Para un profesor de innovación que intenta habitualmente adecuar los ejemplos que usa en sus clases a la actualidad tecnológica, la velocidad con la que transcurren las cosas en este entorno es verdaderamente llamativa. No porque sea muy elevada, que es algo que ya se da por descontado desde hace tiempo, sino por lo lenta que es una parte significativa de la sociedad en su comprensión.

Los deepfakes, una técnica algorítmica que permite crear voces o imágenes tomadas de un modelo y utilizarlas para decir o hacer otras cosas con una apariencia absolutamente realista, llevan ya tiempo entre nosotros. Sus primeras aplicaciones fueron la generación de vídeos pornográficos con mujeres famosas (llegó a ser el 98% de los vídeos realizados mediante este tipo de técnicas que podías encontrar en la red) o para entretenimiento, o incluso políticos —vídeos del presidente ucraniano o ruso declarando respectivamente su rendición o la ley marcial, o políticos indios haciendo deepfakes de sí mismos para enviar sus consignas a su electorado en los muchos idiomas de su país. La actriz Scarlett Johansson, en su momento la más sometida a este tipo de tratamientos sintéticos de su imagen, llegó a decir que toda lucha o persecución legal de este tipo de contenidos era completamente inútil.

Ahora llegamos a la enésima derivada: celebridades que, voluntariamente, licencian el uso de su voz o su imagen a terceros para su explotación comercial. Supuestamente, el pionero fue, en septiembre del año pasado, Bruce Willis, un actor de voz inconfundible que, afectado por un trastorno del habla, licenció su voz a una compañía llamada deepcake para que apareciese en futuros anuncios o incluso películas.

En aquel momento el actor desmintió haber firmado ningún contrato con la compañía, pero actualmente, empezamos ya a encontrarnos casos reales como los del futbolista Neymar con la marca Puma, la estrella de la NFL Deion Sanders con Gillette, o el golfista Jack Nicklaus, que a sus 83 años licenció a una compañía la posibilidad de utilizar un avatar hiperrealista suyo de cuando tenía 38 años y estaba en el culmen de su carrera.

Para el personaje implicado, un contrato de este tipo supone una enorme versatilidad: la posibilidad de llevar a cabo anuncios o películas sin siquiera poner un pie en ningún estudio de rodaje, algo en ocasiones difícil de encajar en sus complicadas agendas. Antes se hacía con cantantes: todos conocemos casos de duetos en los que los protagonistas nunca llegaron a grabar juntos, sino que cada uno grabó su pista por separado y se juntaron posteriormente en estudio. Ahora, esta posibilidad se extiende a prácticamente cualquier cosa.

Los deepfakes, una técnica algorítmica que permite crear voces o imágenes tomadas de un modelo y utilizarlas para decir o hacer otras cosas 

¿La contrapartida? Lógicamente, cuando podemos hacer cualquier cosa de manera sintética y sin que el “propietario” de la imagen o la voz sea en modo alguno molestado para ello, lo que sufre es la concepción de autenticidad del producto final, pero actores como Tom Cruise o Tom Hanks han participado ya en experimentos relacionados con este tipo de contenidos, y el resultado resulta enormemente creíble.

Precisamente una de mis series de culto, Black Mirror, hace referencia a este tema en el primer capítulo de su recién estrenada sexta temporada: en “Joan is awful” (sáltese este párrafo si no la ha visto aún), la trama discurre en torno a una serie creada por una compañía supuestamente idéntica a Netflix, que posee los derechos de imagen de una serie de actores y puede emplearlos para crear con ellos series ultrarrealistas con el argumento que estime oportuno, sin que ellos puedan objetar nada porque firmaron un acuerdo de términos de servicio que, por supuesto, no se leyeron.

¿Qué me llama la atención de todo esto? No tanto que sea posible hacerlo, porque la tecnología hace ya tiempo que perdió su capacidad para generar sorpresa, sino el que yo pueda seguir utilizando todavía deepfakes de la primera época en mis presentaciones en clases y conferencias, y que la gran mayoría de los asistentes sigan manifestando su sorpresa ante ellos.

La tecnología hace ya tiempo que perdió su capacidad para generar sorpresa

En mis conferencias, en muchas ocasiones, muestro vídeos del fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, o de Barack Obama, una de las voces más conocidas del mundo, diciendo cosas que nunca han dicho —o al menos, no públicamente— o me muestro a mí mismo cantando ópera, capacidad que estoy muy lejos de poseer. Algunos audios que uso datan de 2016, toda una vida en el mundo de la tecnología, y sin embargo, siguen generando sorpresa.

La distancia entre la cresta de la ola tecnológica, lo que algunos llaman “el estado del arte”, y lo que llega a la sociedad —incluso teniendo en cuenta que, por lo general, mis audiencias suelen estar compuestas por personas con interés por el tema y con la capacidad de informarse adecuadamente— es cada vez más elevada, o al menos, me parece percibirlo así.

Aviso a navegantes: si recibes una llamada aparentemente de un familiar, reconoces su voz, y te pide que le envíes dinero, es muy posible que sea falsa, generada mediante un algoritmo. Los delincuentes también saben hacer uso de estas cosas, a menudo antes que las personas honradas. En la disyuntiva marxista —de Chico Marx disfrazado como Groucho en “Sopa de Ganso”— de “¿a quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”, la elección ya no está para nada clara. Quédate con la copla. Y ya si quieres, hazte un deepfake cantándola tú mismo.

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.