Enzo Staio y Lamberto Maggiorani en 'Ladrón de bicicletas'

Enzo Staio y Lamberto Maggiorani en 'Ladrón de bicicletas'

Cine

Los suburbios de la realidad

'Ladrón de bicicletas' es, para el escritor José Manuel Caballero Bonald, “una reflexión sobre el desamparo. Su cadencia y ritmo responden a un intachable talento expositivo”

18 septiembre, 2003 02:00

El llamado neorrealismo, como tal escuela cinematográfica italiana, nace aproximadamente cuando acaba la segunda guerra mundial. En rigor, ese nuevo concepto técnico y temático del cine supuso algo más que un movimiento de renovación expresiva: fue una presumible reacción contra la vileza consecutiva del fascismo. Para muchos defensores de la libertad resultaba insoslayable verificar un diagnóstico efectivo, honesto, despojado de toda clase de retóricas, en torno a la realidad social inmediata, ese mundo cotidiano y humilde donde coincidían tantas víctimas directas o indirectas de la guerra. Ya Visconti había intentado con Obsesión un quiebro en la inane retórica cinematográfica burguesa, propiciada por el correspondiente negociado de la Italia fascista. Ese primer notable estímulo se consolida efectivamente a partir de 1945, año de la victoria aliada y la caída de Mussolini. De ahí arranca sin duda un cambio de sentido en el arte de hacer cine que incluye -según fuentes autorizadas- películas como Roma, ciudad abierta, de Rosellini; Sin piedad, de Lattuada; Años difíciles, de Luigi Zampa; El ferroviario, de Pietro Germi; Arroz amargo, de Giuseppe de Santis; Un día en la vida, de Blasetti; Bajo el cielo de Roma, de Renato Castellani, y otras que probablemente omito. Pero la cumbre de todo ese brillante ciclo renovador la alcanza Vittorio de Sica con Ladrón de bicicletas.

Parece ser que el director tuvo serios problemas a la hora de encontrar apoyo profesional y económico para realizar esta película. Nadie parecía dispuesto a patrocinar una aventura carente en principio del menor interés y cuyas posibilidades de éxito, de acuerdo con sus propias limitaciones temáticas y artísticas, eran prácticamente nulas. Vittorio de Sica ha recordado repetidas veces lo que Ladrón de bicicletas supuso para él cuando la concibió a partir de un argumento de Cesare Zavattini. No es improbable que pensara que aquella historia de muy calculada simplicidad, más bien anodina, directamente entresacada de la dramaturgia social de la Italia de posguerra, contenía de hecho el germen de sus aspiraciones en torno al lenguaje cinematográfico y aun a su eficacia como vehículo moralizador. Ya había intentado más de una vez aproximarse a esa coyuntura expresiva, pero fue entonces, al enfrentarse al relato previo de Ladrón de bicicletas, cuando supo que ese era justamente el rumbo que mejor se adaptaba a sus pretensiones. De lo que probablemente no se había percatado era de que con esa película estaba definiendo un nuevo ciclo estético del cine del siglo XX.

El argumento de Ladrón de bicicletas es muy sencillo y hasta puede parecer trivial. Resumirlo viene a ser como malograr la riqueza dramática del contenido. Antonio Ricci, un obrero parado, consigue trabajo como fijador de carteles, puesto para el que resultaba imprescindible la posesión de una bicicleta. Ricci logra desempeñar la suya, y un día, mientras está trabajando, se la roban. Sale en persecución del ladrón sin poder darle alcance. Su situación es desesperada. Un compañero lo conduce a un baratillo con la esperanza de que el ladrón haya vendido allí la bicicleta, pero las pesquisas no dan resultado. Se dirige a otro mercado y descubre de pronto al ladrón, que se escabulle entre el gentío. Después de algunas otras peripecias desdichadas, Ricci decide robar él mismo una bicicleta para poder sobrevivir. Una tarde, cuando va paseando con su hijo, se separa de éste y, una vez solo, se apodera efectivamente de una bicicleta estacionada en la calle. Pero es descubierto, perseguido y alcanzado. El niño presencia la escena y acude en ayuda del padre, consiguiendo que no lo arresten. Mientras se alejan abatidos, el niño coge al padre de la mano. Eso es todo.

La continuidad narrativa de Ladrón de bicicletas es tan explícita y lineal como su ambiente urbano. El blanco y negro contribuye obviamente a acrecentar la tonalidad triste de escenarios y personajes: el suburbio y la gente que malvivía en aquellos años de privaciones, heridas sin cicatrizar y agobiantes luchas por la vida. La película, en términos generales, no es más que una simplificación de esos infortunios emanados de la realidad cotidiana de la posguerra. La grisura ambiental, el depresivo paso de las horas, la sordidez sucesiva de la acción, delimitan un campo moral ciertamente sombrío. No hay salidas, todo parece estancado en la propia hostilidad del paso del tiempo. Y todo se habría quedado en eso, en una enumeración de adversidades a partir de una anécdota banal, a no ser por la maestría con que está contada la película. Habría que referirse, antes que nada, a la dignidad magnífica de Vittorio de Sica para sacar a flote un relato de tan restringida proyección literaria. Se sabe que el director emprendió el rodaje casi sin medios, valiéndose de actores no profesionales y renunciando a cualquier equipamiento que no fuera del todo imprescindible. Tampoco podía haber sido de otra manera. No se trataba de ningún alarde formal ni de ninguna audacia conceptual, sino precisamente de la deliberada reducción de todo eso al sucinto retrato de un implacable fragmento de vida. De un fragmento de vida que viene a representar, a no dudarlo, la completa dimensión de la vida. Nada más opuesto a los objetivos del director que encubrir tan veraz imagen de la pobreza y la infelicidad con alguna inapropiada ostentación técnica.

Una de las más conspicuas lecciones de Ladrón de bicicletas radica en la actitud del director, en su manera de conducir un hilo argumental tan quebradizo y tan propenso a deslizarse hacia lo excesivamente didáctico o hacia cierto oportunismo populista. No ocurre así, por supuesto. Vittorio de Sica ejerce de crítico de la sociedad -de la vida- sin recurrir a ningún artificio expresivo, sólo mostrando la impecable desnudez de unos hechos vividos o que han podido simbólicamente vivirse en un tiempo y unas circunstancias muy precisas. En aquella Italia de finales de los 40, todavía recientes los desastres de la guerra, el obrero que protagoniza Ladrón de bicicletas no es sino un arquetipo sugerido por otros muchos posibles. La intensidad emocionante de la acción, su estricta significación social, la escueta y limpia estructura narrativa, constituyen a todas luces un ejemplo de eficacia y veracidad. En este sentido, Ladrón de bicicletas trasciende de todo manifiesto realismo y va más allá de su propia pretensión crítica. Por ahí habría que buscar uno de los más incuestionables aciertos ideológicos de la película: el de plantear el diagnóstico de un ejemplo humano sin dejar de ser un paradigma artístico.

Da la impresión de que todas las secuencias de Ladrón de bicicletas van encadenándose en virtud de una especie de mecánica de la fatalidad. La intermitente ramificación del tema no es más que una fórmula dialéctica para fijar la trayectoria humana del protagonista. Los otros personajes -el censo de actores secundarios del entorno popular- apenas tienen necesidad de perfilarse, sólo actúan para acentuar el desamparo de la figura central de la película. Y son las imágenes que enmarcan a esa figura las que acaban interpretando netamente la realidad. La cadencia, el ritmo, responden a un intachable talento expositivo. No sobra ni falta nada.

Los diálogos, sagazmente deducidos del habla popular, cumplen sólo una función accesoria, como de pinceladas adicionales del cuadro que intenta reproducirse en Ladrón de bicicletas: esa reflexión sobre el desamparo, pero también ese alegato donde todas las argumentaciones está hábilmente dosificadas. En última instancia, la testificación objetiva de la realidad introduce en la anécdota un veredicto acusatorio. La tan comentada última escena de la película, cuando el desolado obrero se aleja con su hijo y éste lo coge de la mano, podía haberse reducido a un desenlace puramente sentimental, incluso un poco afectado, pero se convierte, gracias a la lucidez del realizador, en una solución esperanzadora.

Los vínculos entre el cine neorrealista y la corriente literaria del socialrealismo no parecen discutibles. Pero lo que en un principio bien pudo ser un contagio del lenguaje literario en el lenguaje cinematográfico, acabó invirtiendo sus términos: fue el cine el que ejerció un notorio ascendiente sobre la literatura. Dicen quienes lo saben que un buen sector de la narrativa asociada al realismo social y escrita en los años 50 y 60 -sobre todo en España e Italia- debe no pocas orientaciones programáticas al neorrealismo. Es posible. Hay como un trasvase de procedimientos testimoniales y, lo que es más elocuente, un similar enfoque crítico de la sociedad. Tal vez haya que admitir que todo eso contribuyó también a que Ladrón de bicicletas alcanzara unas cotas de relevancia y difusión extraordinarias, consiguiendo los más altos premios internacionales y convirtiéndose en una referencia memorable dentro de la historia social y artística del cine. Volver a ver hoy esta película, al medio siglo largo de su estreno, produce sin duda una llamativa mezcla de respeto y emoción.