Tenía bastantes ganas de ver la edición de este año de MasterChef. Muchas, de hecho. A pesar de las polémicas que arrastra es uno de los formatos que me resultan más atractivos de nuestra televisión en abierto. Y había buenas razones para echarle un vistazo: el formato había oído la queja perpetua de sus espectadores y dividirían los programas en dos galas.

Para darle un poco más de emoción al asunto, cada semana habría dos expulsiones, una en cada programa, y para que eso pudiese resultar, había que meter al doble de concursantes. Como fiel seguidor de MasterChef, tengo que reconocer que el experimento no está dejándome buen sabor de boca en absoluto.

Mi primera queja es evidente. Se han dividido los programas en dos noches, sí, pero resultan igual de largos, y no acaban a una hora que permitan acostarte antes de la medianoche. Es como esperar ir de tapas y acabar empachado porque lo que te ofrecen es más grande que lo que te puedes tragar. Como ya analizamos en estas páginas, su primera gala acabó más tarde que el primer programa del año anterior, y en total, la primera semana superó las seis horas de emisión. No me creo nadie importante, pero siento que no puedo cederle a un concurso de cocinas seis horas de atención, y más cuando lo que vemos son solo cuatro pruebas. Es demasiado.

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A eso le sumamos la gracia del fútbol de la semana pasada. El programa todavía no se ha afianzado y ya nos dejaron sin él porque el encuentro del Athletic de Bilbao y el Osasuna se alargó con la prórroga. Muchos seguidores esperaban a que el partido acabase para ver a Jordi Cruz, Pepe Rodríguez, Samantha Vallejo-Nágera y todos los participantes, pero la espera fue en vano. A través de las redes sociales se anunció que el programa se trasladaría hasta la noche del domingo.

Que bueno, vale, está muy bien. Si no fuese porque eso supone encadenar hasta tres entregas seguidas. ¿No son tres demasiadas noches para un mismo programa en el prime time? Ni Antena 3 con sus series turcas como Hermanos se atreve con tanto.

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Luego está el otro problema, y es su excesivo casting. Hay demasiados aspirantes, y no nos da tiempo a enamorarnos de ellos. Ni a sabernos sus vidas, aunque sea por encima, pero es que tampoco llegamos a asociarles con una forma determinada de cocinar. Hay algunos cocineros que casi no están teniendo peso en el programa, que son visto y no visto. Y los que se roban el foco no es precisamente por sus grandes cocinados, como Luca, que parece elegido solo para agitar el avispero, que los jueces le den caña, y poco más, la verdad. El TikToker de la temporada se hace pesado en la pantalla, con esa cara de asco perpetua, pero también es de los pocos que sabes que existen.

Lo que más me chirría como espectador de MasterChef es que el programa nos diese a entender que veríamos galas más ágiles, y el pasado lunes, por ejemplo, tuvimos que ver a los concursantes haciendo el chorra sobre un toro mecánico para ganar tiempo de cocinado durante más de un cuarto de hora. El programa llevaba 20 minutos en danza cuando, al fin, nos desvelaron los platos que se iban a cocinar en esa primera prueba. No es algo rápido ni ágil, me temo.

El día que se presentó esta temporada, Macarena Rey, CEO de Shine Iberia, la productora del programa, relató que lo de partir el programa en dos “es una petición de TVE, que nos han prometido que no van a volver a repetir”. Entonces, la directora de Comunicación y Participación, María Eizaguirre, matizaba: “la idea con la que se ha hecho es ver cómo funciona, e iremos viendo”. Pues casi que mejor que no se repita. Al menos, así, con galas de dos horas y media y dos únicas pruebas.