Los últimos acontecimientos acaecidos en EE. UU. son el trágico y patético reflejo de una fractura social inédita desde la Guerra Civil. Pero esto es sólo la expresión cenital de un fenómeno previo y que suele ignorarse u olvidarse: la Presidencia de Mr. Trump es la continuación-agudización de la tendencia a la polarización iniciada durante los mandatos de Mr. Obama.

Todos los sondeos de opinión realizados al final de su período presidencial en 2016 señalaban que la América que dejaba estaba mucho más dividida que la que recibió. Esto es esencial para comprender lo ocurrido en EE. UU. y su potencial evolución en los próximos cuatro años. Pero aquí toca hablar de economía.

Desde el final de la Gran Recesión América ha protagonizado un débil crecimiento económico, muy inferior al experimentado en todas las fases de recuperación posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Esto no obedece a factores coyunturales, sino a una progresiva pérdida de dinamismo de los motores que convirtieron la economía norteamericana en una máquina de generar prosperidad para todos. En su libro Capitalism in America, Alan Greenspan y Adrian Wooldridge señalan un hecho evidente: la gente tiende a dar el bienestar por dado, olvida las causas que lo provocan y se rebelan cuando sus expectativas no se cumplen.

La gente tiende a dar el bienestar por dado, olvida las causas que lo provocan y se rebelan cuando sus expectativas no se cumplen

¿Por qué la economía USA ha visto debilitada su energía creadora? Por un lado, la brutal expansión de los programas sociales, poco conocida en Europa, ha reducido los incentivos de los individuos a considerar el esfuerzo y el trabajo como el eje del american way of life. El 55% de los hogares reciben en metálico o en especie recursos del sector público. Esa extensión de las prestaciones sociales ha reducido la propensión al ahorro de las familias y de los ciudadanos y, con ella, la inversión en stock de capital, lo que es imprescindible para incrementar la productividad.

En el capítulo de las pensiones, las proyecciones son poco optimistas. En los próximos 20 años, el número de americanos mayores de 65 años se incrementará en unos 30 millones de personas, mientras la fuerza laboral se prevé que lo haga en unos 14. Esto se traducirá, ceteris paribus, en un problema financiero y social de enorme magnitud. Sin una profunda reforma, los impuestos habrán de crecer, los beneficios sociales recortarse o ir a una crisis fiscal. Esos tres elementos, cualquiera de ellos resta potencial de crecimiento a la economía, a la productividad y, por tanto, al nivel de vida de las futuras generaciones.

Sin una profunda reforma, los impuestos habrán de crecer, los beneficios sociales recortarse o ir a una crisis fiscal

Por otra parte, América ha registrado en las últimas tres décadas un explosivo incremento de la regulación, que actúa como un impuesto sobre los dos principales activos de los emprendedores: su tiempo y su capacidad de lanzar nuevas iniciativas. EE. UU. es una de las economías con mayores regulaciones en los mercados.

A modo de anécdota, para abrir un restaurante en Nueva York, es necesario obtener permisos de 11 diferentes agencias. La creación de nuevas compañías, motor básico de la innovación en el capitalismo americano, ha sufrido un abrupto descenso en los postreros quince años. La visión clásica de USA como una economía libre o, mejor, como el símbolo del capitalismo competitivo es pura leyenda.

Por último, las tres grandes revoluciones realizadas por América en educación; la creación masiva de escuelas de primaria en el siglo XIX y eso mismo referido a la secundaria y a la terciaria en el XX ha sufrido un considerable deterioro salvo en la universitaria. Esta es una de las razones de la reducción de la movilidad social en USA y, también, de las dificultades de amplios sectores del mercado laboral para adaptarse a las demandas de la nueva economía.

Más allá de los apremiantes desafíos de la actual coyuntura, esos son los problemas económicos de fondo que afrontan los EE. UU. Y ninguno de ellos conduce de manera inexorable a su declive si se actúa sobre ellos. La pregunta es, si la Administración entrante tiene una política capaz de abordar esas cuestiones. A priori, la respuesta es negativa. No parece dispuesta a reducir/reformar los programas sociales sino a aumentar su dotación, pretende introducir más impuestos y regulaciones y mantendrá una orientación proteccionista.

En el terreno económico, lo mejor que cabe esperar del tándem Biden-Harris es que cumplan lo menos posible su programa; lo peor que sucumban a los cantos de sirena de la izquierda del Partido Demócrata que tiene un peso inédito desde la candidatura presidencial de McGovern a comienzos de los años 70 del siglo pasado. Esto no va a ser fácil con un Congreso de mayoría demócrata.