Tengo una cita por Manuel Hidalgo

La vida como tropezón

26 febrero, 2013 01:00
Fernando Savater ha rescatado de un cajón y reescrito por completo una pieza que Pilar Miró le encargó para su montaje televisivo, que se hizo efectivo hace más de veinte años. ¡Qué tiempos aquellos en los que a un escritor como Savater se le pedían textos para la televisión pública! ¡Como ahora!

El pensador recrea a su arbitrio un encuentro histórico, en Frankfurt, entre el viejo filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) y la entonces veinteañera -y también alemana- escultora Elisabeth Ney (1833- 1907), encargada de esculpir el busto del maestro, un año antes de que el primero muriera y tiempo antes de que la artista se casara y adquiriese importante notoriedad en Estados Unidos por sus habilidades con el mármol y el yeso y por sus retratos en tres dimensiones de grandes personalidades (Garibaldi, Bismarck, Luis II de Baviera...)

El traspié. Una tarde con Schopenhauer (Anagrama) recoge, en efecto, las imaginadas y chispeantes conversaciones entre el pesimista, cascarrabias y misántropo filósofo de la voluntad y la rozagante e inteligente escultora, en una sesión de trabajo para el busto, con la comparecencia de una asustadiza y gruñona ama de llaves y de un inesperado caballero español que se persona en la casa con el propósito de obtener venia para traducir alguna obra del alemán al castellano.

No puede decirse que el texto reúna los ingredientes convencionales exigibles al teatro -conflicto, progresión, desenlace conclusivo o inopinado-, pero Savater nos deleita con la dialéctica surgida entre el filósofo y la artista, con su brillante intercambio de pareceres sobre casi todo lo divino y lo humano, mientras, en todo caso, surge una sutil atracción entre ambos, un coqueteo e, incluso, los celos, cuando irrumpe el español. La avispada muchacha se apaña muy bien para ablandar la furia radical del intelectual, al tiempo que logra sonsacarle cuantas opiniones pueden ser de nuestro provecho.

Bien mirado, la obra tampoco está tan lejos de la estructura y planteamientos de las funciones de Jean Claude Brisville sobre Fouché, Talleyrand, Pascal y Descartes que tanto éxito le han dado recientemente a José María Flotats.

El admirado Kant y el odiado Hegel son, junto a Calderón, Cervantes, Wagner o Goethe, algunas de las celebridades objeto de las fobias o filias del arisco y vehemente Schopenhauer, en un texto que incluye prudentemente información y didactismo.

Es un texto para subrayar constantemente, pues, por el procedimiento contrastado del diálogo, prolifera un sinfín de ideas que reclaman nuestra atención. Difícil quedarse con una. No obstante, elegiré algo relativo al deseo, siempre reconocido por unos como el motor de la vida y del mundo y recusado por otros -caso de Schopenhauer- como el comienzo de todas las desgracias.

Schopenhauer tiene en su salón, no en balde, una dorada efigie de Buda en un altarcillo, y, quizás malhumorado por los achaques de su vejez, le suelta a la chica: “El único deseo digno de ser conservado es el deseo de acabar con los deseos, el deseo de no desear”. Y la joven, no poco perpleja, interroga con brillantez, quiere saber: “¿Vivir sin deseos o desear no vivir? Acláreme esto, doctor, se lo ruego”.

Y el doctor se lo aclara en una exposición no precisamente optimista que acoge el sentido del título del libro de Savater: nacer es un tropezón, un traspié que primero nos da impulso, movimiento y hasta fuerza hacia adelante, pero que, inevitablemente y al final, nos estrella -la muerte- contra el suelo.

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