Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española, durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'.

Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española, durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'.

La libertad en el siglo XXI

La libertad de la comunicación: de las conquistas pasadas a los retos del presente

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I

Está tan asentada la libertad de comunicación en los Estados democráticos de Derecho, en cualquiera de sus proyecciones, de opinión o de información, y en todos los medios, que es natural que la consideremos una libertad antigua, de las de la primera generación constitucional, y absolutamente consolidada. Se extiende a todos los medios de comunicación y está garantizada frente a las injerencias de los poderes públicos. Es una libertad configurada como un derecho subjetivo que pertenece a cualquier ciudadano, pero que cuando se ejerce a través de los medios de comunicación, escritos o audiovisuales, está tambié al servicio de la formación de una opinión pública libre, de ciudadanos capacitados para participar en la sociedad democrática.

Pese a su imagen de libertad conquistada en los inicios del siglo XIX, la libertad de comunicación, tal y como la concebimos en la actualidad, afloró en las vidas de los ciudadanos de las sociedades occidentales hace muy pocos años. Las conquistas han sido lentas y se han consagrado mucho tiempo después de que la libertad de prensa apareciera declarada en los primeros textos constitucionales.

La libertad de comunicación empezó a plantearse como un problema desde que la invención de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg multiplicó la producción de libros y de lectores sobre temas distintos de los estrictamente religiosos. También estimuló la proliferación de hojas sueltas y panfletos, que empezaron a utilizarse en el debate político. Una de las primeras solicitudes de inmunidad para opiniones contenidas en pasquines tuvo lugar en sede parlamentaria: fue la que elevó Tomás Moro, cuando presidía el Parlamento inglés, a Enrique VIII. De esa época inicial del siglo XVI procede el establecimiento de las autorizaciones para publicar o la censura previa.

En la Europa continental esa es una función que se entregó al Santo Oficio; en Inglaterra la asumió la Star Chamber o Cámara Estrellada. Los impresores llevaban sus obras a autorizar, la Cámara se asesoraba de los gremios especializados por razón de la materia, y la Company of Stationers, o Compañía de Libreros, llevaba un registro de las obras autorizadas.

Desde luego el régimen de autorización previa o prior restraint era esencial cuando empezó a generalizarse el uso de panfletos políticos. Pero no era el único método eficaz porque también se empleaban profusamente los procesos por libelo. Estos eran tan importantes y eficaces que cuando se suprimió la Cámara Estrellada en 1642, la consecuencia no fue que la libertad estallase de forma inmoderada, sino que se mantuvo un sistema muy asfixiante de acciones judiciales. Había, en Inglaterra, procesos contra libelos criminales,  utilizables sobre todo para las ofensas contra la religión; acciones contra libelos obscenos, que protegían la moralidad pública contra escritos literarios y publicaciones generales; libelos privados, que protegían la reputación individual; y, en fin, existían las acciones por libelo sedicioso, que permitía la imposición de sanciones penales. En el ámbito de este último había una especialidad más grave para las informaciones que ofendían dolosamente al gobierno. Todo este sistema se transportó sin variaciones a las colonias americanas en las que se aplicaron los procedimientos por libelo en los mismos términos en que en el common law inglés.

En los Estados del continente Europeo, los modelos habían sido históricamente España o Francia, dominados, en cuanto a las intervenciones sobre la libertad, por la vigilancia de la Inquisición o por los Consejos o tribunales señoriales o reales. La represión penal contra los usos considerados desviados de la expresión de ideas, daban lugar a sanciones infamantes, torturas judiciales o a penas capitales de enorme crueldad.

Las reacciones filosóficas contra este estado de cosas forman una brillante y muy emocionante literatura en la que sobresalieron el Tratado Teológico- Político de Baruch Spinoza, publicado en 1670; los Ensayos sobre la tolerancia de John Locke, escritos a partir de 1667 ( aunque su primera Letter concerning Toleration fue publicada en 1685), y el Tratado sobre la Tolerancia de Voltaire, publicado en 1763, teniendo a la vista la indignidad de lo ocurrido en el proceso contra Jean Calas. 

Antes, pensando en el caso particular de Inglaterra y la ley de censura aprobada en 1662 (Licencing Act), se había publicado la Areopagítica de John Milton, obra fundamental en la lucha intelectual contra la censura, asumida también por Locke, que sumó fuerza bastante para provocar la derogación de esa práctica. 

En Francia menudearon, en los tiempos cercanos a la revolución de 1789, los escritos que seguían a los autores mencionados. Muy especialmente la Memoire sur la liberté de la presse de 1788, redactada por Malesherbes en 1788, y un panfleto firmado por Mirabeau, que como él mismo explicó, copiaba sin desviaciones la Areopagítica de Milton. 

A España estos escritos llegaban a la corte del atemorizado Carlos IV, que hizo lo que pudo por impedir que se difundieran, aunque con muy poco éxito.

Estos ataques determinaron una nueva regulación de la libertad de comunicación  que tuvo un brillante reflejo en los textos constitucionales. Inglaterra siguió con su sistema de common law, al amparo de la Constitución histórica no escrita. En Estados Unidos se aprobó el 15 de diciembre 1791 la Primera Enmienda a la Constitución que prohibía al Congreso aprobar una ley limitando la libertad de expresión o la libertad de prensa ( “Congres shall make no law respecting…”). Se había adelantado la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en Francia el 26 de agosto de 1789, artículo 11: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo ciudadano puede, pues, hablar, escribir e imprimir libremente sin perjuicio de responder por el abuso de esa libertad en los casos determinados por la ley”. Y en España, los constituyentes gaditanos no esperaron a debatir la Constitución para proclamar la libertad de imprenta, sino que se anticiparon con el Decreto de 10 de noviembre de 1810, cuyo tenor literal recuerda el texto francés: artículo 1, “Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto”.

'La libertad de la comunicación: de las conquistas pasadas a los retos del presente', por Santiago Muñoz Machado

No son pocos los escritores, incluso especializados que han marcado las fechas indicadas como las de la emergencia de la primera libertad, la de opinar y expresar el pensamiento e informar, en el mundo civilizado. Pero la verdad es que las proclamaciones indicadas no caminaron muchos pasos más allá de los textos que las contenían. En Francia y en España el momento de la consagración fue revolucionario y la libertad de imprenta se recibió con euforia. Según E. Hatin en el periodo que va desde 1788 a mayo de 1789 se escribieron más de tres mil folletos; alguien llegó a pensar que se había acabado la era de los libros, sustituidos por los periódicos (L. Blanc), y hubo, de esta nueva literatura, según el gran J. Michelet, una “verdadera erupción”. Pero el resultado de tanto entusiasmo no fue la consagración de la libertad, sino la turbación y la represión, que se inició de inmediato. Se manifestó la declinación en la misma época revolucionaria, al debatirse la Constitución de 1791, cuando fue muy difícil encontrar posiciones comunes sobre el artículo 11 de la Declaración , antes transcrito. Una resolución de pocos días después de proclamada esta prohibía la difusión de impresos que no hubieran sido previamente depositados: comenzaba otra vez la regulación limitativa de la libertad de impresión.

Napoleón explicó brillantemente en el Consejo de Estado, en 1808 y en 1809 las razones por las que no se podía evitar la censura previa y era improcedente seguir el modelo inglés. Un decreto de 5 de agosto de 1810, que se mantuvo en vigor prácticamente hasta las mitad del siglo, restableció la censura y volvió a poner en vigor, incluso agravadas, las horribles medidas del Reglamento de imprentas de 1723.

En España la evolución de la libertad de imprenta corrió una suerte equiparable. Tras los retrocesos impuestos por el retorno del absolutismo hasta la muerte del Fernando VII en 1833, las Cortes decidieron hacer una nueva ley, que se  promulgó el 15 de noviembre de 1836. Tomaba nota, expresamente, de “los excesos de la imprenta” para establecer nuevas normas que conciliasen “la libertad de prensa con la seguridad del Estado”. Puedo prescindir de explicar los detalles de esta Ley y de las sucesivas que jalonaron el difícil camino de la libertad de prensa desde entonces hasta la Constitución vigente de 1978.

II

Vuelvo atrás, sin embargo, para exponer cuánto tiempo tardó el mundo constitucional de Derecho en salir de estos vaivenes y opresiones para situarse definitivamente en el lugar de la libertad de prensa. Y cómo ocurrió.

Es justo reconocer que la gran renovación jurídica e intelectual en esta materia se forjó en EEUU y pasó desde allí en Europa.

La idea, manejada por algunos analistas de que la Primera Enmienda de 1791 prohibió al Congreso hacer leyes contra la libertad de prensa y que desde entonces la prensa norteamericana ha gozado de la libertad que en los últimos decenios la hemos visto disfrutar, es por completo errónea.

Por lo pronto, a quien prohibía la enmienda hacer leyes restrictivas de la libertad de prensa era al Congreso de los EEUU, no a las legislaturas de los Estados, que siguieron regulando la prensa a su gusto. La regla de la Primera Enmienda era una norma de competencia, que restringía la intervención federal, no la de los Estados.

Pero incluso la regulación federal fue ejercida gracias a interpretaciones flexibles aceptadas por el Tribunal Supremo. La primera vez que ocurrió fue cuando el gobierno apreció que necesitaba protegerse frente a la avalancha de ideas revolucionarias que llegaban desde Francia. El Congreso aprobó a este propósito la Sedition Act de 1798. No era una ley de prensa pero restringía la libertad de información. Más de un siglo después, cuando Estados Unidos entró en la  I Guerra Mundial, en 1918, se planteó directamente la compatibilidad de la Primera Enmienda con discursos antibelicistas que podían conducir a la insubordinación de los reclutados. Dos sentencias del Tribunal Supremo, con ponencias del juez Holmes, responden a la legitimidad de las restricciones: Shenk v. US de 1919, en la que se acuerda condenar a panfletistas antibelicistas. Y Abrams v. US de 1919, en la que aparece el concepto de “mercado de las ideas”.

Lo que siguió aplicándose es el vetusto sistema inglés de las acciones por libelo que he resumido antes. Se mantuvo plenamente vigente. Antes incluso de la independencia de las colonias, hubo un caso crítico en el que se manifestó la total traslación a América del modelo sin matices. Fue el asunto Zenger de 1735. Lo protagonizó el Gobernador de Nueva York William Cosby por las opiniones publicadas contra él en el New York Weekly Journal.  Fue la ocasión para que un brillante abogado, Andrew Hamilton, hiciese una explícita demanda de que se dejara de aplicar al caso el régimen de los libelos sediciosos (que reprimían las ofensas a la autoridad). Convirtió el asunto en una “ causa de la libertad” y postuló el abandono de la tradición del common law. Consiguió una sentencia absolutoria que, sin embargo, no se llegó a establecer una doctrina que se repitiera. Siguieron dominando los principios del libelo sedicioso en todos los Estados para defender a las autoridades de cualquier manifestación ofensiva contra el ejercicio de su cargo.

Para la jurisprudencia que emergió en el primer periodo de guerra mundial, la primera sentencia importante del Tribunal Supremo fue la citada Shenck v. United States de 1919, con ponencia de O.W. Holmes. Se imputaba a unas personas por haberse organizado, pública y dolosamente, para imprimir y distribuir entre los reclutas un pasquín que pretendía provocar insubordinaciones y amotinamientos. También se las acusaba de haber usado el servicio postal oficial para enviar correspondencia prohibida conforme a la ley de espionaje. Lo que estaba en el fondo es si las circunstancias excepcionales que estaba viviendo el país permitían utilizar la prensa o cualquier medio de comunicación para expresar ideas contrarias a la política belicista. El Tribunal Supremo estimó en la sentencia Shenck que las condenas que habían acordado los tribunales y la ley en que se basaban, aunque restringían la libertad de palabra, eran conformes con la Constitución. El ponente Holmes aplicó el test del clear and present danger (peligro claro e inminente) para evaluar los hechos. Consideró que las conductas de los sujetos condenados eran, por sí mismas, susceptibles de provocar esta clase de peligro por afectar a la política bélica asumida por los representantes legítimos de la nación. 

La sentencia fue severamente criticada por algunos compañeros de la universidad en la que había profesado Holmes, especialmente Zechariah Chaffee (lo hizo en un artículo titulado “Freedom of speech in war time”, publicado en la Harvard Law Review de junio 1919), de Harvard, a pesar de que el test aplicado mejoraba el “de la mala tendencia” (bad tendency test) con el que hubiera bastado la apreciación de que el discurso podía generar efectos negativos para que fuera legítima su represión.
 
Holmes tuvo oportunidad de rectificar su posición en Shenck con ocasión del siguiente caso importante, en el mismo contexto bélico, de aplicación de las leyes de excepción, el caso Abrams v. United States, también de 1919. Se examinaba en esta sentencia la compatibilidad de la condena de un ciudadano norteamericano, judío de religión, que había distribuido propaganda, escrita en yidish, en la que criticaba al gobierno norteamericano por haber enviado tropas a Rusia. La ponencia de Holmes fue acogida por la mayoría del Tribunal, que consideró que la condena y la ley en que se basaba eran conformes con la Constitución. Pero Holmes preparó uno de sus más famosos votos particulares, al que se adhirió el juez Brandeis, sobre los límites de la libertad de expresión. 

El párrafo central de este voto es uno de los textos más importantes de la historia jurisprudencial sobre la libertad de palabra. Escribió: “La persecución de opiniones me parece perfectamente lógica. Si uno no alberga dudas sobre sus premisas o su poder y quiere con todas sus fuerzas lograr un resultado determinado, es natural que exprese sus deseos mediante el derecho para eliminar toda oposición … Pero cuando los humanos se han dado cuenta de que el tiempo ha frustrado muchas doctrinas pueden llegar a creer, incluso más de lo que creen en los fundamentos mismos de su conducta, que la mejor manera de alcanzar el bien último es a través del libre intercambio de ideas, que el mejor test para la verdad es que la idea pueda ser aceptada en la competición del mercado, y que la verdad es la única base sobre la que sus deseos pueden realizarse. Esta es, al menos, la teoría de nuestra Constitución. Es un experimento, como la vida entera es un experimento. Constantemente tenemos que poner en juego nuestra salvación a partir de alguna profecía basada en conocimientos imperfectos. Mientras ese experimento sea parte de nuestro sistema, creo que deberíamos estar siempre alerta frente a intentos de controlar la expresión de opiniones que detestamos, e incluso que consideramos muy peligrosas, salvo que amenacen de manera tan eminente con una interferencia inmediata en los legítimos y urgentes propósitos del derecho, que se requiera un control inmediato para salvar al país”. 

La doctrina que contenían los votos particulares de Holmes y Brandeis tenía raíces evidentes en Milton y, después, en Locke, y sirvió de base a una abundante jurisprudencia posterior. Destaco, bastantes años después, sentencias frente a la expansión de las ideas comunistas como Whitney v. California de 1927, Yates v. United States de 1957, Noto v. United States y Scales, ambas de 1961. Una época muy caracterizada de estas sentencias que aplicaron la Sedition Act de 1798 fue la que se produce en los años posteriores a la revolución rusa. Por ejemplo, Hitlow v. New York de 1925, las mencionadas Whitney, Yates y Noto entre otras. En esta línea se situaron también las sentencias generadas con el macartismo y la caza de brujas, cuyo primer exponente fue la sentencia Dennis v. United States de 1951, a la que siguieron otras varias de los años 50. 

Esta interpretación, que admitía amplias restricciones de la libertad de expresión, no fue flexibilizada hasta muchos años después. La argumentación favorable se basó en que la primera enmienda no prohibía la censura como habían hecho otras constituciones, y sólo vinculaba al Congreso Federal. Seguía aplicándose mucha legislación estatal que establecía formas de censura y, desde luego, aplicaciones de todas las formas de libelo.
 
Los abusos de la censura previa en relación con la libertad de comunicación y el ámbito de protección derivado de la primera enmienda fueron superados finalmente en la sentencia New York Times Co. v. United States de 1971, relativa a los papeles del Pentágono. 

El Washington Post y el New York Times empezaron a publicar documentos clasificados concernientes a la guerra de Vietnam. Aunque no hubo una reacción gubernamental ante las primeras entregas, el gobierno federal, siendo presidente Nixon, solicitó a los tribunales de distrito que prohibieran la publicación. Un tribunal no aceptó la petición respecto del Washington Post, pero sí ordenó al New York Times que se abstuviera de publicar. El periódico impugnó la resolución y el Tribunal Supremo adoptó una sentencia per curiam, con votos particulares concurrentes de todos los magistrados, en la que aceptaba que toda restricción previa de la libertad de prensa tiene en su contra una “pesada presunción contra su validez constitucional”, por lo que el gobierno tiene la grave obligación de justificar la restricción. Esta exigencia no había sido satisfecha.

Se puede, no obstante, concluir que la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos había venido aceptando con toda normalidad las leyes reguladoras de la libertad de comunicación y la censura previa en momentos excepcionales en que la seguridad nacional estaba afectada.

Pero no hay en ella rastro alguno de doctrina que afecte a la confrontación de la libertad de expresión con derechos de otras personas, como el honor o la intimidad personal. 

De hecho, la primera enmienda no impidió que se conservara íntegra la tradición del common law sobre libelos. El derecho de libelo formaba parte del Law of Torts, que había venido distinguiendo tradicionalmente tres grandes grupos: intentional torts, negligents torts y strict liability torts; categorías que servían para medir la intensidad de la responsabilidad.

Este Law of Torts fue objeto de una revisión definitiva y radical en la sentencia New York Times v. Sullivan de 1964. Conecta con posiciones de algunos comentaristas a la interpretación de la primera enmienda, entre las que destaca el libro de Alexander Meiklejohn Free Speech and Its Relation to Self-Government, Harper & Brothers, Nueva York, 1948.  

El asunto New York Times v. Sullivan se enmarca en la lucha por la libertad de prensa en el contexto de la lucha contra la segregación racial, que había dado lugar a sentencias tan importantes como Brown v. Board of Education de 1954. Con ocasión de una de las detenciones de Martin Luther King en Alabama, un “Comité para la defensa de Martin Luther King” mandó publicar un anuncio a toda página en el New York Times en el que denunciaba la “ola de terror sin precedentes” a que estaban siendo sometidos, por parte de la policía y las autoridades, los estudiantes sureños que defendían los derechos constitucionales. El gobernador de Alabama y el comisionado de asuntos públicos y supervisor de la policía de Montgomery, L.B.Sullivan, enviaron cartas de rectificación al periódico, que no fueron publicadas, lo que determinó una inmediata acción de Sullivan pidiendo una fuerte indemnización. El tribunal condenó al periódico. Se planteó la apelación ante el Supremo, que aceptó examinarla y pronunciarse. Fue ponente el juez Brenan. La sentencia supuso un cambio en el Law of Torts tradicional.

La nueva interpretación se enfrenta a ciertos errores en la información, que no considera relevantes argumentando que, si cualquier mínima desviación de la verdad pudiera determinar una condena, la libertad de prensa desaparecería. La prensa necesita un breathing space para sobrevivir. La conclusión general de New York Times v. Sullivan es la legitimidad del debate “desinhibido, robusto y ampliamente abierto” en cuyo marco son lícitos los “vehementes, cáusticos y a veces desagradables y afilados ataques contra el gobierno”. 

El test aplicado alude a que la carga de la prueba no puede corresponder al demandado. Que basta con que no haya malicia real, es decir que no se publique algo falso sabiendo que lo es, y matizando el deber de diligencia dependiendo de si el personaje es público o privado, si el asunto es de interés general o no, o si el espacio donde se ha desarrollado la noticia es público o privado. 
 

III

En Europa, que es región mucho más inclinada a propiciar cambios a través de la legislación que por iniciativas de la jurisprudencia, los mismos principios fijados en New York Times v. Sullivan, acabaron imponiéndose en las décadas finales del siglo XX, gracias a la concurrencia de tres fuerzas jurídicas casi simultáneas: la gran renovación de las Constituciones ocurrida al término de la II Guerra Mundial, con textos que ampliaban y garantizaban todos los derechos fundamentales, entre los cuales la libertad de expresión; la aprobación y ratificación por los Estados de la Convención Europea de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales de 1950, dotada, como última garantía de la eficacia de los derechos, de un Tribunal (Tribunal Europeo de Derechos Humanos). Y la jurisprudencia de ese Tribunal que se sumaba a la doctrina muy renovadora establecida por los Tribunales Constitucionales de los diferentes Estados. Años más tarde, el sistema de garantías sería reforzado por el Carta Europea de Derechos Fundamentales de 2000 y la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión.

Las Constituciones aprobadas desde la posguerra hasta la Constitución española de 1978 reconocieron la libertad de información en los términos más amplios. El artículo 20 de esta última compendia las proyecciones de esa libertad:  alcanza la expresión y difusión  de pensamientos, ideas y opiniones, mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción; y a comunicar y difundir información veraz por cualquier medio de difusión. El límite de la libertad lo marcan los derechos reconocidos en la propia Constitución y, en especial. El derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia. Se prohíbe expresamente la censura previa.

A escala supranacional europea, la Convención de 1950, artículo 10 repite y precisa más esos mismos conceptos:


1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas, sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras. El presente artículo no impide que los Estados sometan a las empresas de radiodifusión, de cinematrografía o de televisión, a un régimen de autorización previa.

2. El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos”.
No obstante estas declaraciones, la práctica jurisprudencial en la mayor parte de los Estados europeos se ha mantenido anclada en las ideas preconstitucionales sobre los límites de la libertad de prensa, en términos parecidos a la doctrina al uso en EEUU antes de New York Times v. Sullivan.

En España se mantuvo, por ejemplo, pese al artículo 20 de la Constitución, la idea de que las ofensas a los políticos y cargos públicos merecían una condena agravada. Esta jurisprudencia no cambió definitivamente hasta la sentencia del TC Crespo Martínez 6/1988, diez años después de aprobada la Constitución.

En Inglaterra, sin embargo, el cambio en la interpretación de los límites de la libertad de prensa se ha debido a la directa influencia de las sentencias del TEDH Handyside de 7 de diciembre de 1976, Sunday Times de 26 de abril de 1979, Observer y Guardian de 26 de noviembre de 1991 y Sunday Times de la misma fecha. Todas pusieron de manifiesto la incompatibilidad con el artículo 10 del Convenio de algunas previsiones legales y prácticas judiciales británicas ancladas en el common law. En materia de crítica política el derecho tradicional británico construyó, como ya he indicado, la figura del libelo sedicioso, que permitía condenar las informaciones de cualquier clase contra el gobierno y otras instituciones del Estado, aunque se probara que su contenido era veraz. Las sentencias citadas obligaron a salir de ese bucle antiguo y llevaron a que el Parlamento británico aprobara la Human Rights Act de 1998, que incorpora al Reino Unido los derechos garantizados por el Convenio Europeo. Fue una renovación constitucional histórica, llevada a término por escrito, en un país donde no existe Constitución escrita, para superar la vetusta interpretación de algunos derechos fundamentales.

La gran renovación europea del contenido y límites de la libertar de expresión y comunicación  se ha debido, sobre todo, a la influencia del TEDH interpretando el artículo 10 de la Convención de 1950.

El punto de partida es que la libertad de expresión es un derecho esencial para la sociedad democrática: la construcción de la doctrina está basada en los tres grandes leading cases Handyside c. Reino Unido de 7 de diciembre de 1976, Sunday Times c. Reino Unido de 26 de abril de 1979, y Lingens c. Austria de 6 de julio de 1986. 
La  doctrina general está en Lingens v. Austria, del TEDH de 8 de junio de 1986, que sigue siendo el caso líder. Se refiere a la publicación, en la revista Profile de Viena, de las vinculaciones del canciller Bruno Kreisky con un miembro de las SS. Las acciones emprendidas por Kreisky ante los tribunales acabaron con un periodista condenado a penas de prisión por difamación. La doctrina que establece Lingens es la misma procedente de New York Times. El debate político y la opinión pública necesitan del concurso de los medios de comunicación y, por tanto, “los límites de la crítica admisible son más anchos respecto de un hombre político, considerado en esta cualidad, que de un simple ciudadano: a diferencia del segundo, el primero se expone inevitablemente a un control atento de sus hechos y gestos, tanto por los periodistas como por la masa de los ciudadanos; debe, en consecuencia, mostrar mayor tolerancia”.

Fijó Lingens algunos parámetros para valora los contenidos lícitos de la libertad, distinguiendo entre información y opinión; las informaciones relativas a personajes públicos y personas privadas; entre las producidas en espacios públicos o en entornos privados; y aceptando, en fin, que deben excluirse las exposiciones que oculten la verdad maliciosamente, pero no las que se han aproximado a la verdad con una indagación seria, aunque la exposición final resulte parcialmente errónea. Tratamiento distinto de las informaciones, que deben atenerse a la verdad, y las opiniones, que son esencialmente libres.

Muchas sentencias posteriores a Lingens han añadido elementos de interpretación interesantes, que han contribuido a fortalecer la libertad y hacer más seguro su ejercicio. Por ejemplo, la terminante prohibición de censura previa (asuntos Appleby y otros c. Reino Unido de 6 de marzo de 2003 y Ogzur  de 16 de marzo de 2003). Los términos en que debe exigirse que las noticias tengan una base fáctica suficiente; aplicación del test de la necesidad de la injerencia y la doctrina del margen de apreciación, que tienen enorme importancia en la jurisprudencia ( partiendo de las citadas de New York Times y Lingens); aplicaciones de  la exceptio veritatis, alcance de la obligación de determinar la verdad: exclusión de la prueba diabólica; la falta de veracidad por omisión.  La matización del test del carácter público del personaje para reconocer la prevalencia de la libertad de información en el caso de políticos o personajes con relevancia (caso Hannover c. Alemania de 24 de junio de 2004), etc.

Como he indicado, todos los tribunales estatales europeos utilizan continuamente la jurisprudencia del TEDH, pero hay una innovación continua para atender problemas  que no tienen precedentes jurisprudenciales claros. Por ejemplo:

    • Modulaciones a la excepción del “reportaje neutral”: SSTC 62/2025, de 11 de marzo y 101/2025 de 28 de abril: “…si bien la fiabilidad de la fuente y la confianza derivada de su profesionalidad pueden justificar que el deber de comprobación sea menos exhaustivo que cuando la doctrina procede de fuentes menos fiables, tal credibilidad de la fuente no puede llevar a eximir en estos casos a los medios de su deber de diligencia atendidas las circunstancias que en cada caso concurran”.  El deber de diligencia y de respeto a otros derechos fundamentales debe modularse en relación con las noticias obtenidas de medios profesionales solventes como son las agencias de noticias. 


    •  STC 100/2025 sobre la diferencia entre libertad de expresión y libertad de información. Dice que “no es siempre nítida” y que “las dificultades se acrecientan cuando se contextualiza el ejercicio de una y de otra en el ámbito de las redes sociales, pues el uso de las herramientas digitales convierte a sus usuarios en creadores de contenidos, emisores, difusores y reproductores de esos contenidos. La STC 8/2022, de 27 de enero, recuerda la sentencia del TEDH Delfi AS c. Estonia de 16 de junio de 2015 (que recoge otras anteriores) que establece como hecho indiscutible que Internet constituye una herramienta sin precedentes para el ejercicio de la libertad de expresión. Analiza en qué supuestos estamos ante narraciones de hechos y cuándo ante simples opiniones.


    • La STC 27/2020, de 24 de febrero, trata de los límites a la publicación de fotografías cuando no tienen relación con la noticia o carecen de valor informativo. Incluso las llamadas “fotografías neutrales” que no contienen información sobre las personas pero las hacen reconocibles. 


    • STC 139/2001 sobre el derecho de rectificación como garantía de la libertad de información. Comenta la evolución interpretativa del contenido de ese derecho y, tomando referencia de otras sentencias anteriores, advierte que “la sumariedad del procedimiento verbal … exime sin duda al juzgador de una indagación completa tanto de la veracidad de los hechos difundidos o publicados como de la que concierne a los contenidos de la rectificación, de lo que se deduce que, en aplicación de dicha ley, puede ciertamente imponerse la difusión de un escrito de réplica o rectificación que posteriormente pueda revelarse no ajustado a la verdad. Por ello, la resolución judicial que estima una demanda de rectificación no garantiza en absoluto la autenticidad de la versión de los hechos presentada por el demandante, ni puede tampoco producir, como es obvio, efectos de cosa juzgada respecto de una ulterior investigación procesal de los hechos efectivamente ciertos”. … “El órgano judicial no está llamado a contrastar la veracidad de la contraversión, pero tampoco lo está a asegurar la concesión automática del derecho de rectificación …. En suma, los órganos judiciales ejercen una función de control jurídico de los requisitos legales de la rectificación instada (STC 99/2011 de 20 de junio, fj 2), pudiendo ‘rechazar a limine, mediante inadmisión de la demanda, aquellas pretensiones de rectificación manifiestamente improcedentes (art. 5, párrafo segundo, de la Ley Orgánica 2/1984)”.

IV

El enorme cuerpo jurisprudencial que en la actualidad forman las jurisprudencia del TEDH y la de los Tribunales Constitucionales y Supremos han abordado casi todos los conflictos imaginables en materia de libertad de expresión. Cuando la comunicación tiene lugar a través de medios de comunicación escritos o audiovisuales, la doctrina establecida ofrece criterios muy debatidos sobre los límites de la libertad.

Pero al tiempo que esta doctrina sobre la libertad en los medios se ha desarrollado, ha surgido con fuerza un fenómeno que es antiguo, concerniente al uso de la libertad en las calles y plazas públicas. Estos discursos son consecuencia de la ruptura del monolitismo religioso, cultural y racial de las sociedades occidentales. Y también del reconocimiento por igual de los derechos de los ciudadanos.

 ¿Cómo se aplican los límites en este entorno? Un ejemplo de importancia es el denominado “Hate Speech” o “discurso del odio”. Supone un reverdecimiento de la intolerancia e impone la necesidad de reconstruir algunos aspectos de la doctrina consolidada en materia de libertad de expresión. 

En la jurisprudencia norteamericana el caso líder es Skokie: una manifestación nazi en un pueblo habitado mayoritariamente por judíos cuyas familias sufrieron el holocausto. El ayuntamiento aprobó ordenanzas disuasorias, que fueron superadas por los manifestantes. El Tribunal aplica los tests tradicionales, pero añade una apelación a la tolerancia y a la necesidad de discutir las ideas de todo el mundo. La noción holmesiana del “mercado de las ideas” retorna.

Otros ejemplos americanos son R.V.A. v. St.Paul Minnesota de 1992. Una ordenanza prohíbe colocar símbolos agresivos por razón de raza, religión o sexo. Pero ¿se puede prender fuego a una cruz en el jardín de una casa de una familia negra? Ponencia de Scalia: las prohibiciones de la ordenanza son desproporcionadas. Virginia v. Black de 2003: no siempre la quema de una cruz es un acto de intimidación.  Y Brandenburg de 1969, que es el leader case de toda esta línea jurisprudencial: tiene que ver con el discurso del líder del KKK ante una cruz ardiendo en el que, entre otras cosas, proclamó: “Los negros a África y los judíos a Israel”. La alocución fue transmitida en directo por la televisión local.  Recogiendo principios que ya estaban en Whitney v. California de 1927,  el Tribunal resolvió que la mera defensa de una acción violenta e ilegal está protegida por la primera enmienda, y que sólo si incita o produce un peligro inminente es ilegal. Se trata de la aplicación del test del “clear and present danger” de Abrams. Ha habido múltiples aplicaciones de esta doctrina, inclusive a la quema de banderas como en la sentencia Texas de 1989. 
El TEDH, a falta de una mención específica en el Convenio de 1950, ha utilizado, para combatirlos, el abuso de derecho contemplado en el artículo 17. Sobre discursos del odio que generan violencia, las sentencias del TEDH Zana de 5 de octubre de 1997, Surek de 8 de julio de 1999, y Oztürk de 28 de julio de 1999, todas contra Turquía. El TEDH pone a disposición de sus usuarios un resumen general de su jurisprudencia sobre Discours de haine. Hay causas para muchos tipos de odio: racial, religioso, contra el orden democrático o “negacionista” y revisionista; apología de los crímenes de guerra, terrorismo, discursos homófobos y xenófobos, agresivos contra la identidad nacional, injurias políticas.

Cuando los discursos de odio están dirigidos a altas autoridades del Estado el TEDH, se ha mostrado en sus sentencias mucho más abierto y permisivo que los tribunales españoles. Ejemplos en las sentencias Otegui Mondragón (2011), Castells (1993) y Stern Taulats y Roura Capellera contra España de  13 de marzo de 2018. Quema de fotografía de los reyes Juan Carlos y Sofía en una plaza de Gerona, condenada por los tribunales españoles, incluido el TC en su sentencia 177/2015. 

Son muy importantes sobre manifestaciones de la libertad de expresión en la calle y lugares públicos, las sentencias en materia de vestimentas y símbolos con connotaciones religiosas. Por ejemplo, Leyla Shahim de 10 de noviembre de 2005. Dijo el Tribunal que las prohibiciones de uso de símbolos religiosos tienen por objeto crear un clima de tolerancia y evitar presión social sobre los estudiantes que no quieren llevar velo. Es decir, según la doctrina, la intolerancia perniciosa radica en quien usa el velo y no en quien lo prohíbe.  En relación con los símbolos, el caso más importante es el del crucifijo en las escuelas, al que se refieren las dos sentencias Lautsi c. Italia del TEDHde 3 de noviembre de 2009 y 18 de marzo de 2011. La primera bastante radical al declarar su incompatibilidad con la información neutral en materia religiosa, lo que dio lugar a un debate escandalizado y potente, y la segunda más moderada en cuanto a sus enunciados y sus consecuencias.  

V

  Estudiados los límites de la libertad de expresión en los dos contextos esenciales: la expresada a través de los medios de comunicación y la que tiene lugar en los establecimientos públicos y calles o plazas, podemos plantear el serio asunto de la libertad de comunicación en Internet.

¿Es Internet una plaza pública o un medio de comunicación? La pregunta está relacionada con la libertad de expresión y comunicación a través de las redes, es decir, con la cuestión de si puede aplicarse el régimen de limitaciones, siempre relativas a la salvaguarda de los demás derechos, que afectan a la libertad cuando se canaliza a través de los medios escritos o audiovisuales, o disfruta Internet de la misma libertad, prácticamente sin cortapisas, con que se emplea en las calles.

Desde finales del siglo XX, cuando la potencia de Internet creció y la red de redes se universalizó, se generalizó también el optimismo sobre los beneficiosos efectos que esta  revolución tecnológica traía a las nuevas sociedades digitales. Internet se consideró un espacio abierto, que rompía con los monopolios de los medios de comunicación tradicionales, en el que cualquier ciudadano podía poner a disposición del público información sin tener que pasar por ninguna clase de intermediarios. Cuando nació Internet se describió como “un espacio apasionado por la libertad” según lo denominó el Consejo de Estado francés en su informe Internet et les réseaux numériques de 1998. En su génesis Internet vivió un momento libertario. Fue un espacio soberano sin interferencias. La realización del mito de una sociedad anárquica.

Se pasaba del clásico modelo de la prensa y el audiovisual como modelos de comunicación verticales y unidireccionales a un modelo descentralizado.

Para hacer posible esta naturaleza abierta y espontánea de Internet, este debía ser libre, a diferencia de lo que ocurría en el mundo audiovisual. Así lo resolvió el TS norteamericano en la sentencia ACLU v. Reno de 1997, que lo definió como un “vasto foro democrático”. El año anterior la Communications Decency Act había consagrado la “regla de oro” de la inmunidad de los proveedores de servicios por los contenidos publicados por terceros. Se partía de la regla de que los operadores de Internet eran neutrales y no participaban en el proceso comunicativo. Además se asumió el principio del “buen samaritano” que protegía a los proveedores de Internet por sus políticas de moderación, amparando que pudieran eliminar contenidos de terceros que a su juicio fueran ofensivos u obscenos, aunque estuvieran protegidos por la libertad de expresión, siempre y cuando actuaran de buena fe.

Quedaba así establecido un doble sistema de irresponsabilidad para las plataformas digitales: por lo que publicaran terceros en ellas y por la moderación de contenidos que llevasen a cabo. 

El crecimiento de la utilización de Internet con abiertas lesiones de los derechos de terceros y como un medio eficacísimo para manipular la información y difundir falsas noticias, alimentó la necesidad de establecer medidas de control. En EEUU se ha optado básicamente por la autorregulación de las grandes plataformas, en Europa por una regulación pública,

Los riesgos de manipulación de la información se hicieron especialmente visibles cuando estalló el escándalo de Cambridge Analytica. Esta empresa había recopilado datos de millones de usuarios por medio de una aplicación ( denominada This is Your Digital Life). Mediante una serie de preguntas elaboraba perfiles psicológicos de usuarios y recabó datos personales de los contactos a través de Facebook. Consiguó hasta 87 millones de perfiles que utilizó para prestar asistencia analítica a las campañas de Ted Cruz y Donald Trump en la presidenciales norteamericanas de 2016. También se acusó a la empresa de haberse interferido en la campaña del Brexit, aunque la investigación no pudo demostrar que la intromisión fuera “significativa”. Cuando estalló el escándalo, Facebook pidió disculpas, su principal directivo Mark Zuckerberg testificó ante el Congreso de Estados Unidos y se impusieron multas importantes a la empresa.

Años después, Elon Musk adquirió Twitter (2022) y su amistad con Donald Trump, elegido presidente para un segundo mandato al término de una campaña que estaba comenzado entonces, generalizó la preocupación por la influencia de las redes en la opinión pública y, en particular, en los procesos electorales. Se ha creado lo que se ha dado en denominar un “capitalismo de vigilancia” que nos engancha a lo digital, penetra en nuestras vidas, revende la información y nos convierte en productos de mercado. 

Por otro lado, el uso de Internet para la difusión de todo tipo de comunicaciones ha transformado la red en un entorno primitivo, anárquico y sin límites, en el que ha sido preciso restablecer formas de limitación y censura (G.M. Teruel Lozano, “Libertad de expresión, censura y pluralismo en las redes sociales: algoritmos y el nuevo paradigma regulatorio europeo”, en el libro de F. Balaguer y L. Cotino Derecho público de la inteligencia artificial, Comares 2003).

Someter Internet a los principios y valores de las Constituciones y Declaraciones de Derechos es el objetivo de las regulaciones europeas y de la jurisprudencia que se ha enfrentado a los límites de la comunicación en la red. Internet es una plataforma sin precedentes para el ejercicio de la libertad de expresión, con muchísimas posibilidades de comunicación y de intercambio. Es, en la actualidad, “ el principal medio de la gente para ejercer su derecho a la libertad de expresión y de información …” (STEDH de 18 de diciembre de 2012, asunto Ahmet Yildirim c. Turquía).  Esta concepción milita en contra de la aplicación de la censura porque esta es una práctica erradicada por el constitucionalismo desde sus orígenes.

En Europa, a partir de 2016, se produjo un gran cambio respecto de la responsabilidad de las plataformas digitales a raíz de la sentencia Delfi c. Estonia de 16 de junio de 2015, donde el Tribunal de Estrasburgo concluyó que no violaba el Convenio que un Estado responsabilizara a los portales de Internet “si no toman medidas para eliminar comentarios claramente ilegales sin retraso, incluso sin previo aviso de la presunta víctima o de terceros”. Esta doctrina se consolidó muy rápidamente. Suponía el reconocimiento de que Internet estaba sometido a la disciplina general de la libertad en los medios de comunicación. El Tribunal de Justicia de la UE se encaminó en la misma dirección a partir de la Sentencia Sánchez c. Francia de 2 de septiembre de 2021,  y  las sentencias de 22 de junio de 2021 y 26 de abril de 2022, resumiendo esta posición (con referencia al artículo 11 de la Carta Europea de 2000, aplica los límites a la libertad de expresión propios de los medios de comunicación).  

Se ha pasado de la inmunidad casi absoluta a otro modelo en el que las plataformas se enfrentan a una especie de culpa in vigilando. La consecuencia ha sido, sin embargo, que las plataformas en Europa han de contar con un mecanismo de control y filtrado previo, lo cual supone una importante restricción o un medio de difusión;  una limitación, por tanto, al derecho de libertad de expresión (lo ha dicho el TJUE en las sentencias de 3 de octubre de 2019 y 26 de abril de 2022 en referencia a los derechos del art. 11 de la Carta Europea de 2000).

Estas posibilidades de filtrado y moderación de contenidos, ejercicios por la empresas privadas que son dueñas de las grandes plataformas de Internet, plantean serios problemas de posible censura ilegítima cuando se ejerce arbitrariamente, por estrictas razones comerciales o políticas. Puede ser censura directa o vicaria, si se decide de forma instrumental por determinación de algún poder político. El resultado puede ser la desinformación o la difusión de noticias falsas. Es un problema que no tiene una respuesta terminante hasta la actualidad.

La regulación que más ha avanzado para impedir la difusión en red de comunicaciones ilegítimas es la que concierne a la salvaguardia de los derechos individuales. En La Unión Europea estas regulaciones comenzaron, pocos años después de la citada Sentencia Delfi, con la aprobación de la Directiva 2000/31/CE, de 8 de junio de 2000, sobre servicios de la sociedad de la información. Fue transpuesta al ordenamiento jurídico español mediante la  Ley de 11 de julio de 2002 sobre servicios de la sociedad de la información y comercio electrónico. Ambos textos han sido modificados por disposiciones posteriores. Sus prescripciones vigentes al día de hoy son las siguientes:
El artículo 8 regula las restricciones a la prestación de servicios en Internet que incluyen medidas para interrumpir su prestación o para retirar datos que vulneran algunos de los principios que el precepto recoge; esto es, a) la salvaguarda del orden público, la investigación penal, la seguridad jurídica y la defensa nacional; b) la protección de la salud pública o de las personas físicas o jurídicas que tengan la condición de consumidores o usuarios, incluso cuando actúen como inversores; c) el respeto a la dignidad de la persona y al principio de no discriminación por motivos de raza, sexo, religión, opinión, nacionalidad, discapacidad o cualquier otra circunstancia personal o social; d) la protección de la juventud y de la infancia; e) la salvaguarda de los derechos de propiedad intelectual.

La adopción de medidas de restricción debe respetar, según los apartados finales del artículo 8.1, las garantías y normas de procedimiento previstas en el ordenamiento para proteger los derechos a la intimidad personal y familiar, a la protección de los datos personales, a la libertad de expresión o a la libertad de información, cuando pudieran ser lesionados. 

Cuando el órgano competente acuerde una interrupción para la que sea necesaria la colaboración de los prestadores de servicios de intermediación, el órgano competente puede ordenar a los prestadores que suspendan el servicio  (artículo 11). 

El artículo 14 regula el régimen de responsabilidad de los operadores de redes y proveedores de acceso. Estos operadores y prestadores, que presten servicios de intermediación, no serán responsables por la información transmitida salvo que ellos mismos hayan originado la transmisión, modificado los datos o seleccionado estos o a los destinatarios de dichos datos (apartado 1). 

El artículo 15  regula la responsabilidad de los prestadores de servicios que realizan copia temporal de los datos solicitados por los usuarios. Estos prestadores no son tampoco responsables del contenido de los datos ni por su reproducción temporal siempre que: a) no modifiquen la información: b) permitan el acceso sólo a los destinatarios que cumplan las condiciones impuestas a tal fin por el destinatario cuya información se solicita; c) respeten las normas generalmente aceptadas y aplicadas por el sector para la actualización de la información; d) no se interfieran en la utilización de una tecnología generalmente aceptada y empleada en el sector con la finalidad de obtener datos sobre la utilización de la información; y, finalmente, e) si retiran la información en cuanto tengan conocimiento efectivo de que, 1º “ha sido retirada del lugar de la red en que se encontraba inicialmente. 2º que se ha imposibilitado el acceso a ella. O 3º. Que un tribunal u órgano administrativo competente ha ordenado retirarla o impedir que se acceda a ella”. 

Los responsables de prestación de servicios de alojamiento o almacenamiento de datos no serán responsables de la información almacenada a petición del destinatario siempre que no tengan conocimiento de que la información es ilícita o que lesiona bienes o derechos de un tercero susceptibles de indemnización; o que, si lo tienen, actúen con diligencia para retirar los datos o hacer imposible el acceso a la información (artículo 16).

Y, en fin, los prestadores de servicios que faciliten enlaces a contenidos o instrumentos de búsqueda, no serán responsables por la información a la que dirijan a los destinatarios de sus servicios con las mismas condiciones antedichas, es decir, que no tengan conocimiento efectivo de que la actividad o la información a la que remitan o recomienden es ilícita o lesiona bienes o derechos de un tercero susceptibles de indemnización, o que, si lo tienen, actúen con diligencia para suprimir o inutilizar el enlace correspondiente. Existe la presunción de que hay conocimiento efectivo cuando un órgano competente haya declarado la ilicitud de los datos y ordenado su retirada, o hubiera declarado la existencia de la lesión y el prestador conociera la correspondiente resolución (artículo 17).

Otro orden diferente de garantías se refiere al control de las decisiones automatizadas, cuando pueden afectar a derechos o intereses de los ciudadanos. Esta clase de resoluciones están vinculadas al diseño de los algoritmos que rigen la operación informática. Es preciso que el algoritmo permita un comportamiento neutral cuando en la resolución están implicados derechos: especialmente los concernientes a la no discriminación o la protección de bienes y valores acordes con la Constitución. Para que se pueda controlar el algoritmo es necesario que su diseño sea accesible, no de caja oscura, o se facilite su acceso. 

El Tribunal Supremo español ya ha iniciado su jurisprudencia en materia de control de algoritmos desde la Sentencia Bosco de la Sala Tercera de 11 de septiembre de 2025 (núm. 1119/2025, recurso de casación n.º 7878/2024): BOSCO es la aplicación del Ministerio para la Transición Ecológica que se utiliza para determinar quien recibe el bono social, es decir, ayudas para consumidores vulnerables en materia del consumo eléctrico y calefacción.

En 2018, Civio  (organización de periodistas, independiente, sin ánimo de lucro y que persigue conseguir la rendición de cuentas de las instituciones) solicitó al Ministerio para la Transición Ecológica el acceso a los datos y al código fuente que utilizaba BOSCO para determinar quién podía/debía tener acceso al bono social y quien no. El código fuente son las instrucciones y comandos de funcionamiento del programa. Tras una desestimación inicial por silencio administrativo, Civio reclamó ante el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (CTBG). En febrero de 2019, el CTBG resolvió estimar parcialmente la petición: concedió el acceso a la documentación técnica y a los resultados de las pruebas, pero denegó el acceso al código fuente, argumentando que estaba protegido por el límite de propiedad intelectual.  

El asunto llegó al Tribunal Supremo que en la Sentencia mencionada concluye:  abrir un código fuente puede entrañar riesgos para la propiedad intelectual y la seguridad, pero que esos riesgos “por lo general, pueden ser previstos, lo que posibilita el diseño de la aplicación o programa informático fortaleciendo la seguridad del sistema”. Es más: a pesar de tales riesgos, “cabe afirmar, en sentido contrario, que la transparencia sobre el mismo puede contribuir, en iguales términos potenciales, a la mejora del código y fortalecimiento de su seguridad puesto que, por un lado, incentiva a la Administración a extremar las cautelas de seguridad en el propio diseño y control del programa informático y, por otro lado, su escrutinio por actores diversos e independientes permite aflorar vulnerabilidades inicialmente inadvertidas y posibilitar su corrección temprana”.

Los pronunciamientos de la Sentencia son importantes porque implican que, a partir de ahora, los poderes públicos tendrán la obligación de “explicar de forma comprensible el funcionamiento de los algoritmos que se emplean en la toma de decisiones que afectan a los ciudadanos para permitirles conocer, fiscalizar y participar en la gestión pública” en lo que el Supremo denomina una nueva “democracia digital”. 

La sentencia se hace eco de que la explicabilidad de los algoritmos es una “creciente demanda ciudadana” que se exige “como garantía efectiva frente a la arbitrariedad o los sesgos discriminatorios en la toma de decisiones total o parcialmente automatizadas”. Y es que “evitar la opacidad del algoritmo o el código fuente se muestra consustancial al Estado democrático de Derecho”.

El Tribunal Supremo habla de “transparencia algorítmica” y de transparencia en general en el Estado de derecho, declarando que es “un derecho constitucional ejercitable, como derecho subjetivo, frente a las administraciones públicas, derivado de exigencias de democracia y transparencia, e inseparablemente unido al Estado democrático y de Derecho”.

En resumen: “El progresivo desarrollo e implantación de la administración electrónica y el uso creciente de aplicaciones informáticas destinadas a la gestión de servicios públicos, con evidente trascendencia en los derechos de los ciudadanos, en la medida que determinan o condicionan el reconocimiento o denegación de derechos y prestaciones públicas, es decir, que operan como fuente de decisiones automatizadas, conlleva que la configuración y uso de los algoritmos en dichas aplicaciones adquieran una relevancia decisiva y exijan su transparencia”.

VI


Otros principios del régimen constitucional, formado durante dos siglos, con relación a los medios de comunicación escritos, se está abriendo paso y aplicando a la libertad de información en Internet. En algunos aspectos sin variaciones esenciales, en otros con ajustes importantes. Dos ejemplos de ambas formulaciones para terminar este análisis: el derecho de rectificación y el borrado de archivos o derecho al olvido.

Respecto del derecho de rectificación el gobierno español ha enviado a las Cortes, el 17 de diciembre de 2024, un proyecto de ley que hace extensivo tal derecho a lo publicado en medios digitales o plataformas en línea (circunscrita, en este último caso, a usuarios de especial relevancia -UER-, que alcanzan trascendencia a efectos de difusión de la información, igual o superior a los medios de comunicación social). Al tiempo, se aprovecha la reforma para mejorar algunos aspectos del ejercicio del derecho, regulado en una ley de 1984, como los relativos a la legitimación, inclusión de valoraciones si son imprescindibles para comprender el “contexto”…

Presenta una novedad importante en relación con el régimen de los medios de comunicación tradicionales, la consagración del “derecho al olvido” en Internet. En la prensa, las noticias que se publican quedan vinculadas para siempre a la edición y es posible consultarlas en cualquier momento, aunque con la carga de tener que visitar las hemerotecas (el acceso lo ha facilitado la creciente digitalización de estas, total o parcialmente). El acceso a Internet, desde cualquier ordenador o computador privado, teléfonos inteligentes incluidos, ha convertido los archivos en un problema para la protección de los derechos individuales, especialmente la reputación y la privacidad, cuando se mantiene el acceso a noticias falsas, incompletas o injustificadamente perjudiciales.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) se pronunció por vez primera sobre el alcance y límites del derecho al olvido digital en la Sentencia de 13 de mayo de 2014, dictada en el asunto C-131/12, en el procedimiento entre Google Spain S.L., Google INC. Vs. AEPD y Mario Costeja González (Google vs. España). La cuestión debatida fue el derecho de un ciudadano a que los buscadores de Internet no lleven a una noticia que afecta a una persona se mantenga accesible en Internet una información desmentida, desactualizada o rectificada legalmente. La Audiencia Nacional (Sentencia de 29 de diciembre de 2014) y el Tribunal Supremo(Sentencia de 4 de julio de 2016), después de pronunciarse el TJUE, aseguraron el derecho a impedir que los buscadores lleven de forma indefinida a una información perjudicial en ese sentido. 

Los pronunciamientos jurisprudenciales a favor del derecho al olvido determinaron que se recogiera en el Reglamento de Protección de Datos, artículo 17, y se incorporara en España a la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, en la que se produce el reconocimiento positivo del derecho al olvido digital (arts. 93 y 94).

El Tribunal Constitucional español dictó su primera sentencia sobre el olvido digital el 4 de junio de 2018.  Lo define como «una vertiente del derecho a la protección de datos personales frente al uso de la informática (art. 18.4 CE)», y como «mecanismo de garantía para la preservación de los derechos a la intimidad y al honor, con los que está íntimamente relacionado, aunque se trate de un derecho autónomo». Y respecto del contenido del derecho repite los términos de la regulación: «el derecho a obtener, sin dilación indebida, del responsable del tratamiento de los datos personales relativos a una persona, la supresión de esos datos, cuando ya no sean necesarios en relación con los fines para los que fueron recogidos o tratados; cuando se retire el consentimiento en que se basó el tratamiento; cuando la persona interesada se oponga al tratamiento; cuando los datos se hayan tratado de forma ilícita; cuando se daba dar cumplimiento a una obligación legal establecida en el Derecho de la Unión o de los Estados miembros; o cuando los datos se hayan obtenido en relación con la oferta de servicios de la sociedad de información». 

*** Santiago Muñoz Machado es director de la Real Academia Española y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española. También es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y director del Diccionario del español jurídico y del Diccionario panhispánico del español jurídico.