La holgada victoria de Salvador Illa en las elecciones catalanas de este domingo ofrece el escenario soñado para el relato que el PSOE se marcó como horizonte a medio plazo de su controvertida estrategia de contemporización con el independentismo.

El PSC no sólo ha ganado por primera vez las elecciones en Cataluña. También por primera vez no habrá una mayoría independentista en el Parlament. ¿Puede aducirse un mejor aval a la política sanchista del "reencuentro" y la "reconciliación", una certificación más elocuente del acierto del objetivo de "pasar página" mediante la "desjudicialización del conflicto político"?

El reconocimiento de que a Sánchez, una vez más, parece haberle salido bien la enésima de sus arriesgadas apuestas no debería llevar, en cualquier caso, a los analistas que han sido justamente críticos con el rosario de claudicaciones ante el soberanismo a caer en el error de hacer suya la interesada narrativa de Moncloa.

Salvador Illa, en primer plano, saluda a la multitud mientras Pedro Sánchez pide el voto para él, en el cierre de campaña del PSC el pasado viernes en Barcelona.

Salvador Illa, en primer plano, saluda a la multitud mientras Pedro Sánchez pide el voto para él, en el cierre de campaña del PSC el pasado viernes en Barcelona. Europa Press

Sánchez quiere anotarse el tanto de haber desactivado definitivamente el procés. Pero atendiendo al historial de urdimbres dramatúrgicas autorreferenciales del presidente, surge la duda de si, más que ante un Salvador de Cataluña del laberinto separatista, no estaremos ante un nuevo episodio del serial de Sánchez salvándose a sí mismo vicariamente.

El precedente inmediato es el de su carta a la ciudadanía, sorprendentemente bien acompasada con el timing del ciclo electoral, y la subsiguiente pausa para la reflexión.

El hecho de que Sánchez hiciera su primera aparición tras el paréntesis para la circunspección en la campaña catalana, y que lo hiciera convirtiendo las líneas maestras de su carta en el guion de su primer mitin, constituye la evidencia más fehaciente de que la reacción histérica ante la "máquina del fango" y el "acoso" de la derecha fue desde el principio una maniobra táctica con vistas al 12-M.

El ingenio más retorcido hasta el momento de los spin doctors monclovitas aspiraba a un remake del gran resultado en Cataluña el 23-J que le permitió a Sánchez seguir en el Gobierno, y así galvanizar a última hora a su bolsa de votantes y concentrar en el PSC el voto de la izquierda catalana.

En ese sainete, para el que tomó a todos los españoles como intérpretes, a sus compañeros de partido como guiñoles y a la monarquía como atrezo, desplegó una grosera escenografía redentorista orquestada por él mismo para sí mismo. Como señaló Ignacio Varela, se trató de "una crisis de gobierno provocada por su propio presidente sin fundamento fáctico de ninguna clase".

En las oligarquías partitocráticas no hay posibilidad de aclamación popular real, de modo que la legitimidad callejera sólo puede fabricarse. Tras emerger victorioso del duelo con la tentación de la renuncia en el que él mismo se metió, el presidente se dio a sí mismo los pretextos para iniciar reformas, inculcó en la opinión pública los problemas que está personalmente interesado en abordar y movió al partido del que es líder a rogarle la permanencia.

El divino Sánchez ha llegado a ser causa , fuente de su propio principio de operaciones.

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¿Es también casual que al marco plebiscitario que fijó Puigdemont para el 12-M en su mesiánico anuncio de presentación (y que le hizo concentrar el foco en los primeros compases de la campaña) le sucediera un plebiscito emocional por parte de Sánchez con semejante estética salvífica?

¿Puede decirse entonces que este domingo Pedro Sánchez ha desahuciado de la política a Carles Puigdemont análogamente a como lo hizo Isabel Díaz Ayuso con Pablo Iglesias en 2021?

¿O no será que el presidente tuvo que recurrir a una lesiva argucia (disputarle a Junts el monopolio del victimismo, tomando sobre sí el lawfare) para evitar que el 12-M se convirtiera en la escenificación del retorno del "president en el exilio" que el propio Sánchez le facultó para representar?

¿O acaso no ha sido Sánchez el que ha vuelto a empoderar a Puigdemont, que se oxidaba en el basurero de la Historia, al rehabilitarlo políticamente y permitirle volver a presentarse a unas elecciones en las que ha logrado mejorar sus resultados, y a una investidura? Ahora Sánchez ha venido a salvarnos de la amenaza del expresident que él mismo ha resucitado y ayudado a convertir en el líder incontestable del separatismo, tras el descalabro de ERC.

Procede por tanto preguntarse si, más que un éxito de la estrategia sanchista, el gran triunfo del PSC no se habrá debido al atractivo atrapalotodo que el perfil concreto de Illa ha logrado imprimirle a su candidatura. Y, por tanto, si en lugar de ante una desarticulación estructural del independentismo, no estaremos ante un trasvase coyuntural de ERC al PSC, por el desgaste del Govern de Pere Aragonès y la fatiga procesista entre el electorado catalán.

Cabe recordar que el soberanismo ya estaba en declive cuando Sánchez llegó al Gobierno, y que en las autonómicas de 2021 ya se había mostrado impotente. Hace dos años, el CIS catalán daba a Junts 24 escaños, y hoy está en 35.

Precisamente, lo que se criticó fue que Sánchez elevara a llave de la gobernabilidad nacional a unos actores que se encontraban en sus horas crepusculares.

Lo cierto es que el procés ya estaba muerto en 2018, fruto de la restitución de la legalidad en Cataluña tras el golpe de Estado. Si acaso, lo que ha hecho Sánchez a través de Illa es inhumar el cadáver que permanecía insepulto.

Sería legítimo congratularse de la victoria de Illa de no ser porque el PSC no representa la pacificación de Cataluña, sino en todo caso el apaciguamiento de los golpistas por medio de un nacionalismo de baja intensidad que no revertirá el proceso de desnacionalización en las regiones periféricas.

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Es cierto que, al menos de momento, ha quedado neutralizada la temible vía del ho tornarem a fer. Pero esquivar la ruptura violenta es compatible con el ahondamiento en la independencia sentimental, que sigue su curso. Si tenemos en cuenta, además, que tanto Illa como Sánchez tienen por delante una gobernabilidad casi imposible, es difícil no ver el 12-M como una nueva huida hacia delante del PSOE. Pa amb tomàquet para hoy y hambre para mañana.

El 18 brumario, Napoleón declaró "yo soy la Revolución", para a continuación aseverar que "la Revolución ha terminado". Sánchez, coágulo de las lógicas políticas que han marcado el conflicto territorial en la última década y responsable de la catalanización de la política española, podría haber sentenciado algo similar este 12-M, sustituyendo "revolución" por "procés".