Queridos todos, queridos amigos.
Preguntarse por la libertad parece ser una empresa sin esperanza. Así comienza la gran filósofa pensadora Hannah Arendt, una de mis preferidas. En todos sus libros, excelentes todos, ha destacado siempre este tema de la libertad.
Muchos de ustedes conocerán sus preciosos volúmenes sobre Los orígenes del totalitarismo. Lúcida y valiente en todo. El magnífico trabajo traducido que tenemos en España Responsabilidad y juicio, que es impresionante, excepcional. Y otros muchos sobre nuestro pasado y presente, sobre historia y filosofía. La propia autora nos advierte que nunca ha existido ni existirá la libertad total.
La verdadera libertad en cualquier dominio se afirma en la lucha por la liberación, apoyándose incluso sobre los obstáculos que se oponen a ella. Como decía un gran historiador y pensador, la libertad es una conquista siempre recomenzada sobre el mundo, sobre los otros y sobre sí mismo.
Todos adoptamos constantemente las ideas de los demás. El mérito que uno puede atribuirse es de la elección de unas ideas sobre las otras. Decía Bertolt Brecht: "Toda cosa pertenece a quien lo hace mejor".
Carmen Iglesias inaugura el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'
Ya Jean Starobinski, uno de los mejores pensadores e historiadores, tituló uno de sus libros, que nos atañe directamente, La invención de la libertad. Es importante recordar que la libertad es un entramado que aparece en nuestra filosofía e historia occidental hace 20 siglos. No existía en el mundo antiguo. En el mundo griego, Atenas, la polis, la libertad y liberación significaba otra cosa. ¿Se es esclavo o libre? En la Antigüedad, libre como ciudadano de la polis dentro de la ley de la política.
La libertad, según la filosofía antigua, estaba íntegramente unida al puedo-quiero, esa dicotomía que a veces puede ser coincidente o separada. Hacer uno lo que quiere en su vida particular, en el caso de que sea ciudadano de la polis en la Antigüedad, parte de la organización política, pero desde luego los demás son esclavos o simplemente extranjeros.
"La experiencia del siglo XX nos enseñó que la amenaza a la libertad puede a veces presentarse también bajo el ropaje de la legitimidad democrática"
Tenemos en el estoicismo, que es una de las líneas que más han informado nuestro conocimiento, el caso de Epicteto. Siglo I d.C. Filósofo esclavo, quien se plantea la posibilidad de libertad interior. Se cuenta un cuento del amo y el esclavo. Os lo leo.
El amo le dice al esclavo, Epicteto: "No eres ni puedes ser libre porque no puedes hacer nada de lo que quieres". Epicteto, esclavo, contesta: "Tampoco quiero ser nada, por tanto soy libre".
Lo que tenemos aquí es una tautología. Es una vida interior ilimitada en sus posibilidades y absolutamente irreal. No es realidad. Para permanecer libre, siendo esclavo, tiene que desplazar sus deseos, sus pasiones, reducirlos totalmente, como hemos visto. Su razón se mueve en la nada. El pensamiento, recuerden, es el propio ser humano, como decía Steiner. Enlaza totalmente con el pienso, luego existo. Steiner nos dice que no sabemos en qué consiste pensar.
Parménides ya identificó el pensamiento con el ser. Somos pensamiento, pensamiento constante, incluso en el sueño, aunque lo olvidamos. Esa restricción del pasado, nada tiene que ver con nuestra era y hasta ahora.
Antes de referirme muy brevemente a una nueva facultad que aparece en el siglo I de nuestra era y hasta ahora, que es la voluntad, recordar esto que estamos hablando del mundo antiguo. En el ser humano surge con frecuencia una oposición interna entre la razón y los deseos, las pasiones. El quiero-puedo, sí o no.
En la Antigüedad, si se cede o no a los deseos decidía la razón práctica. Aun así, el deseo puede ser más fuerte que la razón. Y si se es ciudadano. En esa dicotomía entre deseos y pasiones se inserta la facultad de voluntad. El descubrimiento de la voluntad coincide con el descubrimiento de la libertad como cuestión filosófica distinta del sistema político.
La voluntad es el árbitro entre la razón y el deseo. Y como tal, la voluntad es libre, exclusivamente de cada uno. Aparece esa cuestión de la libertad y voluntad ocupando todo el pensamiento filosófico y religioso poscristiano, algo que no había aparecido en la filosofía antigua. El fenómeno de la voluntad en su intrincada complejidad era desconocido antes del descubrimiento de Pablo de Tarso, contemporáneo de Epicteto.
Varios autores, Arendt a la cabeza, luego consideran a Pablo de Tarso como fundador de la filosofía cristiana, con su peculiar énfasis en la cuestión de la libertad y el libre albedrío. Hay estudios profundos sobre las citas del Antiguo Testamento en las que no voy a detenerme, pero es importante y en su origen hebreo y cristiano.
Los proverbios, toda la parte del Antiguo Testamento, tienen que ver también con la cercanía de Pablo de Tarso con Jesús de Nazaret. Arendt hace un complejo desarrollo de hebreos y cristianos. Todo ello será desarrollado inmediatamente por Agustín de Hipona. El problema de querer y no poder, que Pablo ya había mencionado. Si no hubiera voluntad, la ley no podría mandar nada, dice San Agustín en sus confesiones.
La voluntad o hay libre o no existe, una facultad nueva. La voluntad es libre, se dice, árbitro entre la razón práctica y los deseos. Aunque querer y poder no es lo mismo, decía Pablo. También puede ser impotente a pesar de todo esa voluntad.
"Arendt, Safranski y otros muchos pensadores no dejan de recordarnos el peligro de llegar a una ruptura de todo el universo moral. Es la catástrofe de la libertad"
Volvamos a la libertad en nuestra historia de siglos y cambios hasta llegar al desarrollo del individuo en la filosofía occidental. Damos por tanto un salto al presente. Siendo los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento.
Estas palabras seminales seminales de John Locke, padre fundador del liberalismo, inauguran la historia constitucional occidental, que es la historia de la articulación entre el poder y la libertad. Este término ha sido, en definitiva, el de la conquista frágil y trabajosa de los espacios de libertad de los individuos, fruto de siglos de lucha contra la arbitrariedad del poder.
Con la tradición ilustrada europea, se formulan los conceptos de legitimidad y de pacto político como base de convivencia. La necesidad de unas reglas del juego y de contrapesos al poder. La tradición liberal concibe la política como un medio para salvaguardar las libertades de los individuos, proteger las reglas del juego, respetar al máximo un equilibrio de poderes, y desde luego la política no debe ser un fin en sí misma. Evitar esa perduración de unos gobernantes que invaden el espacio de la sociedad civil e incluso el espacio privado de los ciudadanos con el fin de perpetuarse.
Por eso la verdadera dicotomía para los ciudadanos no estaba ya en la discusión de una forma de gobierno, y con independencia de la legítima inclinación de cada uno por unas u otras, sino en la polaridad entre regímenes de libertad o regímenes de opresión.
Como estudió Tocqueville, no siempre el poder del pueblo directo garantiza la libertad. La experiencia del siglo XX nos enseñó que la amenaza a la libertad puede a veces presentarse también bajo el ropaje de la legitimidad democrática, algo que conocemos directamente.
En ese sentido, tenemos a Montesquieu, Voltaire, Hume, Stuart Mill, Benjamin Constant, Guizot... un listado importante. Tocqueville estudió que no siempre el poder del pueblo directo garantiza la libertad y la experiencia del siglo XX nos enseñó que la amenaza a la libertad puede a veces presentarse también bajo el ropaje de la legitimidad democrática.
Todos estos autores que he mencionado, denunciaron constantemente la megalomanía, la pasión de dominio y la tendencia irrefrenable de la condición humana al abuso de poder. E insistieron en que hay un deber constante: el de preservar lo que es más valioso para el individuo, la libertad.
Montesquieu recordaba que incluso la virtud necesita límites. Los ilustrados desconfiaban profundamente de los salvadores de la patria. Para ellos no existían bellas almas por nacimiento. No cabía juzgar por intenciones, sino por actos. En este sentido, prefería gobernantes mediocres en el sentido clásico, es decir, moderados antes que espíritus iluminados que creen poseer la piedra filosofal para transformar el mundo según sus propias creencias o ideologías.
Porque la pasión de dominio, esa pulsión narcisista que se oculta tras las proclamas de virtud o justicia, es una constante en la condición humana. Hay que estar siempre en guardia.
Hoy sabemos por las ciencias sociales lo fácilmente que la personalidad autoritaria florece en los ámbitos de miedo o corrupción. Lo inquietante es que los ciudadanos, fatigados o resignados, acepten como normal lo que antes habrían considerado inaceptable. Paul Watzlawick mostró cómo la presión del grupo sobre el individuo podía llegar hasta la negación de la evidencia de lo que son los propios sentidos: la vista, el oído, el tacto... Comprobaban la disposición a someterse a renunciar a la libertad de opinión individual.
Esta peligrosa persuasión en el interior de las conciencias alimenta que ser "esclavos felices" es mejor para ellos que la incertidumbre de la libertad.
En nuestras sociedades contemporáneas asistimos a nuevas formas de intervención política que, aunque proclaman libertad, se deslizan hacia la vigilancia y el control mientras los gobernantes políticos sortean cada vez más hábilmente los controles institucionales. Gobernantes elegidos en urnas actúan como si ese mandato legitimara cualquier intromisión en la vida privada, como si el poder fuera un pasaporte ilimitado para sus fantasías de transformación social y que han hecho suya la recomendación que Jonathan Swift, con su habitual mordacidad, decía en sus Instrucciones a los sirvientes: "Cuando hayas cometido una falta, muéstrate siempre insolente y descarado, y compórtate como si fueras la persona agraviada. Eso minará de inmediato la moral de tu amo o señora".
A esto se suma una deriva cultural que está dando paso a un mundo de cancelación. No se trata ya de grandes imposiciones doctrinarias, sino de un clima moral en el que expresar una disidencia puede llevar a la muerte social.
"Los dictadores temen a los escritores e incluso en las democracias, el poder político tiende a desconfiar o sospechar del periodismo y de la escritura independiente"
Georg Simmel analizó ese fenómeno ya a principios de siglo: la tiranía extrema a la que puede pueden llegar precisamente "los grupos pequeños", las relaciones de una sociedad basadas en la fidelidad a las personas más cercanas y no en la objetividad de la ley. Goethe advirtió con sabiduría: "Todo lo que libera el espíritu sin disciplina interior es un peligro".
En este clima surge a veces lo que Aurelio Arteta llamó nihilismo moral, una cultura del odio que exonera a los individuos de toda responsabilidad personal. La fascinación de la fuerza contra la que advertía también Simon Weil, que lleva a justificar la aniquilación del otro no solo en su presencia física, sino en su dignidad moral.
Esa degradación comienza muchas veces con lo que podríamos llamar la mentira veraz, esa mentira que el fanático pronuncia creyendo en lo que dice y culmina en la destrucción, como explica Safranski en uno de sus grandes libros, de los marcos jurídicos y éticos, en una radicalización acumulativa.
Arendt, Safranski y otros muchos pensadores no dejan de recordarnos el peligro de llegar a una ruptura de todo el universo moral. Es la catástrofe de la libertad. Porque esta no ha sido utilizada para detener el mal, sino que rendida ante el miedo o la pusilanimidad se ha identificado con el delirio de poder y de fuerza.
Kafka previó ya lo que podía ser la realidad cuando la mentira se convierte en el orden del mundo. Lo imaginario se hizo real. Los regímenes de Hitler y Stalin la ejecutaron. No permitamos que pueda pasar ahora otra vez.
Permítanme volver al núcleo último de la libertad, esa zona interior que los estoicos y después toda la filosofía humanista consideraron irreductible. Epicuro enseñó a no temer ni siquiera a la muerte porque, como recuerdan muchos, mientras estamos, ella no está, y cuando ella está, nosotros ya no estamos.
Todos los poderes que han querido someter al ser humano han intentado quebrar ese núcleo. No solo dominar el cuerpo, sino vaciar la conciencia. Orwell lo comprendió muy bien en 1984, en su famoso libro: "El verdadero triunfo del poder no es que obedezcas, sino que renuncies a tus pensamientos, que aceptes como verdad lo que sabes que es mentira".
Resistir esa coacción exige una vigilancia diaria, porque la libertad no se conserva por inercia. Cada recorte de libertad recibido con resignación, abre el camino para nuevas renuncias. Y cuando el ciudadano deja de ser sujeto de derechos para convertirse en objeto de tutela, la democracia se disuelve aunque conserve su nombre.
Hay que enarbolar el que nos dejen ser como somos. De nuevo Montesquieu. Algo muy distinto de las ocurrencias autoritarias y entrometidas que pretenden imponernos su verdad y que tienden a convertir algo muy peligroso: los hechos en opiniones y sus opiniones en imperativos.
Como Richard Rorty argumentó, cuidemos la libertad y la verdad se cuidará sola.
En este contexto, es necesario dedicar unas palabras a la libertad de expresión. Los dictadores temen a los escritores e incluso en las democracias, el poder político tiende a desconfiar o sospechar del periodismo y de la escritura independiente. Y por eso es tan importante siempre la defensa de la libertad de expresión, el pivote histórico de todas las libertades.
Uno de los más recientes y potentes alegatos a favor de la libertad y, muy concretamente de la libertad de expresión en todas sus facetas, se encuentra, en mi opinión, en las páginas del libro de Coetzee Contra la censura, al que añade el significativo subtítulo "Ensayos sobre la pasión de silenciar", que es pasión de dominación.
Insiste el autor en lo que él llama el peligro de contagio que tiene toda censura, la pendiente resbaladiza por la que se extiende cada vez más la prohibición. La tarea del periodista, del intelectual, del ciudadano libre, es no dejarse arrastrar por esa pendiente y mantener la fidelidad a la verdad de los hechos.
Como todo en la vida y en la historia humana, la conquista de la libertad ha tenido sus propios costos. No hay ganancias absolutas en la historia, se ha dicho muchas veces. Hay que evitar lo que Kołakowski definía como una posición nihilista ante la historia, algo banal y peligroso porque intenta negar los hechos para aceptar solo interpretaciones del pasado.
Pero sin un conocimiento objetivo de la historia no es posible el ejercicio de la libertad, ni siquiera el conocimiento de la realidad presente. Cuando se dice que la historia no existe, es puramente interpretativa, generalmente nos quieren imponer su recuerdo amañado, absurdo y peligroso para todos.
Somos seres libres e inciertos, escribió un clásico del XVIII. Seres inacabado que frente a la irracionalidad violenta de las grandes y terribles simplificaciones de la realidad, solo podemos defender estos valores de la vida y la libertad de los individuos responsables, como la gran conquista de la modernidad que puede ser arrasada por cualquier tipo de totalitarismo.
Arendt tiene esos magníficos volúmenes de Los orígenes del totalitarismo, que los recomiendo especialmente. Es una defensa que exige coraje, voluntad, razón y conocimiento. No la fácil apelación a los buenos sentimientos. La defensa de esos márgenes de libertad día a día nos obliga a la responsabilidad personal y a no creer en determinismos, ni fatalismos, ni varitas mágicas.
Se necesita, por tanto, la vigilancia despierta de los ciudadanos para vivir en una sociedad abierta, una sociedad en libertad que modere las ansias de poder. En ese desafío seguimos, pues la libertad, como la vida, hay que ganársela.
Recordar las palabras decisivas del Fausto de Goethe: "Solo merece la libertad, lo mismo que la vida, quien se ve obligado a ganarla todos los días".
***Carmen Iglesias es directora de la Real Academia de la Historia y académica de la RAE.
