Nada nuevo brilla bajo la parrilla de este país donde antaño, según cuentan algunas crónicas marcianas, nunca se ponía el sol. Todo siguen siendo densos nubarrones y sombras trémulas a nuestro alrededor. En cuanto nos encaramamos, sin demasiada fe, al mando a distancia.

Regresan ‘Los Gipsy Kings’ a Cuatro y volvemos a caer todos, sin remisión, en plan grupo salvaje, en el pozo de la llamada telerrealidad, esa gran desconocida. Brillan y rebrillan los Rolex y las pulseracas de oro falso. Brillan los taconazos para ir al culto. Brillan los chorrazos de laca a cascoporro. Brillan los peinados imposibles. Brilla el lujo de mercadillo. Brillamos todos, de nuevo frente, al televisor. Todos, menos el pueblo gitano. Por culpa de los guionistas de un bochornoso reality en el que España se define como lo que realmente es y ha sido siempre: una enorme macrocorrala repleta de viejas del visillo semiocultas tras sus ventanas.

Lo dije hace más de un año, o por ahí. Pero lo repito ahora. Todos somos ‘La Rebe’ y estamos dispuestos a dilapidar una fortuna en nuestro puñetero 15 cumpleaños. A todos nos gustaría tener la mala leche de Salvadora. Y todos, sin excepción, estaríamos indignados si para una vez que las cámaras enfocan nuestra cultura, lo hacen de una forma tan burda, taleguera, pitorreante y tópica.

No abundan aquí, en este programa, las buenas intenciones. No hay experimento sociológico que valga. Lo costumbrista se confunde con el tipismo folclórico de la peor ralea. Y no creo que el respetable pueblo gitano se merezca, por mucho más tiempo, un Romancero Patatero como este reality inmundo e intolerable. Esta no es la manera de mostrar una cultura ajena, por mucho que se empeñen en ello.

Los González y los Montoya, sin derecho a la intimidad. Junto a los Fernández-Navarro y los Salazar. Lavan todos sus trapos sucios desde el otro lado de la pantalla. Derrochan todos ellos, eso sí, un machismo de la ‘old school’ que parecen retrotraernos, a bordo de un DeLorean tuneado, a un pasado que ya creíamos superado. Kiki, el hijo de Joaquín Salazar, está raro. No está en su salsa. Ahora, en vez de regresar a casa, tras la marchuqui de cada noche, a las siete de la mañana, lo hace a las dos o a las tres.

“Veo a Kiki muy raro. ¿Qué le pasa a este niño?”, se pregunta, escamado, el patriarca. Kiki ha estado hablando con su mujer, con ‘la gordita’, y se ha dado cuenta de que quiere volver con ella. ¿La solución? Una enorme pancarta, en un puente de la autopista, que sorprenda a la muchacha: “Gordita, soy Kiki. Te amo”. Ahí queda eso. Pancarta. Carpanta. Tarcampa. Joaquín, el patriarca, se tira diez minutos dándonos clase de filología. Sin resultados.

Vuelven ‘Los Gipsy Kings’ al extrarradio de Cuatro y lo hacen sin novedades. Más de lo mismo (¡qué pena!): chafarderismo, reinas del ‘roneo’, machirulismo ilustrado, cante más o menos jondo, amarillismo canario y neorrealismo de mercadillo en un mundo de ‘gorditas’ en el que los hombres deciden, rebasada la sesentena, meterse a boxeadores en plena sobredosis de testosterona. “El abuelo va a pelear”, exclama un nieto. Y hasta Rocky Balboa se siente, de pronto, como un chaval de 15 años empeñado en buscar ‘chunguitas’ por los discopubs.

Mientras tanto, a dos o tres toques de mando, aunque parecían encontrarse a medio millón de kilómetros de distancia, Jordi Évole arrancaba nueva temporada de su ‘Salvados’ con la violencia machista en nuestro como tema. Dos Españas y dos formas de entender España. ‘El machismo mata’. Aunque muchos no quieren darse cuenta. “La machacaba y se me daba bien”, aseguraba un tipo condenado a dos años de cárcel por agredir psicológicamente a su pareja, aunque no llegó a ingresar en prisión al carecer de antecedentes. “Yo era el hombre de la casa, el que traía el dinero, el que ordenaba y mandaba. No la quería, pero me atrevía a decírselo”.

Ejercicio periodístico de altura. Telerrealidad de la buena. Una lección de verdad a modo de croché televisivo. Aun así, nos queda mucho por recorrer, desgraciadamente, entre ‘canparta’ y ‘tarcampa’, si queremos abandonar, de una vez para siempre, esta maldita Machirulandia en la que sobrevivimos todos. O casi todos.