2019 se cerró con la COP25 de Madrid y el compromiso colectivo de una parte sustancial del sector financiero español de reducir la huella de carbono de las carteras de crédito, conforme al Acuerdo de París.

Además, la general aceptación y promoción de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas presagiaba la llegada, en 2020, del inicio de una nueva forma de hacer banca, alineada con los criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG).

Tanto el Acuerdo de París como la Agenda 2030, con sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), son dos de los pilares sobre los que se asienta la estrategia de la Comisión Europea, de 2018, actualmente en fase de revisión, sobre financiación del crecimiento sostenible, que recibió un nuevo impulso con el “Pacto Verde Europeo” y su asociado plan de inversión.

La Cumbre del Clima salva la cara con un acuerdo para ser más ambiciosos desde 2020

En el mismo mes de diciembre de 2019, la Autoridad Bancaria Europea animó a las entidades, por medio de su Plan de Acción sobre Finanzas Sostenibles, a comenzar a gestionar los llamados riesgos físicos y de transición sin aguardar a la aprobación formal de regulación.

El incipiente proceso de materialización de todos estos grandes principios se interrumpió en el mes de marzo de 2020, con la expansión del coronavirus. El calificado por el Banco de Pagos Internacionales, a inicios del año, como “cisne verde” (“green swan”), no se llegó a concretar, aunque sí lo hizo el riesgo de pandemia.

Por si a algunos les quedaban dudas, en otro de los inesperados giros de las últimas semanas, la pandemia no solo no va a detener la lucha contra el cambio climático, el otro gran reto global, sino que la va a acelerar.

Lo “verde” y lo “digital”, por ejemplo, como palancas para la aumentar resiliencia de nuestras sociedades, son verdaderos ejes de la estrategia de recuperación presentada por la Unión Europea a finales de mayo de 2020 (“Next Generation EU”).

La pandemia no solo no va a detener la lucha contra el cambio climático sino que la va a acelerar

Inesperadamente, es posible que el Banco Central Europeo (BCE), en su faceta supervisora, haya terminado de allanar el terreno, sutilmente, para la definitiva aplicación de los factores ASG de las Finanzas Sostenibles por los bancos de la Eurozona, tan pronto como la consolidación de la “nueva normalidad” lo permita.

En coherencia con su seguimiento del riesgo climático durante los ejercicios 2019 y 2020, el BCE publicó el 20 de mayo de 2020 la propuesta de “Guía sobre riesgos relacionados con el clima y medioambientales”, sometida a consulta hasta el 25 de septiembre. Sin embargo, como advierte el supervisor, a salvo de posibles ajustes en la fecha, desde el final de 2020, en el marco del diálogo de supervisión, “se solicitará que las entidades significativas informen al BCE de las prácticas que se aparten de las expectativas supervisoras descritas en esta guía”.

Con la agudeza habitual, el BCE señala que esta guía, como otras similares, “no es vinculante para las entidades, sino una base para el diálogo supervisor”, aunque pocas entidades tomarán la expectativa supervisora como una mera recomendación, en una clara manifestación de cómo el “soft law” puede convertirse en una herramienta tan eficaz como la propia ley para modular la conducta de las entidades supervisadas.

La expectativa supervisora toma cuerpo en 13 principios, que se desarrollan ampliamente a lo largo de las 53 páginas de la guía.

Christine Lagarde, durante una comparecencia en la Eurocámara

En lo esencial, las entidades tendrán que conocer el impacto de los riesgos climáticos y de los medioambientales en el entorno empresarial en el que operan y en su estrategia de negocio, en el corto, el medio y el largo plazo.

Tendrán que gestionarlos con la plena implicación del consejo de administración e incluirlos en los marcos de propensión al riesgo; establecer indicadores que reflejen la exposición a estos riesgos y que faciliten la toma de decisiones; incluir el riesgo ambiental y el climático en los procesos de adecuación del capital y de la liquidez, entre otros.

También deberán considerar el factor ambiental en la concesión de crédito y respecto de la cartera de inversión propia; ponderar el eventual impacto de las catástrofes ambientales en la continuidad de la actividad; evaluar cómo la actividad empresarial en este ámbito puede afectar a la reputación o suscitar reclamaciones legales; y divulgar información sobre la gestión de estos riesgos.

Como se puede apreciar, no es exagerado afirmar que nos encontramos ante un nuevo paradigma de las finanzas, del que esta guía no es sino una entre otras muchas expresiones, pues la tradicional forma de desarrollar la actividad bancaria, en la que durante décadas ha prevalecido lo financiero, tendrá que dar cabida a nuevas consideraciones y a determinados riesgos no financieros, con potencial reflejo en este último caso, de materializarse, en la esfera social y en la equidad que debe presidir las relaciones económicas y sociales.

Si el papel del BCE fue fundamental, forzando hasta cierto punto lo previsto en sus estatutos, en la salida de la anterior crisis financiera, también podría serlo en la etapa de superación de la crisis sanitaria y de gestión del siguiente gran reto colectivo, el del cambio climático.

*** José Mª López Jiménez es Doctor en Derecho y especialista en regulación financiera