Alexander Fleming en torno a 1940

Alexander Fleming en torno a 1940

ENTRE DOS AGUAS

Fleming, la penicilina y los distintos caminos para decir 'Eureka'

Viaje a la peripecia del médico y científico escocés, responsable de uno de los descubrimientos más importantes de la historia

6 octubre, 2023 01:55

Ha coincidido prácticamente la Noche de los Investigadores de este año con el hecho transcendental del descubrimiento de la penicilina realizado un 28 de septiembre de 1928 por el médico escocés Alexander Fleming (1881-1955), que trabajaba en los Laboratorios del Departamento de Inoculación del St. Mary’s Hospital de Londres.

Es bien sabido que el descubrimiento de Fleming tuvo mucho de casual. Él mismo, justo al comienzo del artículo en el que presentó su hallazgo –“Sobre la acción antibacterial de cultivos de Penicilliun, con referencia especial a su uso en el aislamiento de B. Influenzae”, British Journal of Experimental Pathology (1929)– se refería a este hecho: “Mientras trabajaba en variantes del staphylococcus [estafilococo], separé unas cuantas placas de cultivo [de Petri] que examinaba de vez en cuando. Para examinarlas era necesario exponerlas al aire, y se contaminaron con varios microorganismos. Observé que el estafilococo se hizo transparente alrededor de una amplia colonia de un moho y que, obviamente, estaba experimentando una lisis [desaparición gradual]”.

No es frecuente que descubrimientos científicos importantes se produzcan inesperadamente, pero además del de Fleming existen otros buenos ejemplos, algunos bien conocidos, como los rayos X o la radiactividad, otros no tanto. Cuando en 1902 William Bayliss y Ernest Starling se pusieron a estudiar el jugo pancreático aceptaban la teoría de Pavlov, según la cual era el sistema nervioso, con su red que se extiende por todo el cuerpo, el que activaba los músculos y órganos de humanos o de otros animales. Pretendían descubrir qué nervios transmitían el mensaje desde el intestino al páncreas para que este comenzase a segregar su jugo.

Fleming pensaba que la acción antibacteriana de la penicilina
se limitaba a una pomada aplicada externamente

Pero lo que encontraron fue muy diferente: que la secreción del páncreas la ponía en funcionamiento un “mensajero” químico. Habían descubierto la primera hormona (fue Starling quien acuñó el nombre, de la palabra griega hormon, que significa “excitar” o “poner en movimiento”), en su caso, la secretina. En sus ensayos iniciales utilizaron un perro, pero después recurrieron a conejos, monos y humanos, y en todos encontraron el mismo compuesto, lo que les indicó que se trataba de un mensajero químico universal.

También fue inesperado que en el experimento que, a instancias de Ernest Rutherford, llevaron a cabo en 1909 Geiger y Marsden, algunas de las partículas alfa que lanzaban contra placas delgadas de diversos metales rebotasen, lo que llevaría a Rutherford a proponer un modelo atómico consistente en un “pesado” núcleo central rodeado de “una esfera de electrificación”, esto es, de electrones.

La trascendencia del hallazgo de Fleming se conoce desde hace mucho tiempo, sin embargo él no advirtió todas las posibilidades del moho Penicillium (más correctamente: de la sustancia producida por ese moho, que comprobó poseía el efecto antibacteriano, la penicilina, como él mismo denominó). Pensaba que su acción antibacteriana se limitaba a un lavado con ella, o a una pomada aplicada externamente al paciente, no de manera interna.

Entre las razones que pueden explicar esta suposición de Fleming, se encuentra lo novedoso de la idea de que pudiesen existir fármacos antibacterianos, y también el hecho de que no poseía las habilidades o las facilidades químico-industriales suficientes para aislar penicilina pura con la que realizar ensayos clínicos fiables, esto es, para purificar el líquido amarillo que atacaba a las bacterias y extraer así su principio activo (la penicilina es difícil de obtener en forma pura debido a su inestabilidad).

Hubo que esperar hasta el 24 de agosto de 1940, ya en plena Segunda Guerra Mundial, para que varios investigadores de la Dunn School de Patología de Oxford, entre los que destacaban el patólogo australiano Howard Walter Florey, que dirigía el grupo, y el joven bioquímico Ernst Chain, un refugiado de la Alemania nazi que fue el que redescubrió el por entonces ya viejo artículo de Fleming, publicaran, junto a otros colaboradores, un histórico texto en el que presentaban investigaciones con ocho ratones que demostraban que la penicilina era, con mucho, el agente químico-terapéutico más efectivo producido hasta entonces.

La siguiente fase era probar con los humanos, pero esta era una tarea complicada de llevar adelante, dadas las dificultades existentes para obtener penicilina suficiente. Un paso significativo tuvo lugar en enero de 1942, cuando Florey administró de forma intravenosa penicilina preparada con la ayuda de Imperial Chemical Industries a 15 pacientes, y de manera local a otros 172.

Midiendo los niveles de penicilina en sangre y estudiando los efectos clínicos, estableció las dosis adecuadas para diversos tratamientos. Aun así, en medio de la Segunda Guerra Mundial, con evidencias firmes pero no demasiado abundantes, no existía en Gran Bretaña una compañía farmacéutica capaz de, o dispuesta a, dedicar los recursos suficientes para producir cantidades industriales de penicilina. Por este motivo Florey solicitó la ayuda de la Fundación Rockefeller, en Nueva York, que ya apoyaba sus investigaciones.

Con su colaboración y la del destacado farmacólogo estadounidense Alfred Newton Richards, que ya había trabajado con Florey en Inglaterra, consiguió que algunas compañías farmacéuticas (Merck, Pfizer y Squibb) arriesgasen los recursos necesarios. En 1944 ya se disponía de cantidades suficientes de penicilina para poder tratar a heridos de guerra en África del Norte y Europa, al igual que para las infecciones graves de civiles. En 1945, Fleming, Florey y Chain recibían el premio Nobel de Medicina.

[Cara a cara con la medicina científica]

Lo que estas historias nos dicen es que la investigación en ciencia, el trabajo de los investigadores, a los que con justicia se celebra esta noche, puede desarrollarse de maneras muy diferentes, que no es una senda lineal, sino una en la que se producen sorpresas, no siempre exitosas. Y que también puede transcurrir mucho tiempo, y depender este de las circunstancias sociales, hasta poder extraer sus potencialidades, una tarea en la que interviene un mundo diferente, aunque relacionado, al puramente científico, el de la industria.

Así fue en el caso de la penicilina, una bendición que debemos a la investigación científica, pero que, torpes como somos, estamos en vías de inutilizar al no aplicarla, a ella y a otros antibióticos, correctamente –no completar los tratamientos cuando mejoramos– y dar ocasión a las correspondientes bacterias a que se hagan resistentes a ellos.

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