Joaquín Sabina es, a sus 76 años, una figura que trasciende la música. Es un cronista, un poeta de lo cotidiano y un experto en la geografía de los bares y las almas rotas.
Pero para entender la profundidad de sus letras y el cinismo tierno que lo caracteriza, es fundamental regresar a la España de la posguerra y a los años formativos de un joven que decidió que, antes que el uniforme, prefería el exilio.
Sabina nació en Úbeda (Jaén) en 1949, en una España todavía golpeada por la guerra y la miseria, hijo de un policía nacional y de una madre ama de casa.
Creció en una familia que, sin ser rica, vivía algo mejor que la mayoría, lo que le dejó desde niño una sensación incómoda de privilegio en un país de hambre.
A los 14 años empezó a escribir poemas y devorar libros, un refugio íntimo frente a la rigidez del entorno familiar y religioso. "A los 14 años, escribí mi primer poema. Era malo, pero no tanto como yo a esa edad", comentó.
Por esos mismos años formó con tres compañeros de estudios al grupo The Merry Youngs, con el que versionaba a Elvis, Chuck Berry o Little Richard en fiestas y locales provincianos.
Estudió con monjas carmelitas y luego el bachillerato en su ciudad, mientras la dictadura marcaba la norma y el silencio era una forma de supervivencia.
Años más tarde, en una charla sobre su infancia, contaría que la Úbeda de aquellos años era un lugar hermoso pero asfixiante, del que soñaba con escaparse desde muy joven.
En 1968, se marchó a Granada para estudiar Filología Románica, buscando por fin un ambiente menos cerrado que el de su pueblo.
Allí, se mezcló con círculos culturales y universitarios que cuestionaban abiertamente el franquismo, entre recitales y poesía, bares llenos de humo y reuniones clandestinas.
"Mi plato preferido eran las lentejas con chorizo que me preparaba mi madre cuando volvía de la universidad a Úbeda. Yo era algo que adoraba pero, esa vez, el plato se quedó sobre la mesa", relató el cantante en Ciudad Sabina.
Los recuerdos de Sabina
"Eran los últimos años del franquismo y yo, perseguido por la policía, porque éramos estudiantes antifranquistas y habíamos hecho alguna barbaridad, decidí exiliarme, buscar un pasaporte falso e ir a Londres", detalló.
"Se quedó ahí el plato de lentejas, mi madre se vistió de luto y dos años después vinieron mis padres a Londres, para romper ese nudo siniestro que se había creado con las lentejas, con un saquito de lentejas que cocinamos y disfrutamos ya todos juntos en familia", comentó sobre su exilio.
Para él, cada generación tiene "su ilusión juvenil y su desencanto" y en su caso la gran historia de amor perdida fue la revolución que nunca llegó como la soñaban en la facultad.
Con los años ha aprendido a bromear sobre su propio mito, pero sin negar el peso de aquellos días de estudiante insumiso: "He pasado de la adolescencia a la vejez sin pasar por la madurez", repite, como si aún se sintiera más cerca del chico que escribía versos en Úbeda que del señor que prepara su retirada de los escenarios.
