El Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de presentar sus previsiones de crecimiento para la economía mundial en 2020. España registra la mayor contracción del PIB de los países industrializados, un 12,8%. Esto no constituye sorpresa alguna, sino el certificado de una crónica ya anunciada.

Tampoco es una novedad el increíble Presupuesto recién aprobado por el Gobierno ni tampoco el resto de las medidas desplegadas por él. Se trata del típico triángulo de las Bermudas socialista, más gasto, más impuestos, más regulaciones, en el que desaparece cualquier signo de vida que se introduce en él. En este contexto es importante elevarse por encima de la coyuntura para visualizar el modelo de sociedad y de economía al que la vieja Hispania se dirige.

El Gabinete social podemita está aprovechando las oportunidades ofrecidas por la crisis, la ventana de Overton abierta por el binomio pandemia-depresión para desarrollar un proyecto de cambio de régimen económico. Todas sus medidas conducen por designio, por coyuntura o, para ser precisos, por una mezcla de ambos a configurar sistema socioeconómico controlado por el Estado.

No hay ni una sola iniciativa gubernamental dirigida a mejorar o fortalecer el funcionamiento de una economía de mercado

A tal fin se está creando un aparato estatal gigantesco, ineficiente y ruinoso. No hay ni una sola iniciativa gubernamental dirigida a mejorar o fortalecer el funcionamiento de una economía de mercado. Según parece, la única misión de la España productiva es servir a ese propósito. Y es que la izquierda gobernante contempla a las empresas bien como un animal a abatir en su versión podemita bien como una vaca a exprimir en su componente socialista. Y los dos ven a los ciudadanos como hechos imponibles a exprimir.

En estos momentos, 15,1 millones de españoles viven de manera directa o indirecta de la Administración y 15,8 millones obtienen sus ingresos en el mercado. Esas son en realidad, por encima de cuestiones ideológicas, las Dos Españas: una productiva, que genera riqueza, otra que la vampiriza.

Sin duda, muchos de los empleados del sector público producen bienes necesarios, por ejemplo los que desempeñan funciones básicas del Estado, pero el gasto púbico destinado a ellas es una proporción insignificante del coste de un sector público que es básicamente una maquinaria de redistribución de rentas de una clamorosa ineficiencia, presidida por un colosal derroche. Esta afirmación se ilustra con un simple dato: antes de la crisis, el Estado podría cumplir las tareas que desempeñaba con una ratio gasto público-PIB del 35% en vez del 42%.

Pero el Gobierno no se conforma con eso. Quiere ahogar todavía más a las familias, a los autónomos y a las empresas que soportan sobre sus espaldas a la mitad del país. Ninguno de esos colectivos puede aguantar y, menos en medio de esta crisis demoledora, no ya una carga tributaria más elevada, sino la existente que impide a unos vivir y a las otras sobrevivir. Mientras las familias se arruinan y las compañías cierran, la industria política que la coalición gubernamental está edificando prospera con creciente vigor.

En ello se traduce el aumento de los programas de gasto estructural, que tienen vocación de permanencia y generan una poderosa coalición de beneficiarios dispuesta a defenderlos.

Los sacrificios que se han impuesto a los españoles no parecen merecer una mínima contención a sus despilfarros y ninguna muestra piedad hacia sus víctimas. La política del Ejecutivo está al servicio de los enormes intereses creados por el crecimiento exponencial del poder del Estado para conceder favores, para crear empleos improductivos y para otorgar subsidios, trenzado una red clientelar cada vez mayor. En este marco se inserta la injustificable decisión de elevar el salario de los empleados públicos y las pensiones mientras quienes los financian afrontan un escenario de empobrecimiento generalizado.

La política del Ejecutivo está al servicio de los enormes intereses creados por el crecimiento exponencial del poder del Estado para conceder favores, crear empleos improductivos y otorgar subsidios

La progresiva expansión de la actividad estatal es un incentivo para los buscadores de rentas y al capitalismo de amígueles como ilustra la basta literatura ofrecida por la teoría de la Elección Pública y la evidencia empírica. El sistema hacia el que avanza España conduce a una redistribución de los ingresos de las clases medias y bajas hacia los grupos de presión con mayor poder económico y político. Esta es el destino real de las políticas redistributivas desplegadas por el tándem PSOE-Podemos y sus aliados: una sociedad cautiva, incapaz de valerse por sí misma.

Keynes escribió en sus Ensayos de Persuasión unas palabras que retrata la filosofía de la alianza gubernamental: “El Partido Laborista (léase PSOE) dependerá siempre, para su éxito electoral, de apelar a las pasiones y envidias ampliamente difundidas, que encuentran su pleno desarrollo en el partido de la catástrofe (léase Podemos). Creo que esta simpatía secreta hacia el partido de la catástrofe es el gusano que roe las condiciones de navegabilidad de cualquier buque constructivo que pueda botar el Partido Laborista. Las pasiones de malignidad, envidia y odio respecto a aquellos que crean riqueza (…) difícilmente se asocian con los ideales para edificar un verdadero orden social”.

En la Rebelión de Atlas, Ayn Rand cuenta la fábula de una sociedad en la que los sectores productivos de la sociedad -empresarios, profesionales, autónomos, etc.-, hartos de la explotación e intervención del Estado abandonaron sus trabajos y dejaron la economía en manos del Gobierno. El resultado fue la parálisis/colapso del país. Aquí no va a hacer falta eso. La política implantada por el Gobierno se basta por si sola para reducir a la mínima expresión la iniciativa privada. Esta es la mala noticia. La buena es que es socialismo termina cuando se acaba el dinero y este Gobierno ni lo tiene ni lo va a tener.

La fórmula secreta para impulsar la prosperidad es antigua y no está de moda en España: derechos de propiedad, imperio de la ley, libertad política y económica y un gobierno decente que proporcione una red de seguridad a todos aquellos incapaces de adquirirla por sí mismos. En esa lista no caben ni una fiscalidad confiscatoria ni una injerencia abrumadora del Gobierno en la economía.