Europa tendrá que resolver en los próximos meses uno de los grandes dilemas que hay en la mesa del Consejo de Ministros: mientras la Comisión Europea empuja para que Europa invierta casi un 2% de su PIB en la lucha contra el cambio climático y la transición verde, el BCE aprieta, y, los frugales se vuelven hacia los países periféricos (Italia, Grecia, España y Portugal, principalmente) recordándoles hay que cumplir con la disciplina fiscal y volver a la senda de la austeridad. ¿Resulta posible ejecutar las políticas del Pacto Verde Europeo al tiempo que se regresa a la disciplina fiscal y la reducción del gasto público? No parece ahora mismo lo más conveniente.

Históricamente Europa ha estado siempre en el centro de la lucha contra el cambio climático y la búsqueda de un futuro más sostenible. A medida que el mundo enfrenta la urgencia de reducir las emisiones de carbono y mitigar los efectos del calentamiento global, Europa ha asumido un papel de liderazgo al promover un ambicioso plan destinado a transformar la economía del continente y reducir su impacto ambiental.

Lo que quizás resulta ahora más relevante en comparación con otros grandes planes europeos del pasado es que en esta ocasión, además de una necesidad acuciante, la ejecución del plan supone una importante oportunidad de negocio que la industria europea no puede dejar atrás. La economía circular, la producción de energías renovables y la eficiencia energética en todas sus vertientes están llamadas a ser un revulsivo en materia de empleo, en la reducción general de los costes de producción y en la aparición de nuevos negocios asociados a la producción sostenible que resultan hoy irrenunciables.

Si bien es cierto que el plan es muy ambicioso: el lanzamiento del Green Deal supone la búsqueda de la neutralidad climática para 2050 y la asunción por parte de Bruselas de un papel de liderazgo en diplomacia climática, lo que está presionando a otros países para revisar sus objetivos, no lo es menos que el reto presenta significativas amenazas. Partiendo de la base de su fragmentación política en veintisiete Estados, cada uno con sus agendas verdes y sus prioridades fiscales, la dependencia de combustibles fósiles es su principal talón de Aquiles.

Más allá de la resistencia al cambio puesta de manifiesto por algunos sectores de la industria y de la urgencia en el diseño de un plan de amplio consenso, las dificultadas dentro de la órbita de la inversión para la financiación del plan son cruciales. Mientras que los países frugales se quedan sin argumentos para exigir restricciones debido a la importante reducción del déficit público de los países del sur desde 2022, la Comisión se estruja los sesos para dar continuidad a los Next Generation con un enfoque exclusivamente verde después de 2026.

No será fácil. Además de volver a un esquema de deuda mancomunada (la responsabilidad de devolver lo gastado recae en todos los Estados) hay que superar la crítica a la ejecución del actual MRR, que argumenta que los países con más fondos no han sido capaces de invertir los fondos de acuerdo con sus planes de transformación de la economía y que más bien lo que han diseñado son esquemas de reparto entre regiones y municipios, cuando no con las grandes empresas, para tapar agujeros, sellar grietas y pegarle un lavado de cara las infraestructuras públicas.

Si se mira el problema desde otra óptica más pegada a la realidad se puede concluir que realmente Europa ya cuenta con numerosos instrumentos para financiar la transición ecológica: ahí están la iniciativa Repower que financia con más de doscientos millones de euros la inversión masiva en energías renovable o el Innovation Fund, que cuenta con mil millones de euros para financiar tecnologías innovadoras por parte de empresas para la descarbonización. Y esto por no hablar del actual Marco de Recuperación y Resiliencia, que prevé invertir más del 40% de sus fondos en proyectos de energías renovables entre los que cabe destacar el hidrógeno, el biogás, la eólica, o la fotovoltaica.

Si gran parte de los instrumentos financieros están ya previstos, ¿por qué no podemos hablar todavía de la gran oportunidad que representa este paquete de estímulos verdes? Pues porque todavía quedan grandes escollos que salvar, entre ellos el de la inseguridad jurídica, pero también el del estímulo de la financiación privada. Anclada en sus tradicionales esquemas de financiación, los programas europeos son excesivamente garantistas y eso está provocando que gran parte de las convocatorias y resoluciones se retrasen. Ante esta gran incertidumbre las empresas han optado por paralizar inversiones y posponer proyectos de innovación, lo que ha redundado en una drástica solicitud de crédito a la banca tradicional. Un círculo vicioso que requerirá energía y decisión para romper una dinámica que retrasa a Europa en sus planes de crecimiento a medio plazo.