Tres son tres. ‘Three’. Tres -o una y trina; ya que todas ellas parecen haber sido cortadas por el mismo patrón: el del descerebre choni-, las princesas pueblerinas de la nueva trospidez. Marta, Yaya y Rym (¡vaya nombrecitos!). Futuras reinas de la insensatez en un país, éste, en el que, a la mínima de cambio, ejercer de princesa sin demasiadas luces puede llevarte, obligatoriamente, del megatrono al microbanquillo. O a renunciar a tus derechos dinásticos, que para el caso… Y es que somos mucho más de Schweppes que de Infanta de Naranja por estos pagos. De burbujas a capón. De limonadas sangrieras. Basta con mirar alrededor y fijarse bien en lo que hay. Monarquía bananera ésta, nación de naciones sandunguera, en la que sobrevivimos y en la que hasta los ‘dating shows’, sobre todo los que a la perfección facturan en Cuatro, andan repletos de aspirantes a reyezuelas de una tróspida Invernalia.

Un príncipe para tres princesas.

‘Un príncipe para tres princesas’ deja en mantillas la ficción para mostrar una dudosa realidad. No es ‘Juego de tronos’, no, ni nada que se le parezca; sino ‘Juego de troners’. Buscan y rebuscan, Marta, Yaya y Rym, mientras se retocan compulsivamente esas coletas y melenazas suyas, como gatas enceladas en un cubo de basura rebosante de oscuros pretendientes, a esa media naranja que añada desorden a sus vidas, estas Pepi, Luci y Bom del siglo veintiuno, feo, raruno y sentimental. Lo tienen claro estas tres criaturas. Insisten en protagonizar un cuento televisivo en el que, como se descuiden, acabarán únicamente dejándose cortejar por horrorosas y urdangarizadas ranas, pérfidos batracios de quita y pon.

‘Un príncipe para tres princesas’, producto nacional bruto y ‘cuatrero’, ha convertido ya, en tres entregas, la noche de los lunes en tiempos revueltos de patetismo y trospidez. Marca de la casa sobradamente conocida. Sesión continua de vergüenza ajena. Risas más que aseguradas. Horterez en vena y a chorrazo. Sociología de baratillo. Microhistorias de desamor. Ilusiones vanas. Usurpación de coronas. Horrorosos estilismos (sobre todo aquellos vestidos en los que se embute la presentadora, una Luján Argüelles desacomplejada y sin miedo al qué dirán). Sin embargo, el programa funciona. Tiene algo que no se puede dejar de ver. Será por el curro de edición que se pega, en cada entrega, parte de su equipo. O por el exceso de friquismo de alguno de los pretendientes. Ese Josh y sus bailes. Ese Ramiro y sus dudas sentimentales. Esas lágrimas de cocodrilo generalizadas.

Lo peor de todo sigue siendo esa enorme sensación de casposo machismo. La misma que destila el programa desde su cortinilla de apertura. El formato nos recuerda lo más granado del ‘pedrochismo’ celtibérico. Esa exaltación de lo choni que, por ejemplo, ha llevado a este país desde hace dos años a tomar las uvas embobados frente a una desembragada Cristina Pedroche. Precisamente, este ‘Un príncipe para tres princesas’ nos da a entender que la liberación de la mujer es sólo aparente. Una ficción más. Otro ‘dating show’. Sigue la española (por mucho y muy bien que bese, o lo haga de verdad, como en la famosa canción) sometida al varón (según marcaban ciertas disposiciones legales del franquismo), aunque en este caso se reboce todo con el pan rallado de un falso libertinaje eroticofestivo.

Seguimos todos, ‘tróspidos’ que fuimos, somos y seremos, paralizados frente a la pantalla plana. Somos espectadores alienados en espera de que llegue un día alguien y nos sacuda las conciencias adormecidas y amaestradas por los directivos de la caja tonta. Ocurre que la televisión actual ya no es nuestro reflejo. Por desgracia, nosotros somos el reflejo de lo que aparece en la televisión. Imágenes borrosas en un espejo deformante. Puro esperpento. Y así nos va…