Si en la historia siempre ha habido clases, la era de la pandemia mundial de coronavirus (Covid-19) no iba a ser menos. Aunque llevo toda la vida trabajando y hace más de una semana que no salgo de casa, por primera vez en mi vida me siento de la clase alta. ¿La razón? Tengo acceso a los que considero los artículos de lujo de la cuarentena: un balcón y una buena conexión a Internet. Poder salir a tomar el aire sin riesgo de contraer la infección se ha convertido en un privilegio, al igual que poder hacer videoconferencias con amigos y familiares. Y si estas cosas son un lujo, es, precisamente, porque no están al alcance de todo el mundo.

En el plano inmobiliario, no podemos culpar a los arquitectos por no haber incluido ni un triste balconcito en los planos de sus edificios, ni por haber diseñado pisos interiores. Pero sí podemos hablar de cómo, en algunas ciudades, las plataformas de 'economía colaborativa' como AirBnB han reducido la oferta de vivienda para alquileres residenciales y la han convertido en pisos turísticos. Pero como mi columna va de tecnología, centrémonos mejor en el otro artículo de lujo: una buena conexión a Internet.

Si esta situación hubiera tenido lugar hace tres décadas, solo podríamos habernos comunicado por teléfono. Hace 15 años, podríamos haber intentado mantener una conversación entrecortada por Skype con nuestros amigos más techies. Pero ahora todo es diferente. Ahora podemos hablar por videoconferencia con varios amigos a la vez como si estuviéramos en un bar (doy fe porque lo he hecho). Ahora hay músicos que dan conciertos virtuales a través de Instagram y profesionales del deporte que suben clases enteras a YouTube. Ahora estamos aislados, sí, pero gracias a Internet no estamos solos… al menos, no todos.

Poder salir a tomar el aire sin riesgo de contraer la infección se ha convertido en un privilegio, al igual que poder hacer videoconferencias

Es muy probable que, como yo, ya lleve metido en casa varios días, así que estará pensando que lo que le cuento no es nuevo, que ya se lo sabe, ya lo leído en algún sitio o lo ha vivido. Y aquí es, precisamente, donde vuelve a entrar la diferencia de clase, el lujo y el privilegio. El martes leí un tuit de una profesora que había empezado a impartir sus clases por Internet. Pero, en lugar de alegrarse de tener herramientas para poder hacerlo, la docente se lamentaba: una de sus alumnas no tiene ordenador ni conexión a Internet.

La hiperconectividad que tanto nos está ayudando a la mayoría no está al alcance de todos. En este momento, más del 8 % de la población española todavía no tiene acceso a la red, según el Instituto Nacional de Estadística. Así que, mientras usted lee esta columna gracias a su conexión y sus dispositivos, ese 8 % sigue encerrado en casa sin poder acceder a tutoriales, sin poder hacer videollamadas y ni asistir a conciertos y actividades culturales virtuales.

Es cierto que también se están haciendo cosas fuera del plano digital. Esto días hemos sido testigos de algunas iniciativas vecinales, como la de los residentes de esa urbanización que juegan al bingo de ventana a ventana (si no ha visto el vídeo, le recomiendo que lo busque). Es bonito, ¿verdad? Pues ahora vuelva a acordarse de todas las personas que viven en pisos interiores. Y si usted es una de ellas, al menos espero que también forme parte de ese 92 % de españoles que sí tiene acceso a internet.

Cuesta creer que en pleno siglo XXI todavía se den situaciones así en España. Que mientras hay quien se dedica a pedir la llegada del 5G, en este país todavía hay gente que ni siquiera tiene ordenador. Así que la próxima vez que salga a su balcón a leer un periódico online y hacer una videollamada con sus seres queridos, piense que no todo el mundo tiene esa suerte. Aunque el coronavirus no entiende de ideologías ni niveles de renta, siéntase afortunado y recuerde que las condiciones de su aislamiento también son una cuestión de clase.