalmente, ¿cuál debe ser el papel de los fondos de inversión en esta historia? Aunque está creciendo la llamada inversión de impacto, todavía representa un porcentaje ínfimo del total del dinero invertido (y eso si nos creemos que la sostenibilidad con la que se anuncian muchas inversiones van en la línea de lo que aquí se está exponiendo). En el momento de la historia en el que hay mayor liquidez a escala internacional, y en un contexto de tipos bajísimos y sin grandes rentabilidades alternativas, los fondos parecen dirigirse a otro tipo de inversiones, precisamente a las que van en sentido contrario a lo que supuestamente necesitamos globalmente. ¿Quién puede ser capaz de alterar estos parámetros?

Como decía al principio, me asaltan muchas preguntas y no veo apenas respuestas mínimamente satisfactorias. Entre tanto mi frutero bangladesí me dice que si sigue subiendo la luz y el combustible, si ya no va a poder utilizar su furgoneta diésel y si sus mayoristas le siguen repercutiendo los costes que ya están subiendo a escala internacional por el gripado en las cadenas de valor globales, va a tener que cerrar la tienda porque su escaso margen comercial le incapacita para otra cosa. Quizás sea esa la solución que se ha elegido.

***Agustín Baeza es director de Asuntos Públicos de la Asociación Española de startups y coordinador del Grupo de Economía Digital en APRI (Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales).