La democracia no solo está siendo amenazada en América Latina, sino también en el resto del mundo, lo que incluye a Asia y África. Es decir, no se trata de un problema exclusivamente regional, sino global.
El peligro también se hace sentir en países otrora impensables como Estados Unidos en la actualidad o el Reino Unido durante el Brexit.
Incluso en Europa misma hay casos sangrantes, como ocurre en Hungría, o se refleja en la emergencia de nacionalismos xenófobos.
En la presente coyuntura es posible encontrar dos tipos de amenazas a este sistema político. Unas son inherentes al funcionamiento del propio sistema democrático, a sus instituciones y a sus reglas.
Otras se vinculan a las respuestas ciudadanas en función de las expectativas, percepciones y frustraciones sociales. De todas estas cuestiones nos ocuparemos en el siguiente texto.
La primera gran amenaza la constituyen las dictaduras y los gobiernos autoritarios, tanto dentro como fuera de América Latina. Algunas, las propias, por sus políticas hegemónicas y su afán expansionista.
Las demás, las de fuera, por ser en algunas ocasiones un probable espejo de éxito donde se miran muchas sociedades y sus dirigentes.
En todos los casos, unas y otros hacen gala del desprecio absoluto de la legalidad y de las reglas de juego democráticas. En algunas coyunturas se ha llegado, de hecho, a la vulneración absoluta de los derechos humanos o al desconocimiento de los resultados electorales más que evidentes sin aportar prueba alguna.
Así pues, los populismos y el avance del iliberalismo se detectan a diestra y siniestra. Ya no son patrimonio exclusive de ninguna corriente ideológica ni de ningún credo político.
El principal inconveniente es su capacidad para intentar destruir la democracia desde dentro, utilizando para cumplir su objetivo las propias instituciones democráticas.
La entrada de las redes sociales y de las noticias falsas en la vida política ha extendido la polarización y la crispación social.
Su efecto directo es su impacto sobre la gobernabilidad, lo que ha aumentado la posibilidad de alcanzar los consensos necesarios para permitir las reformas sociales y económicas que exigen los países para alcanzar sus metas de crecimiento.
Ilustración creada por la OEI.
En lugar de tener mecanismos ordenados y pautados, la política se tiñe de caudillismos y personalismos extremos y sesgados. Y, en la búsqueda de sus objetivos, apuestan por el contacto directo del líder con las masas, con lo que mina la capacidad de actuación de los partidos políticos.
Apoyándose en la polarización, muchos dirigentes políticos intentan vaciar al centro para situarse en alguno de los extremos, donde se sienten más confortables. Es desde allí desde el lugar en el que pueden defender más cómodamente sus posiciones.
Todo esto se manifiesta, en ciertos casos, en un avance continuo sobre la división de poderes y los pesos y contrapesos propios de la democracia.
De este modo, el poder legislativo comienza a ser subordinado por el ejecutivo, y el poder judicial termina siendo cooptado o convertido en una herramienta al servicio del Gobierno o del partido oficialista.
Al mismo tiempo, la presidencia también se apropia de algunas instancias intermedias de control, como el poder electoral.
Por otra parte, otro elemento que agrava la situación y deja cada vez más inermes a los ciudadanos y ciudadanas es la crisis tanto de los sistemas de partidos como de los partidos tradicionales.
En su lugar emerge una fragmentación cada vez más notoria, presente tanto en la oferta política como en la representación parlamentaria.
En ese sentido, las políticas públicas se recubren de promesas falsas que a medio plazo serán incumplidas. Todo esto genera la frustración de las expectativas en sectores sociales muy amplios, que comienzan a descreer de sus dirigentes y representantes.
En su lugar, terminan optando por outsiders, por salvadores de la patria capaces de comprometerse a lo que haga falta con tal de llegar al poder.
Entre las frustraciones más visibles están las asociadas al proceso de emergencia de clases medias que había tenido lugar en los primeros doce o quince años del siglo XXI, el cual estaba asociado al superciclo de las materias primas y a los fuertes ingresos públicos.
El fin del acelerado crecimiento económico comprometió las esperanzas de aquellos sectores sociales que aspiraban a un mejor futuro tanto para ellos como para sus familias.
Finalmente, está la cuestión de las percepciones. Aquí entran a jugar cuestiones muy diversas que van desde la seguridad ciudadana (incluyendo el crimen organizado, el narcotráfico y los mercados ilícitos) a las repercusiones de las migraciones, sin olvidar el impacto negativo de la corrupción o de los deficientes servicios públicos.
Pese a ello, la conclusión no debe ser totalmente negativa, ya que hay un vasto campo para la mejora y la esperanza. Así como hay ejemplos de retroceso democrático, se pueden encontrar otros de recuperación, como mostró la derrota de Jair Bolsonaro después de sus cuatro años al frente de Brasil. Bolivia es otro caso a tener presente.
No en vano, la historia de la construcción democrática y de las elecciones en América Latina es prolongada y se extiende a comienzos del siglo XIX, junto con el surgimiento de las nuevas repúblicas tras la ruptura del Imperio español. Entonces se votaba en la región cuando se hacía en muy pocos países del mundo.
El margen de optimismo queda claramente expresado en la principal conclusión del Informe del Latinobarómetro 2024, titulado: América Latina, la democracia resiliente. Allí se puede leer: "A pesar de la mala década que se deja atrás, América Latina es capaz de recuperar el apoyo a la democracia".
