¿Quién no se ha enredado en un debate durante horas para acabar igual que empezó? Intercambiar puntos de vista es sano, pero no puede convertirse en un punto de bloqueo cuando el tiempo apremia. Y eso es justo lo que parece estar pasando con las aplicaciones de rastreo de contactos. En Europa, la decisión de qué app utilizar para informar a las personas de que han estado expuestas al coronavirus (Covid-19) está trayendo cola.

Mientras que unos 20 países ya han lanzado alguna herramienta, el lunes amanecimos con una carta conjunta de los responsables digitales y de innovación de España, Francia, Reino Unido, Alemania e Italia sobre su derecho a elegir los mejores sistemas de rastreo y a mantener su soberanía digital. Razón no les falta. El texto está claramente dirigido a la API recientemente lanzada por Apple y Google, cuyo diseño no ha sido sometido a escrutinio público.

Pero la publicación de su argumentario coincide con la relajación de las medidas de confinamiento, y con el consecuente aumento del riesgo de rebrote. Esta lentitud choca con los países asiáticos, como China y Singapur, donde estos sistemas han estado presentes prácticamente desde el principio de la pandemia.

Finalmente, y tras tantas quejas, tanto España como Alemania han aceptado usar el sistema de los gigantes de Silicon Valley, mientras que Francia, Italia y Reino Unido han optado por desarrollar sus propios modelos, los cuales podrían estar inspirados en gran parte en el de las big tech.

La lentitud de Europa choca con los países asiáticos, como China y Singapur

¿Por qué han perdido tanto tiempo discutiendo? Lo cierto es que no hay que perder de vista la importancia de este debate, ya que las aplicaciones de rastreo podrían suponer una gran amenaza contra la privacidad.

En China la descarga es prácticamente obligatoria, mientras que, en la India, aunque es 'oficialmente voluntaria', algunos organismos y empresas obligan a sus trabajadores a instalarla bajo la amenaza de multas e incluso de penas de cárcel. Además, ambas aplicaciones registran la ubicación del usuario, lo que permite a sus gobiernos controlar dónde ha estado cada persona en cada momento.

La descarga voluntaria de estas apps y la prohibición de rastrear la ubicación son dos de las recomendaciones fundamentales de la organización Access Now, dedicada a los derechos humanos, la política pública y el activismo por la defensa del Internet abierto y libre.

Entre sus directrices de diseño también incluye características como que las aplicaciones requieran el consentimiento del usuario para recibir y emitir notificaciones y que funcionen de forma descentralizada. Lo chocante es, precisamente, que la API de Google y Apple cumple todos estos requisitos mientras que la de Reino Unido, uno de los países más críticos con el sistema, funcionará de forma centralizada.

La experiencia tecnológica y la presencia de los sistemas operativos de ambos gigantes en casi el 100% de los teléfonos inteligentes del mundo han sido los factores clave para que su API haya adquirido tanto protagonismo.

No obstante, otros países han lanzado o están trabajando en sus propios sistemas, con muy buenas cualidades de privacidad y sin depender de las big tech. Es el caso de Singapur, que además fue el primer país en lanzar su app y cuya gestión de la pandemia fue alabada en sus inicios. No obstante, a medida que ha ido relajando las medidas de confinamiento ha experimentado un rebrote con un número de casos mayor en abril que en marzo.

Se trata de un gran ejemplo de que, por mucha tecnología que se incorpore, los sistemas automatizados de rastreo por sí solos no bastan para controlar la pandemia. Muchos expertos coinciden en que, ante la novedad de la estrategia, es imposible saber si realmente funcionará y que los esfuerzos deberían centrarse en los rastreadores humanos. El propio desarrollador de la app singapurense, Jason Bay, afirma que su sistema simplemente aspira a "complementar el rastreo manual, no a sustituirlo".

Los sistemas automatizados de rastreo por sí solos no bastan para controlar la pandemia

El rastreo manual es ejecutado por equipos humanos que entrevistan a los infectados para averiguar a quién han podido contagiar previamente y localizar a dichas personas para valorar sus riesgos y ofrecerles recomendaciones. Se trata de una labor dura y compleja y, por supuesto, cara. En España se calcula que ya hay cerca de 2.000 rastreadores trabajando, una cifra insuficiente si tenemos en cuenta que podría hacer falta un rastreador por cada 3.000 habitantes en EEUU, según una investigación del Centro Johns Hopkins para la Seguridad Sanitaria del país.

Si extrapolamos ese dato, España necesitaría cerca de 15.000 personas dedicadas a esta tarea, es decir, más de siete veces más de las que hay ahora mismo.

Así que, mientras el mundo va levantando sus medidas de confinamiento para reactivar la economía y contentar a algunos sectores de la población, la mayoría de los países todavía no ha implementado sistemas automatizados de rastreo y los esfuerzos manuales no llegan ni de lejos a las dimensiones requeridas.

Y, aunque cualquier iniciativa debe velar por la privacidad y la seguridad de las personas, en la pandemia el tiempo corre en contra nuestra. Me encantaría debatir sobre esto durante horas delante de una cerveza, pero si seguimos dedicando el tiempo a debatir en lugar de a actuar, puede que dentro de poco las terrazas ya no sigan abiertas.