A quienes recetamos pastillas de escepticismo cada vez que algún apologeta de la tecnología lanza su enésimo e infundado ¡Eureka!, no nos resulta extraño que la nanotecnología siga provocando preguntas del estilo ¿qué hay realmente de nuevo en esto?
Y lo entiendo. Es cierto. Hemos convertido lo nuevo en un valor supremo, la autopista hacia el cielo, el pasaporte a la primera plana de los medios. Si algo es nuevo, poco importa lo demás y si se ajusta o no a lo que la Unión Europea llama “tecnologías posibilitadoras clave” (key enabling technologies). La tecnología, recuérdenlo socios del Nanoclub, siempre debe ser “posibilitadora”. Si no, descártenla.
Pese a ello, en el mundo tecnológico manda la novedad, más que la verdad de una necesidad resuelta, de su utilidad o, incluso, de su autenticidad como algo realmente novedoso. La Nanotecnología no se escapa de esta febrícula.
Tampoco es extraño cuando lo que nos ofrece es la posibilidad de manipular la materia atómica y molecular, un nuevo mundo por descubrir a escala de 1 a 100 nanómetros, un poder realmente extraordinario que plantea un dilema ético al que el Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona dedicó el año pasado su Libro Blanco de las Nanotecnologías, en colaboración con el Instituto de Nanociencia y Nanotecnología (IN2UB).
Sin embargo, lo que realmente nos debería movilizar de una “tecnología nueva” es su capacidad para cambiar nuestra relación con el mundo y la posibilidad de aprovechar el hecho -quizás no tan revolucionario- de que algo sea tan pequeño que necesitemos un microscopio de fuerza atómica para verlo o que, por su minúsculo tamaño, puede atravesar determinadas barreras biológicas.
La “miniaturización” nanotecnológica solo sería una novedad desde el momento en que seamos capaces de trasladar a escala “macro” los beneficios de poder manipular la materia a escala cuántica. Esto es lo que trataba de explicar el famoso experimento del Gato de Schrödinger -más famoso que Gardfield, que el Gato con Botas o que Jinks -, cuando planteaba que, bajo las leyes cuánticas, dos estados opuestos pueden convivir al mismo tiempo. Igual que, según las leyes cuánticas, un gato metido dentro de una caja oscura puede estar vivo y muerto a la vez. Sólo podremos comprobar su estado cuando abramos la caja.
El ejercicio mental que planteó en 1935 el premio Nobel de Física austriaco nos situaba hace casi 90 años ante una paradoja difícil de resolver con nuestro sentido común. Sólo se podía entender si consideramos una curiosa característica de la cuántica, como es que el mero hecho de observarlo contamina el experimento y define una realidad frente a las demás. ¿Quiere esto decir que la Luna no está ahí cuando nadie la mira?", llegó a preguntarse Einstein.
La Nanociencia tiene sus propias reglas. Y lo trascendental es que trascienda como tecnología “posibilitadora” de aplicaciones que podamos entender con nuestras reglas. Aunque algunos consideran que solo la cuestión del (mini) tamaño es ya crucial. Por ejemplo, la posibilidad de poder fabricar una cámara tan pequeña que se pueda instalar en una lentilla ya es un paso relevante respecto a las cámaras más pequeñas jamás fabricadas o imaginadas.
Por ejemplo, Mojo Vision, la firma estadounidense autoproclamada “empresa de computación invisible” (Invisible Computation), anunció hace un mes que su prototipo de lentilla Mojo Lens ya es capaz de pedirle al asistente virtual Alexa que agregue artículos a una lista de compras antes o durante un viaje a la tienda. Usando solo sus ojos, el comprador supuestamente podrá leer y desplazarse de forma natural por la lista, marcando sin esfuerzo los artículos a medida que los agrega a su carrito de compras. Las lentillas de realidad aumentada pretenden ser las herederas del iPhone. Veremos si llegan a convertirse en tecnología “posibilitadora”.
Más allá de gadgets más o menos comerciales, la nanotecnología, aplicada a la mejora tecnológica del cuerpo humano, permite pensar (de manera no tan descabellada), en seres humanos con capacidades sobrehumanas. Vamos, que podemos imaginar seres humanos mejorados y no-mejorados. Y, con ello, llegar a cambiar el concepto de “humanidad” o, incluso, de la vida.
Uno de los autores más populares de la literatura futurista, Ray Kurzweil, miembro del llamado Salón de la Fama de los Inventores y ganador de la Medalla Nacional de Tecnología en EEUU, pronosticó hace unos quince años que, en torno a 2040, casi cualquier persona podría llegar a ser inmortal debido a la capacidad que nos concederá la tecnología para atravesar el cuerpo humano e ir reparando células u órganos dañados.
Un escenario de nanobots fluyendo por torrentes sanguíneos que actuarán de mecánicos para prolongar nuestra salud y nuestra longevidad. A juicio de Kurzweil, agregar máquinas microscópicas a nuestros cuerpos no nos hará menos humanos de lo que somos hoy o de lo que éramos hace 500 años. Algo que, por supuesto, es por ver y por discutir.
La cuestión es de tanta trascendencia que desde 2008 existe en la Unión Europea un Codigo de conducta para la investigación responsable en nanociencias, que incluye el sentido, la sostenibilidad, la precaución, la inclusión, la excelencia, la innovación y lo que los anglosajones llaman la accountability, es decir, el rendir cuentas de las propias acciones, algo de enorme trascendencia cuando nos aproximamos a lo que de verdad importa de la Nanotecnología.