2020 se cerró con unos resultados presupuestarios muy negativos: un déficit del 10,9% del PIB, una ratio Deuda-PIB del 120% y un gasto público superior al 50% del PIB. Sin embargo, estos espeluznantes datos no son lo peor. En condiciones normales, la recuperación de la economía podría corregir/reducir esos desequilibrios y, por tanto, garantizar la sostenibilidad de las finanzas publicas sin realizar ajustes al alza de los impuestos, a la baja de los gastos o combinando ambas medidas. Pero esta dinámica es imposible. Aunque España entrase en una dinámica expansiva del ciclo, lo que no sucederá, ello no bastaría para eliminar o, al menos, estabilizar el elevado endeudamiento de las Administraciones Públicas.

Para analizar la situación real y la evolución potencial del binomio déficit-deuda, el método correcto es contemplar el saldo estructural del Presupuesto; esto es, aquel que viene determinado no por las fluctuaciones de la economía, sino por la persistencia de programas de gasto preexistentes o por la introducción de otros nuevos cuyo crecimiento es inercial con independencia de la trayectoria de la economía. Este es el verdadero problema presupuestario español, cuya solución es imprescindible para crecer y despejar el fantasma de una crisis fiscal.

Al finalizar el ejercicio 2019, el déficit público estructural superaba el 3 por 100 del PIB y no se había producido mejora alguna de ese desajuste de las cuentas públicas entre 2015 y 2019. España entró en la crisis sanitario-económica con el mayor déficit estructural de todos los países de la UE y las decisiones discrecionales adoptadas por el Gobierno sólo han contribuido a aumentarlo. La subida de los salarios públicos, la vuelta a la indiciación de las pensiones al IPC, la introducción de medidas de gasto con vocación de permanencia como el IMV y el aumento de la carga de los intereses de la deuda en el Presupuesto causada por el espectacular aumento de ella han colocado el déficit estructural alrededor del 5-6 por 100 del PIB en estos momentos.

La activación-prolongación de las Cláusulas de Salvaguarda en 2021 y 2022 aplazan la obligación de diseñar una estrategia de consolidación fiscal pero no la evitan y España habrá de elaborar un plan para corregir su déficit estructural en una cuantía de 0,5 puntos del PIB al año de acuerdo con las exigencias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Abordar este desafío será imprescindible no solo para cumplir los compromisos con la UE sino para restaurar las bases de un crecimiento capaz de sostenerse en el tiempo. Cuanto más se tarde en iniciar esa tarea, mayores costes tendrá el hacerlo y mayor habrá de ser la contundencia empleada para resultar creíble.

No hay que ser un gurú de la ciencia lúgubre para saber que esa meta es inalcanzable o, mejor, incompatible con la política gubernamental en curso. El Gabinete social-podemita no ha gastado de forma coyuntural para paliar el impacto de la crisis, sino ha aprovechado ésta para incrementar el gasto estructural, lo que impide recortar de una manera rigurosa el déficit y ni siquiera podría lograrse una rebaja cíclica significativa del mismo en el supuesto de que el PIB creciese en tasas similares a las del periodo 2014-2019. A modo de ejemplo, basta señalar que para situar la ratio déficit publico-PIB por debajo del 3%, la economía debería crecer a una tasa media del 7,3% durante los próximos cinco años.

El déficit y la deuda existentes en España son sólo los síntomas de una enfermedad crónica: un exceso de gasto público. Ahí está la raíz de los males patrios en el ámbito económico-presupuestario y estos sólo pueden corregirse con el bisturí; esto es con una acción simultánea de recorte/reforma que haga posible financiar una estructura de gasto que se ajuste a las necesidades y posibilidades financieras de la economía nacional. Ello se traduce de manera inexorable en algo muy desagradable pero fundamental: explicar a la ciudadanía que la demagogia social ha tocado a su fin, no da más de sí.

Para bien o para mal, el Gobierno no puede obtener los ingresos suficientes para cubrir sus gastos. Sin duda es capaz de subir otra vez los impuestos, crear otros, etc. pero la capacidad de extraer recursos fiscales significativos de un sector privado depauperado, de unas familias y empresas en estado de depresión son magras y sólo servirían para golpear más el consumo y la inversión privada. Y apelar de nuevo a la solidaridad de los "ricos" resulta toda una ironía porque el abuso y la extensión de ese término le ha vaciado de significado real para englobar a buena parte de lo que resta de las clases medias españolas.

A medida que pasa el tiempo, el drama presupuestario español comienza a manifestarse con todo su esplendor. Se ha llegado a un escenario en el cual la realidad y el deseo, la ideología y la economía chocan de una manera irreversible. En términos marcianos podría decirse que el proyecto socio-económico del Gobierno naufraga como consecuencia de sus insuperables contradicciones internas. Por desgracia, los individuos y las empresas son los conejillos de indias de este lamentable experimento.