El Gobierno pretende armonizar la fiscalidad sobre el Patrimonio, a la que seguirán, de acuerdo con las declaraciones realizadas por su presidente, la que recae sobre las Donaciones y las Sucesiones. La idea es fijar un tipo mínimo y obligatorio a escala nacional para esas figuras tributarias y, por tanto, imposibilitar la reducción y/o la eliminación de los impuestos que recaen sobre el ahorro de los ciudadanos. Esta iniciativa tiene un marcado sesgo centralista, porque priva a los gobiernos autonómicos de su competencia sobre unos tributos que les son propios y, también, ideológico porque refleja la enfermiza hostilidad de la coalición gubernamental a la riqueza.

El gabinete social-podemita no quiere que se bajen los impuestos, pero no pone obstáculo alguno a que se suban. Esto es, los contribuyentes no podrán beneficiarse de la gestión de los gobiernos autonómicos cuyo principal objetivo no sea el arrebatarles una parte sustancial de los frutos de su ahorro. Cuando una autonomía toma la decisión de renunciar a los ingresos procedentes de los impuestos que gravan ese activo, se autoimpone la obligación de realizar una gestión más eficiente de sus recursos. Esto se traduce en una mayor disciplina presupuestaria, en un freno a la expansión del gasto público y, por ende, en una contribución positiva a la estabilidad de las finanzas del conjunto de las administraciones públicas.

La desaparición de la competencia impositiva entre las autonomías es esencial para imponer desde arriba los programas redistributivos de la izquierda. Al suprimir la posibilidad de “votar con los pies”, de huir de la voracidad fiscal de los gobiernos autonómicos hacia jurisdicciones con una tributación menos onerosa, la izquierda estatal y periférica quieren encerrar a los individuos y a las empresas en una cárcel tributaria que tenderá a ampliarse. Si se quiere armonizar la imposición sobre la riqueza para evitar un dumping fiscal inexistente, esta medida no es suficiente. Habrá de hacerse lo mismo con la divergencia existente en los tramos autonómicos del IRPF. Conforme a la lógica armonizadora, todos los españoles con igual renta deberían soportar la misma tributación personal.

En la medida, hay un marcado sesgo centralista e ideológico, porque refleja la enfermiza hostilidad de la coalición gubernamental a la riqueza

En este contexto, Madrid es una anomalía y un mal ejemplo porque pone de relieve un hecho: es posible otra política y produce mayor bienestar para todos. Con impuestos y gasto público bajos, la economía madrileña no solo ha impulsado un vigoroso crecimiento de la economía y del empleo durante la última década, sino que ha mostrado una extraordinaria solidaridad. Aporta al Fondo de Garantía de los Servicios Públicos Fundamentales el 68% de todos los recursos. Por añadidura, las bonificaciones introducidas en la fiscalidad sobre Sucesiones, Donaciones, Transmisiones patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, no solo no han reducido la recaudación, sino que la han aumentado un 8,2% en 2019, postrero ejercicio para el que existen datos.

Desde el Ejecutivo se intenta transmitir la imagen de que Madrid es un paraíso fiscal cuando la realidad es otra muy distinta. La izquierda ha creado en muchas autonomías y aspira a crear a escala nacional un verdadero infierno fiscal. Nada impide a los gobiernos social-podemitas o a ERC reducir los impuestos en las comunidades autónomas en las que gobiernan. No lo hacen porque pretenden usar a los individuos y a las empresas como carne de cañón para financiar su insaciable deseo de gastar. En este contexto, el “voto con los pies” refleja algo evidente: el coste de sus políticas es superior a los beneficios que reportan a quienes las padecen.

La suprema ironía es que haya sido ERC, una formación que brama contra el centralismo y persigue la independencia de Cataluña, la que plantee una enmienda que constituye un torpedo a la línea de flotación, a los principios básicos del autogobierno: la autonomía fiscal. Ningún partido de esa naturaleza en ningún Estado descentralizado ha propuesto jamás una medida de ese tipo. Las proclamas federalistas de la coalición gubernamental carecen de toda credibilidad. Han saltado en pedazos.

Por eso, quienes defienden de verdad un sistema de organización territorial con el Estado descentralizado han de oponerse a los planes gubernamentales y plantear en coherencia con esa actitud un proyecto alternativo: el del federalismo competitivo, único modelo capaz de garantizar el binomio unidad-pluralidad, una administración financiera rigurosa de las autonomías y una salvaguarda de la libertad y de la Hacienda de los ciudadanos frente al desenfreno recaudatorio del Estado.