Si un habitante del año 3.000 pudiese asomarse por una mirilla y ver al otro lado el tiempo presente, ¿qué pensaría de la cultura contemporánea, de nuestra música, de cómo nos relacionamos con el arte? Si fuese capaz, además, de encapsular en un frasco el espíritu de esta época, el Zeitgeist que desentraña lo propio del “ahora” desde un punto de vista estético y de percepción, ¿qué contendría? ¿Y qué diría eso de lo que nos depara el futuro?
“Todo en torno a la música está cambiando: cómo aprendemos y creamos, cómo escuchamos... Como negocio, se está convirtiendo en otra mercancía básica. Como arte, sigue vinculada a fórmulas de hace décadas, pero con nuevas aportaciones: los datos, las nuevas herramientas de creación y las tecnologías que facilitan la educación musical influyen en cómo se hace música. Y la inteligencia artificial y la realidad virtual prometen dejar su propia huella, a pesar de los escépticos”, escribe el periodista musical John Paul Titlow en el boletín sobre innovación y música de Fast Company.
Con “la música como mercancía básica”, Titlow se refiere a su inclusión como parte de nuestra cesta de la compra mensual, que ya no solo contiene viandas y enseres básicos sino servicios de escucha en directo y suscripción a bibliotecas sonoras. Una commodity producto de internet que retoma el concepto de música como mercancía. Marx o Walter Benjamin -por citar algunos- hablaban de ello hace dos siglos.
Gilles Lipovetsky y Jean Serroy actualizan esta idea en La estetización del mundo (2013). Hablan de un “capitalismo artístico” como producción estética que integra el arte, la estética y el afecto en la cultura del consumidor. Que incorpora de manera sistemática lo creativo y lo imaginario en secciones del consumismo del mercado, en manos de multinacionales. Que no requiere requisitos culturales, que no busca elevarse, que se mezcla con los deportes, las marcas, la moda y el entretenimiento.
También hablan de “imperios estético-mercantiles”: donde antes el arte y la industria estaban claramente separados, hoy se han hibridado. “Estilo, belleza y buen gusto son principios ahora adoptados por todo tipo de marcas: el capitalismo del hiperconsumismo se ha convertido en un medio de producción estética”. Pero que no lleve esto a error, los autores no dicen que dichos productos no tengan valor creativo, intuitivo y emocional. Todo lo contrario: ganan importancia.
Posmodernismo musical
Si estos atributos definen la estética de los productos culturales. ¿Cómo lo hacen las “nuevas” (algunas no tanto) tecnologías, canales y medios? Si, como decía Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”, ¿cuál es, o son, esos medios? ¿Qué transmiten? ¿Cómo afectan a lo producido?
Tomemos, por ejemplo, YouTube, una plataforma con la que cualquier -pongamos- músico puede difundir sus creaciones, que ha democratizado el acceso al público, antes filtrado por grandes productoras. ¿Qué impacto estético tiene esto? Como destaca Israel Márquez en TELOS, en YouTube ‘todo vale’. “Se está convirtiendo en el principal modo de acceso musical”, dice. Es -añade- “el epítome perfecto del posmodernismo musical”.
El autor cita también a Lipovetsky y Serroy y su concepto de ‘inflación estética’ y habla de una inflación musical caracterizada por “la diversidad y superabundancia sonoras en la que se multiplican las propuestas musicales más diversas, donde se recuperan y digitalizan viejos discos del pasado y se suben a la red y donde no paran de surgir nuevas experiencias musicales que mezclan los géneros más diversos”.
Géneros diversos y también tiempos: el almacenamiento digital -señala Márquez- recupera sonidos del pasado. Hace “que toda la música se convierta en música presente”. Suprime la necesidad de desplazamiento físico para su disfrute. El vehículo ahora no es físico, sino audiovisual. Lo cual, como constata el autor, no ha acabado con el consumo de música en directo, “como demuestra el auge de los festivales y las actuaciones en vivo en los últimos años”.
Creación antidisciplinar
Uno de esos festivales es Sónar (en Barcelona). Un referente de la música electrónica que celebra su 25 aniversario. Hace seis años, sus organizadores se dieron cuenta de que la gente iba al festival no solo a divertirse sino a aprender. “Había una necesidad y una oportunidad de crear un espacio donde esta gente pudiera recibir e intercambiar conocimiento”, cuenta a INNOVADORES Ventura Barba, director general de Sónar. Ese fue el germen de Sónar+D: un congreso paralelo donde se juntan creatividad, tecnología y negocios; investigadores, innovadores y empresas.
“Con el tiempo, hemos validado nuestra hipótesis: que los creadores no son solamente usuarios finales de la tecnología sino que realmente son precipitadores de la innovación. Son innovadores, tanto como puede serlo un ingeniero”, asegura Barba. “Creemos que involucrar a los creadores puede llevar a mejores soluciones y diseños de los retos y oportunidades del mundo tecnológico”, añade.
Para Barba, el Zeitgeist de este tiempo es la antidisciplinariedad. “Antes compartimentábamos todo mucho y ahora cada vez vemos más equipos con profesionales híbridos e innovadores, que trabajan de forma abierta”. Es ir un paso más allá de lo multidisciplinar y romper con el concepto de disciplina. “Un ingeniero o un abogado no están capacitados para imaginar el futuro sin una base sólida”, sostiene. En su opinión, ello requiere de personas -como los guionistas de ciencia ficción- acostumbradas a construir sobre la nada y proporcionar ciertas guías que los equipos de investigación podrán seguir.
Bases del futuro
También convergen futuristas, creativos, artistas, tecnólogos y comunicadores innovadores en Digital Jove (en Valencia). El propósito de este evento es promover la creación de nuevas narrativas para conducir el presente hacia un futuro utópico, en lugar de distópico (en contra del relato dominante). Propone aprovechar las posibilidades de cocreación y de exponencialidad que brinda la tecnología.
Durante este evento, INNOVADORES pudo conversar con Pierce Warnecke, profesor de la Escuela de Música Berklee (EE.UU.). ¿Cuál cree que es la esencia definitoria de este tiempo en lo musical?. Destaca “un gran interés en probar nuevas formas de componer usando diferentes herramientas”. Y estéticamente, es optimista por las posibilidades de tecnologías como la inteligencia artificial o la realidad virtual para crear nuevas narrativas. Pasar del rol pasivo de la escucha tradicional a uno más activo, como parte de una experiencia transformacional. Pero se desmoraliza al ver una recurrente mirada al pasado, a tratar de sonar como antes. Por eso, insiste: “Es hora de seguir adelante”.
¿Significa eso relegar la creación a la tecnología, ya exponencial? Definitivamente no, pero podría darse una dinámica peligrosa. La exponencialidad, unida a la mercantilización de la música y su ‘comoditización’ plantea un futuro de producción ilimitada. Máquinas que analizan las letras de las canciones más populares y su composición para encontrar patrones útiles con los que componer continuos hits. Más mercancías para mover la rueda del capitalismo artístico.
Bas Grasmayer, fundador de la agencia Music x Tech x Future, habla del momento actual como la tercera generación musical de internet. La primera fue de disrupción: la era Napster, donde el contenido aspiraba a ser libre; luego llegó el momento de MySpace, la traslación de las redes sociales a la música; de ahí a SoundCloud como exponente de la maduración del streaming, el comienzo de la fase 3. Grasmayer no aventura qué cambios traerá pero sí las tecnologías que los propiciarán: inteligencia artificial, activación por voz, realidades aumentada y virtual.
“El arte siempre ha querido apropiarse del tiempo. Las nuevas tecnologías introducen un nuevo término: el tiempo real. Hablamos del acontecimiento digital, vinculado a la experiencia. El espectador es testigo de un hecho. La pieza de arte como testimonio de lo que está pasando”, dice Soliman López, Escuela Superior de Arte y Tecnología (ESAT).