Pena. He encontrado por internet la esquela que Fernando Savater puso a su mujer, Sara Torres, en El Diario Vasco, cuando murió en 2015. Lleva este texto: “Fue valiente, sabia, libre, única. ‘Nadie la conversó que no se perdiera por ella’ (Fray Luis de León)”. Luego sigue: “Ahora vive en el corazón roto de su marido Fernando y…” El texto acaba así: “¡Buen viaje, capitana!”.

Cuatro años después, Savater publicó La peor parte. Memorias de amor (Ariel) y supimos con detalle de la personalidad extraordinaria de Sara (Pelo Cohete, la llama él), de los años felices que pasaron juntos y del inacabable tiempo dramático que precedió a su muerte por un tumor cerebral. Supimos que Savater seguía con el “corazón roto”.

Él, que no quería morir, aprendió que no se muere de pena, pero que, como sigue repitiendo, se “vive de pena”. Y continúa viviendo de pena, apenado, penosamente, pese a tener nueva pareja y continuar teniendo acuciantes deseos sexuales y de otros placeres, entre los que la ingesta de whisky no es el menor. Carne gobernada (Ariel), que acaba de publicar, alude en su título a un plato de carne de vaca, elaborado lentamente, que él comía con gusto en un restaurante en compañía de una amante.

'Carne gobernada' impresiona como el autorretrato de un hombre que se desnuda

Siempre acaba por aflorar el Savater hedonista y disfrutón, entregado a las delicias del cuerpo y de la inteligencia, bienhumorado y con humor, que no es lo mismo. Savater siempre ha sido un satírico punzante –además de un irónico fino–, y con Carne gobernada se comprueba que su muy afilado humor sigue incólume, acaso impregnado de un curare de amargura y sazonado con el acerado picante de la exageración, tan propia de los satíricos.

Y sigue con el corazón roto. Y se nota la ausencia de “la capitana”, que más allá los ecos literarios de la expresión, tal vez moderara los golpes de timón del barco en el que viajaban juntos. Diría más: la rotura del corazón se ha prolongado en una larga abertura. Savater se muestra en este libro abierto en canal porque, de hecho, está –cuerpo, alma y cabeza– abierto en canal. Está desgarrado y suena desgarrador.

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Desnudo. El libro lleva por subtítulo –la “carne gobernada” somos todos–, “De política, amor y deseo”. De las invectivas políticas que Savater lanza a nuestros gobernantes, a sus socios y a muchas de las “ideas de progreso”, ya se ha hablado y se hablará, aunque no se pondrá el foco –no lo harán ni unos ni otros– en que sigue creyendo en el liberalismo político y en la socialdemocracia.

También se ha hablado y se hablará de las siete páginas de duras críticas a su periódico, El País, que le ha despedido. Pero Carne gobernada es, en su brevedad, mucho más que eso. Incluso algo distinto a eso.

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Libro confesional y testimonial a calzón quitado, híbrido de unas memorias fragmentadas y de un ensayismo en porciones y fulgurante, Carne gobernada impresiona como el autorretrato de un hombre que se desnuda y muestra su intimidad sin pudor ni cálculo, indiferente como nunca al qué dirán, y así habla del sexo, de la bebida –“he sido borracho desde pequeño”– o de un terrorífico episodio de desvarío, provocado por la alta fiebre de una infección, que más parece el relato de un brote psicótico.

Confesional. El hedonista, el alegre vividor, es también un filósofo criado a los pechos de pensadores pesimistas sobre los que escribió –Cioran, Schopenhauer…–, y ahora se muestra agobiado por la rotundidad de su vejez y por la presunta vecindad de su muerte, sumido en una fragilidad emocional y vital que le lleva a sollozar con frecuencia añorando sus viejos afectos y a cavilar con que cualquier día puede morir al ir a comprar el periódico.

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Ese tono confesional lacerado y lacerante y ese autorretrato desnudo hacen de Carne gobernada un libro impactante. Junto a una espléndida escritura sigue brillando el volterianismo de sus arremetidas, casi todas nutridas de un ingenio faltón y de un razonamiento condensado y sugerente que exalta a sus partidarios políticos e irrita sobremanera a sus antagonistas.

Unos y otros deberían indagar en la parte de verdad que hay en ellas y que no les sienta bien. Verían si, antes del elogio incondicional o de la condena fulminante, hay algo que más les valdría atender y sopesar.