Gregory House, médico responsable del equipo de diagnóstico del Hospital Universitario Princeton-Plainsboro de Nueva Jersey, a uno de sus pupilos: “¡Perdona, bostezo porque intento demostrar aburrimiento!”. Queda usted perdonado, doc. Como para no caer en el tedio más ruin con esta programación que nos ha caído encima.

‘En tu casa o en la mía’. No, disculpad: ‘La tuya es la mía’. ¿O no era así? Mmmm…, ¿‘Mi casa es la tuya’? O, mejor dicho, ¿‘En mi truño o en el tuyo’? No tengo ni idea. Me hago la picha un lío, al final, con el dichoso título que le pusieron al programa y la de vueltas que ha dado hasta aterrizar, cómo no, en Telecinco. ‘El de Bertín’, para que nos entendamos. Ese por el que el mítico ‘crooner’, destripador de rancheras y ‘gemelier’ de Arévalo se levanta una pasta gansa.

Lo siento mucho, pero alguien tenía que escribirlo: no se ha visto cosa más fea en toda la campiña inglesa –avutarda común incluida– que el casoplón que Antonio Banderas se ha diseñado a las afueras de Londres. Es horripilante. Algo sobrecogedor. Una especie de motelucho posmoderno, megahortera y acristalado hasta el tuétano que, plantado ahí, en mitad del campiri, espanta a cualquier albanokosovar que se precie de serlo. “¡Hogar, dulce hogar!”, dirá algún hámster que otro, al verlo. Porque la cosa tiene toda la pinta de ser una de esas jaulas modernuquis para roedores con posibles. O un acuaterrario para tortugas de agua gigantes. Algo extraño, ya digo. Aterrador. Un atentado tan novorriquista como rampante.

Eso, por no hablar de esa camisa de saldillo que mostraba el lunes el actor a Bertín, como si fuese una joya de la corona, ufano y orgulloso de haberla cosido él mismo en esa universidad de alto y bajo costureo a la que se ha apuntado. Los hay que arrastran la crisis de los 40 hasta la mismísima setentena si les aplauden cada tontuna que idean, desde luego.

Hombre del Renacimiento. Bertín ‘dixit’. Sobre Banderas. Y no exageró. Ya que Antonio cocina, cose, plancha, cuece, enriquece, toca el piano, actúa, dirige, produce, canta, baila, tricota, diseña mandiles costureros y hasta saca algo de tiempo para dedicárselo al pesado de Bertín en esas visitas chorra que se pega el tío para que le cuenten lo incontable frente a las cámaras. Bertín y señora son como esos amigos pelma de nuestros padres que se plantaban los domingos ‘de visita’ y no se marchaban ni rociándolos con salfumán. Una pesadilla atroz.

Sale Bertín fuera de España para facturar una de sus bostezantes entregas y acaba en la inquietante jaula de cristal que Banderas ha levantado en Londres. La cosa no hay por dónde cogerla. Y eso que Antonio es un lujo de entrevistado. Un tipo cordial que se muestra dispuesto a contar todo aquello que uno quiera. El problema es que a Bertín se la suda, y mucho, lo que le cuentan. Lo suyo es ir calzando las preguntas del guión que le han pasado mientras resta los minutos que quedan para plantarse en la cocina de su anfitrión y liarla parda con los fogones. Resulta lógico que la entrevista, además de demasiado larga y babosa, pelotillera hasta el estrago, salga con tan poco ritmo. ¿Quién edita el resultado final? Porque lo cierto es que, entre una cancioncilla chorra y otra, lo difícil es no quedarse dormido.

De la paella, mejor no hablemos. Nos enteramos, gracias a un Antonio que mostró algo más que desparpajo en la cocina, de que algunas estrellas hollywoodienses llevan años zampando una falsa paella –rebosante de pimientos de todo color y condición– en casa de su compiyogui Banderas. Bertín, mientras tanto, seguía a lo suyo. Soplando vino de marca como si no hubiera un mañana, engullendo lonchas de jamón de bellota y molestando al anfitrión mientras cocinaba. Lo dicho. A este Bertín se la suda todo. Sigue en modo ‘Contacto con tacto’, al parecer. Fue incapaz, de hecho, de encender la cocina de gas de Banderas hasta que no lo intentó por tercera vez. Y se le quedó la misma cara que se debió poner el primer neandertal que controló el fuego. Muy del Cuaternario todo.