Opinión

Octavio Paz: la palabra dicha

por José-Miguel Ullán

6 octubre, 2005 02:00

Como quien va a dictarle a nadie algo indeterminado, me digo en este instante que mi primer encuentro con Octavio Paz tuvo lugar en París, en el hotel Saint-Simon, a eso del mediodía del 7 de enero de 1969. (En las dedicatorias de algunos libros suyos, se equivocó de año: puso 1968, sobre cuyo mes de mayo no se cansó de preguntarme: "¿Destrozasteis cuadros o libros?") Puerta de entrada a casi treinta años de relación amistosa, a lo largo de los cuales no conseguí librarme de su más constante reproche hacia mí: "Pero ¿por qué no escribes lo que me cuentas? No hagas de la exigencia una excusa".

Octavio Paz moría el 19 de abril de 1998. La noche del 4 de diciembre de 1997 resultó ser la de nuestro último encuentro. Fue en Coyoacán: un término, como Mixcoac ("pueblo de labios quemados"), un punto de partida. Varias semanas después, volví a verlo. A verlo convertido en un murmullo, seguido de un ataque de tos y de una salida apresurada del salón hacia el dormitorio de la casa. Mas, por final del todo, he aquí su descarnada respuesta -al teléfono, el 31 de marzo de 1998, día de su cumpleaños- a un no protocolario "Octavio, ¿cómo estás?", que así sonó: "Estoy de la patada. No puedo más". Y colgamos; y a lo mejor lo hicimos casi al mismo tiempo. Antes ("voy detrás del murmullo"), por ahí quedó el recuerdo que aquí se escribe; el de aquella noche, la del 4 de diciembre de 1997, cuando Paz aún hablaba o se acordaba de que hablaba así: "Soy la sombra que arrojan mis palabras".

El frío del pasado: hablaba. Hablaba con esfuerzo y amargura, sentado en una silla de ruedas, con la cabeza ladeada sobre el hombro derecho, el llamador en una mano y los anteojos en la otra. Y, en medio de un calor sofocante, a cada dos por tres repetía: "¡Tengo frío!". No habló en esa ocasión de los viajes de Clavijo, sino del fin del suyo propio: "Al final -empezó por decir-, hay que aceptar con filosofía, en el buen sentido de la palabra, los hechos". Y esa filosofía pesaba lo suyo en lo a continuación añadido: "El hombre concreto no es necesario; en cuanto uno desaparece, otro lo substituye". Fue cuando Marie José, su esposa, que mantenía a pulso la esperanza, le recordó lo del eterno retorno. Pero él, que había conocido la perfección de lo finito en Herat, reclamó exactitud: "Todo eso son paliativos, maneras legítimas de consolarse".

Hablaba con malicia afectuosa de la época bohemia del pintor Juan Soriano, que él situaba en la atmósfera del exilio español, "cuando Gaya escribía una línea al mes y Bergamín tres cada seis meses". Hablaba de eso a modo de estímulo, para pedirme, igual que de costumbre, una mayor entrega a la escritura y una feroz desconfianza hacia el prurito de la autoexigencia, de la que, desde luego, pensaba lo peor; es decir, que, en demasiadas circunstancias, "no es sino el cómodo disfraz de la soberbia". Y cuando, a todo riesgo, le pregunté si aún escribía, se limitó a responder: "Nada". Para rectificar al poco rato y deslizar, a costa mía, una chispa de humor: "Bueno, sí, algunos poemas. Pero no tienen argumento. Son abstractos..., como los tuyos". Nos reímos.

De nuevo nos reímos al acordarnos, a propósito de claridades y oscuridades, de aquella encuesta que hizo Gabriel Zaid, entre estudiantes y profesores de una Facultad de Letras, para saber qué veían, entendían y pensaban éstos al leer el siguiente verso de un poema de Octavio Paz: "Un gato cruza el puente de la luna". Citó Paz de memoria una de las respuestas más pedantes, aunque no la más disparatada del animado conjunto: "Es la lucha incansable del hombre con la ciencia". Hice, a mi vez, despliegue de la acaso más fácil de retener: "¡Mariguanadas!" Yo defendía en tal respuesta no su lado chistoso, sino la sinceridad del sujeto emisor, su capacidad de empatía, la "comprensión" depositada en semejante exclamación. En cualquier caso, evocamos el espíritu de la conclusión de Zaid, cuya letra decía sin rodeos que esa experiencia "confirmaba la experiencia del trato directo: una gran proporción de estudiantes de Letras y maestros no saben leer poesía. Lo cual, al menos, es una hipótesis razonablemente científica para explicar de dónde salen tantos críticos, antólogos e historiadores literarios que no saben leer: de la Universidad".

Leves toses. Aceptó un vasito de oporto: "Parece un cóctel inspirado". Rechazó el acompañamiento sólido: "¡Salmón, no!" E hizo una larga pausa, mientras se remangaba con lentitud la camisa azul pálido y el jersey color café hasta mostrar una fragilidad corporal absoluta, que se representaba, condensada, en aquel antebrazo recorrido con delicadeza por su mano izquierda para aliviar la comezón del mal o de aquellos venenos destinados a combatirlo.

A Octavio Paz le había dado por hablarme, en los últimos tiempos, del triunfo en la poesía española actual de eso que él llamaba "realismo capitalista". Volvió a la carga, pero en esta ocasión pilló un desvío: "También están otros poetas españoles, más próximos a mi poesía, que sólo se fijan en lo ya escrito, que son incapaces de oír los innumerables sonidos del mundo, de hacer que resuenen en su escritura. No dicen las palabras: las reproducen. Por supuesto, tienen su sonsonete académico bien aprendido, pero son sordos a los estímulos sonoros del convivir: con la Naturaleza y con los otros, ¿no?" Guardó silencio durante un buen rato. Hasta que dijo en voz baja: "Bueno, acaso la poesía ya se acabó tal como nosotros la entendimos". Nuevo silencio, todavía más prolongado que el anterior.

Y, de pronto, se puso a hablar del "estado desastroso de la literatura" en estos tiempos: "A lo mejor nosotros nos excedimos. Pero lo cierto es que ahora mismo todo es negocio editorial. Un negocio montado sobre la prosa, esa plaga que se ha posado sobre este fin de siglo con la desenvoltura de lo ganado a pulso, mientras la poesía seguía en su asfixia, arañando en esos momentos sonoros, hacia dentro, en los que el pulso siempre nos falla, porque vamos del sí al no, de la memoria al olvido, de lo proclamado a lo nunca dicho, sin renunciar a ser la sombra que arrojan nuestras propias palabras". Y siguió hablando de la prosa como verdadero infortunio, sin culpar en concreto a ningún género literario, pero sin excluir cierta poesía al uso en esa desmesura de lo prosaico.

Al término, se diría que soñando en voz alta, susurró y repitió: "Volverán..." Reinó en aquella sala, iluminada por varios cuadros de Roberto Matta, un silencio tremendo. Y el escritor, que tantas veces salió al espacio público para defender sus ideas con rotundidad y arrojo, completó lo esbozado: "Volverán los monasterios. No en su forma pasada, con la religión en el centro, sino como refugio para aprender de nuevo a mirar, a oír y a pensar en todo aquello que no le interesa al mercado". Pedía aprobación con la mirada, complicidad con ese sueño. Yo me acordaba de sus versos: "Las palabras son inciertas / y dicen cosas inciertas. / Pero, digan esto o aquello, / nos dicen". Y acabó por decir, ya despidiéndose: "Otro día lo discutimos. Tengo que retirarme".

Otro día caído en el vacío, si bien con algo a salvo y acaso parecido a la certeza: "Yo estoy en donde estuve: / entre los muros indecisos / del mismo patio de palabras".

[Círculo de Lectores acaba de presentar la edición revisada de las Obras Completas de Octavio Paz en ocho volúmenes.]