La semana pasada Facebook nos sorprendió de nuevo. 'The Wall Street Journal' reveló que Instagram –de la que es propietaria– tenía conocimiento de su toxicidad para los adolescentes y no hizo nada al respecto. La red social llevaba años estudiando cómo afecta su uso a millones de jóvenes, y llegaba repetidamente a la misma conclusión: Instagram es dañina en especial para las adolescentes, y lo es más que otras plataformas.

Según un informe interno, una de cada tres adolescentes dijo que Instagram las hacía sentirse peor con su cuerpo. También culpaban a la red social por los aumentos en la tasa de ansiedad y depresión. Otra de las conclusiones de la investigación interna fue que Instagram puede empujar a los usuarios hacia contenido que puede ser nocivo.

Los hallazgos encajan con el resultado de un estudio de la investigadora Ana Freire sobre cómo se expresa la anorexia en redes sociales, publicado en la revista 'Journal of Medical Internet Research'. Su principal conclusión es que las comunidades de personas que sufren trastornos alimentarios están completamente aisladas y conectadas entre sí online. También que estas burbujas, como era de esperar, son perjudiciales.

"Los sistemas que recomiendan contactos a seguir, en plataformas como Twitter, siguen sugiriendo a usuarios con anorexia cuentas muy similares, que hacen que esta burbuja se expanda", afirma Freire, directora del Área de Tecnología de la UPF Barcelona School of Management. "Apenas tienen vínculos con comunidades sanas, compuestas por cuentas de usuarios sanos o cuentas de instituciones o asociaciones que prestan ayuda a personas con trastornos de la conducta alimenticia", comenta. Sin embargo –puntualiza– sí se aprecia la transición entre usuarios en tratamiento o ya recuperados hacia las comunidades sanas.

Patrones claros

La investigación se centró en caracterizar usuarios con anorexia nerviosa en Twitter, diferenciando entre diferentes fases de la enfermedad. "Estudiamos las características de dichas personas en etapa de precontemplación (caracterizada por euforia por la rápida pérdida de peso y el apoyo social recibido), contemplación (los estragos de la enfermedad empiezan a ser visibles y pueden comenzar episodios de malestar, ansiedad e incluso depresión), tratamiento y recuperación", explica la informática y experta en inteligencia artificial.

Freire y sus compañeros de la Universidad Pompeu Fabra, el Centro de Visión por Computador de la Universidad Autónoma de Barcelona, la Fundación Instituto de Trastornos Alimentarios (FITA) y el Hospital Universitario Parc Taulí, analizaron un conjunto de más de dos millones tuits en castellano, publicados entre 2017 y 2018. Para ello aplicaron filtros con palabras o frases revisadas por psicólogos, psiquiatras y pacientes. "Usan algunas de esas etiquetas para identificarse, creando burbujas que pueden ser realmente dañinas", asegura la investigadora.

Durante el proceso, el equipo usó técnicas de inteligencia artificial: aprendizaje profundo para identificar tuits relacionados con anorexia nerviosa, algoritmos de agrupamiento para distinguir usuarios en etapas tempranas y para la detección de comunidades, y algoritmos de procesamiento del lenguaje natural para procesar el texto, entre otros.

Lo que encontraron fue que estos usuarios –la mayoría mujeres menores de 18 años– suelen mostrar tristeza, disgusto y enfado. Los asuntos que tratan están muy relacionados con su imagen, y hacen referencia a laxantes e incluso al suicidio y a la muerte. "Algo curioso es que hay algunos temas que pueden ser disparadores de la enfermedad, como el acoso escolar, que no son visibles en las etapas tempranas", comenta Freire.

También tuitean más los fines de semana y durante los períodos de sueño, "lo que se puede relacionar con problemas de insomnio, algo característico de otros problemas mentales como la depresión", dice la investigadora. Utilizan imágenes más oscuras, con menos letras, selfis, recortes de partes del cuerpo e imágenes alteradas de figuras idealizadas. Además, interactúan menos que otros usuarios.

Los resultados del estudio permitieron lanzar una campaña en Instagram y en Facebook dirigida a personas que encajasen en el perfil demográfico observado y con intereses comunes a los usuarios analizados. En colaboración con el Teléfono de la Esperanza y el Teléfono de Prevención del Suicidio, publicaron anuncios que presentaban teléfonos de ayuda activos 24 horas. "Esto consiguió aumentar en un 60% el número de llamadas provenientes de redes sociales a estos teléfonos", destaca Freire.

Algo que también podría ayudar, según la investigadora, sería forzar la comunicación entre comunidades con anorexia y sanas. Freire espera que su trabajo –enmarcado dentro del proyecto STOP de prevención del suicidio en redes– "sirva para poder ofrecer apoyo psicológico a aquellas personas que no reciben un diagnóstico profesional, ya sea por el difícil acceso a consultas de salud mental o por el estigma que rodea a este tipo de enfermedades".

Adicción digital

Ese estigma es compartido con otro tipo de problemas de salud mental que el uso excesivo de redes sociales puede contribuir a agravar. Adicción, ansiedad, depresión o sensación de aislamiento social o angustia son algunas de ellas. Lo constataba ya en 2015 una revisión de estudios científicos sobre adicción a redes sociales.

El análisis, publicado en la revista 'Current Addiction Reports', resaltaba también los problemas relacionales que puede conllevar la presencia en estos espacios: retracción social, aislamiento, conflictos familiares, deterioro de la concentración y la colaboración, pérdida de amigos, etc.

Por otra parte, el uso excesivo de las pantallas por parte de niños y adolescentes –ya sea en videojuegos, plataformas de entretenimiento o redes sociales– se asocia con factores de riesgo de enfermedades cardiovasculares, problemas de visión y reducción de la densidad ósea, síntomas depresivos y suicidas, riesgo de comportamiento antisocial y un largo etcétera, según un estudio publicado en 2018 en 'Environmental Research'.

La adicción a estar conectados y presentes en el mundo digital, y las consecuencias que ello puede acarrear más allá de la propia adicción, son un problema creciente. Estudios como estos pueden ayudar a contrarrestarlo, como trata de hacer Freire con sus investigaciones.

El conocimiento es clave para ello, al igual que lo es desarrollar plataformas y aplicaciones que no se basen en captar y retener la atención de los usuarios durante la mayor cantidad de tiempo posible y a cualquier precio, que no premien la perpetuación de estereotipos, que no refuercen los círculos viciosos y la endogamia de las conexiones, y que incluyan mecanismos de ayuda.

Eliminar prejuicios

Más allá de eso, es necesario seguir derribando mitos y desestigmatizar la enfermedad mental. Ello pasa, entre otras cosas, por más alfabetización, educación y recursos sociosanitarios.

Por otra parte, no sería justo criminalizar las redes sociales. Por lo general, su impacto negativo está asociado a un uso intensivo de estas plataformas. Al contrario, una presencia eventual puede aumentar el capital social de los usuarios por la facilidad para mantener y ampliar las propias redes, y el contacto con personas geográficamente alejadas. También pueden brindar apoyo a personas con intereses especializados que no se encuentran físicamente próximas.

El riesgo es que nuestras redes de contactos se vuelvan menos intensas pero más numerosas, algo que para muchos es negativo, y para otros está por ver. El debate en torno a todo ello no se aleja tanto del generado por la adopción masiva de la televisión hace unas décadas, con la diferencia de que la 'caja boba' no ofrece las posibilidades de comunicación multidireccional que sí facilitan las redes sociales e internet.

*** Estos son algunos de los temas que, por cierto, trato también en mi libro 'Error 404. ¿Preparados para un mundo sin internet?' (Debate, 2021), que se publicará el próximo 14 de octubre.