Santiago Ramón y Cajal y Luis Martín-Santos

Santiago Ramón y Cajal y Luis Martín-Santos

ENTRE DOS AGUAS

Martín-Santos y Ramón y Cajal, un encuentro de altura en el laboratorio español

El autor de Tiempo de Silencio puso de manifiesto su admiración por el 'hombre de la barba', al que consideraba responsable de la modernización de nuestro país.

22 marzo, 2024 01:42

“Ya no hay más. ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica –comprende– la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos?”.

Esto escribía Luis Martín-Santos en la primera página de su desgarradora novela, Tiempo de silencio. Como médico (psiquiatra), él debía conocer bien la situación de la investigación médica en la posguerra madrileña, la década de 1940, los años de la autarquía, del gasógeno, de las cartillas de racionamiento y del mercado negro –“pueblo pobre, pueblo pobre”–, en la que se desarrolla la trama de la novela.

Y el “hombre de la barba”, era, claro, Santiago Ramón y Cajal, que habría comprendido bien la tristeza que inunda, irresistible, esta memorable obra. Porque Cajal conoció la falta de medios de la ciencia en España.

No sé si Martín-Santos lo llegó a saber, pero tampoco se respetó mucho la obra de Santiago Ramón y Cajal

Es fácil, por ejemplo, adivinar un punto de envidia, y de amargura, en una carta que escribió el 1 de enero de 1885 a uno de sus primeros discípulos, el jesuita Antonio Vicent Dolz, quien se encontraba en Lovaina para completar su formación con el citólogo Jean Baptiste Carnoy:

“Mi querido P. Vicent, recibí la suya con gran contento. Yo quisiera también imitarle a V. pero las circunstancias me lo impiden, teniendo que resignarme a ver y seguir aunque de lejos el movimiento científico de la Alemania y de la Bélgica. ¡Quién tuviera esos magníficos objetivos [de microscopios] a que Fleming, Strassburger y Carnoy deben sus descubrimientos! ¡Quién pudiera poseer un Seibert 1/6 o un Zeiss 1/18!"

"Aquí -añade- desgraciadamente las facultades no tienen material y, aunque yo me empeñara en pedir uno de esos objetivos, no me lo permitiría el decano por falta de fondos. Yo tengo que resignarme con un objetivo 8 de inmersión Verick y éste gracias a que es de mi propiedad [se lo había comprado en 1877, con su propio dinero, siempre escaso], que por la Facultad no tendría más que un 5 o un 6 Nachet”.

En el imaginado escenario que dibujaba Martín-Santos –que tanto compartía, aunque no en estilo, con otra novela, El árbol de la ciencia del también médico Pío Baroja– habían pasado aproximadamente sesenta años desde que Cajal escribiera esa carta y todavía se refería a “los defectuosos microscópicos binoculares de que gozamos gracias al paso del viejo seño de la barba”.

[Santiago Ramón y Cajal, 170 años de excelencia]

Pedro, el investigador protagonista, utilizaba “el binocular, a falta de electrónico, porque no hay créditos”. Hubo que esperar, esto ya es historia no ficción novelada, a 1949 para que se instalase el primer microscopio electrónico en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el principal organismo de investigación existente entonces.

Y para aprender a manejarlo, José García Santesmases, por entonces jefe de la sección de Óptica Electrónica del Instituto de Óptica del CSIC, tuvo que pasar seis meses en el Laboratorio Cavendish de Cambridge. Recuerdo haber visto una fotografía que se difundió en la época en la que el casi sempiterno jefe de Estado, Francisco Franco, miraba por este microscopio, orgulloso de que el Consejo poseyera este instrumento.

Para proseguir sus investigaciones, Pedro necesitaba ratones de una cepa cancerosa especial, una que se podía comprar en un Instituto de Illinois. Se habían comprado algunos, pero ya no quedaban más, ni tampoco divisas del Instituto de la Moneda para adquirir otros.

Y así Pedro tuvo que recurrir a un tal Muecas, en cuya chabola tenía los tan ansiados ratones, que mantenía con una la dieta por él inventada. Cutre España, cutre ciencia.

También esto me recuerda a Cajal, al Santiago joven que con su padre recordó en sus memorias: “Asaltaron las tapias del solitario camposanto” y “en una hondonada del terreno vieron asomar, en confusión revuelta, medio enterradas en la hierba, varias osamentas procedentes sin duda de exhumaciones o desahucio en masa que, de vez en cuando, so pretexto de escasez de espacio, imponen los vivos a los muertos”.

Con esos despojos de hombres y mujeres fue aprendiendo anatomía. Más adelante, cuando lo que estudiaba no eran huesos sino tejidos y buscaba material para sus trabajos, recurrió a la Inclusa y Casa de Maternidad, “dominios donde, por razones obvias, la tiranía de la ley y las preocupaciones de las familias actúan muy laxamente”.

“Puedo afirmar –explicaba en esos recuerdos– que durante una labor de dos años dispuse libremente de cientos de fetos y de niños de diversas edades, que desecaba dos o tres horas después de la muerte y hasta en caliente”.

Más de medio siglo después, el Pedro de Martín-Santos transmutaba la Inclusa y Casa de Maternidad por la chabola del Muecas. Todo cambiaba para seguir igual.

No sé si Martín-Santos lo llegó a saber, pero tampoco se respetó mucho la obra de Ramón y Cajal en la nueva España que alumbró la incivil guerra, que él, afortunadamente, no conoció: murió antes. En su libro de arrepentimientos, Descargo de conciencia, Pedro Laín Entralgo recordaba el escaso valor que el poderoso secretario general del CSIC José María Albareda dio a la escuela de Cajal.

“Más de una vez le oí decir a Fernando de Castro, el máximo representante de esa escuela”, escribía Laín, que cuando le expuso a Albareda “la penosa situación en que por falta de recursos se encontraba” el Instituto de Cajal –“Que el Cajal se nos muere, Albareda”–, éste le respondió: “Qué quiere, Castro; todo en la historia se muere alguna vez”.

Hoy existe un buen Instituto Cajal, sí, pero poco se ha respetado la memoria del Maestro. Su casa de Alfonso XII, llena de recuerdos, papeles y objetos –yo estuve una vez allí– se vendió convirtiéndola en pisos de lujo. Y muchos de sus libros, anotados, y parece que también otros objetos, aparecieron a la venta en el Rastro. ¡Qué país, qué gobiernos, qué familia! “Pueblo pobre, pueblo pobre”, si no tanto en lo material como en los años de Tiempo de silencio, sí en dignidad, en respeto a lo mejor de nuestra historia.

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