El nombramiento de un amigo íntimo del presidente del Gobierno para una dirección general de nueva creación en el Ministerio de Transportes se añade a la ruidosa destitución de un alto cargo del Ministerio del Interior, en un momento en el que se vuelve a poner de actualidad el sistema de elección, nombramiento y cese de los directivos públicos.

Hay dos miradas posibles sobre el modo de abordar esta cuestión. Por una parte, la del político, que enfatiza la imprescindible confianza que precisa en las personas que forman parte de "su equipo" (por usar una expresión que se ha puesto de moda). Por otra, la de quienes –en la academia, la función pública o la mera ciudadanía- recalcan la necesidad de que las decisiones sobre los directivos se funden en los conocimientos, experiencia y aptitudes de las personas. En realidad, cuando se trata de la alta dirección pública, ambas miradas, la del mérito y la de la confianza, deben ser consideradas.

Los cargos directivos públicos que asumen responsabilidades importantes de gestión deben ser gestionados mediante un sistema que acredite su idoneidad y capacidades, que evalúe lo mejor posible su desempeño y que vincule a todo ello las decisiones de reclutamiento, carrera y relevo.

Así procuran hacer las cosas aquellas compañías privadas que intentan administrar su capital gerencial con prácticas de excelencia. No tiene por qué ser diferente en la Administración Pública, donde la profesionalidad de los directivos y la separación de estos del ciclo político debieran ser la pauta.

Pero, al mismo tiempo, en el ámbito público, el sistema debe ser capaz de articular los requerimientos de mérito y capacidad con la confianza del gobernante. Eso permite que la relación entre el directivo y su superior político se desarrolle con fluidez, y facilita que se pongan en marcha sin obstáculos las políticas decididas por quienes gobiernan.

Para conseguir esa articulación, los mecanismos de acceso, evaluación y remoción del directivo tienen que ser más flexibles que los que el régimen de función pública contempla para posiciones de carácter técnico, como las de policías, abogados del Estado o inspectores de Hacienda.

Los cargos directivos públicos que asumen responsabilidades deben ser gestionados con un sistema que acredite su idoneidad

En España, a diferencia de otros países, ese sistema de dirección pública capaz de articular y equilibrar eficazmente el mérito y la confianza está por construir. Dado que las reglas de la función pública ordinaria no son funcionales para los altos cargos, el campo ha quedado abierto a los partidos, y estos han capturado el espacio directivo de la Administración, que utilizan como si fuera suyo.

Así, nos hemos ido familiarizando con episodios como los que iniciaban este artículo, y acostumbrándonos a que gerentes de hospital, directores de museos o CEOs de empresas públicas sean relevados cuando cambia el color político de un Gobierno, o queden al arbitrio de las preferencias de un ministro.

La descapitalización del espacio directivo es una de las mayores carencias de nuestro sistema público. La dimensión de la franja de nombramientos políticos es un criterio útil para diferenciar entre países institucionalmente robustos, y los que lo son menos. En general, cuanto menor es el número de cargos a libre disposición de los partidos, mayor solidez institucional.

En España, este criterio nos aleja notablemente de los países que acostumbramos a usar como referentes, y nos aproxima a aquellos con los que no nos gusta compararnos. Por eso, una reciente declaración de 15 académicos y expertos de instituciones españolas y extranjeras urge a crear sin tardanza un régimen de dirección pública profesional, en el marco de las reformas que nuestro sector público necesita para liderar la salida de la crisis.

*** Francisco Longo es profesor de EsadeGov, el centro de Gobernanza Pública de Esade.