El Español
Quincemil
Opinión
|
Tribuna Abierta

Arte y domesticación en una semilla

La biotecnóloga e investigadora predoctoral del CSIC reflexiona sobre la trascendencia de la domesticación de las plantas para nuestra existencia poniendo en valor el papel del arte en el estudio de la evolución de los cultivos
Sonia Coves Mora
Por Sonia Coves Mora
'Fruit Stall' de Frans Snyders.
'Fruit Stall' de Frans Snyders.

Cuando una piensa en domesticación la primera idea que le ronda la cabeza rara vez tiene que ver con frutas más grandes o tallos sin espinas. Probablemente un gato gordo y peludo a lo Garfield se acerque más a lo que por domesticación se entiende; pero lo cierto es que ambos sentidos son acertados, solo que el primero ha permanecido algo más oculto a la sombra del segundo. La domesticación de los vegetales es tan importante o más que la de los animales: ha sido y es un proceso indispensable para el desarrollo y mantenimiento de nuestras sociedades pasadas y futuras. Se trata del aprovechamiento y explotación de una planta silvestre de forma controlada para poder seleccionar características valiosas que se dan de manera natural en las poblaciones vegetales. Las cualidades que tradicionalmente se ha buscado mejorar giran en torno al sabor, la producción, la sincronía en la floración o la facilidad de crecimiento, cosecha y almacenamiento; así como características visuales, sensoriales o composición química. Y es que una parte importante de los cultivos que consumimos actualmente han sido mejorados a partir de un ancestro silvestre a través de un proceso de domesticación. 

El caso del maíz se encuentra entre los más conocidos. Para su transición evolutiva mediante la domesticación desde el teosinte, su antepasado silvestre, fue clave la reducción de la capacidad de dispersión de las semillas. Si en un entorno silvestre la selección tiende a favorecer cualidades que faciliten la dispersión (como una semilla más ligera), en un entorno agrícola las plantas más productivas son las que se ven favorecidas para reproducirse, es decir, aquellas cuya recolección sea más sencilla (semillas más pesadas y abundantes) serán las que se reproduzcan y transmitan esos caracteres mejorados de generación en generación. Menos ramificaciones, mazorcas más grandes y granos más numerosos y blandos que no te partan un diente (como se dice de los inclementes granos del teosinte) son algunas de las principales mejoras de nuestro maíz actual con respecto a su ancestro silvestre.

El tomate es otro reputado miembro de esa larga lista de cultivos que han jugado a engalanarse bajo el efecto de la domesticación. Aunque en la actualidad existe una infinidad de colores, sabores y texturas, el tomate que se introdujo en Europa desde el continente americano tenía una mera función ornamental. Se trataba de una baya amarillenta de sabor amargo y mucho más pequeña que el tomate medio actual.

El plátano que se consume en la actualidad también trae consigo una larga trayectoria de domesticación. Las diferencias respecto a su ancestro silvestre se centran principalmente en el aumento de la cantidad de pulpa y la ausencia de semillas. Por su parte, las variedades salvajes o de mayor antigüedad son mucho más pequeñas y rechonchas, y están repletas de semillas grandes y duras.

Interior de un plátano salvaje inmaduro.

La domesticación supone, pues, un proceso dinámico largo y gradual en que se alteran genéticamente las plantas de un cultivo de forma dirigida durante varias generaciones; pero su importancia no solo radica en el aspecto alimentario. La posibilidad de producir nuestros propios alimentos y materias primas resultó clave en el paso de sociedades nómadas a sedentarias, lo que a su vez fue determinante en el desarrollo del arte y los oficios. La consecución de las civilizaciones humanas dimana, en última instancia, del desarrollo de la agricultura y, con ella, de la domesticación de los cultivos. 

El estudio de las especies progenitoras que dieron origen a las plantas que hoy conviven con nosotros se ha llevado a cabo desde perspectivas tan diversas como singulares: desde la genética hasta la arqueología pasando por la historia o la literatura, llegando hasta el arte. Desde la Universidad de Ghent (Bélgica), el biólogo Ive De Smet y el profesor de historia del arte David Vergauwen proponen esclarecer, a través de la pintura, las lagunas sobre la evolución de muchas frutas, verduras y cereales que consumimos, en un insospechado abordaje multidisciplinar. Innumerables artistas del detalle han ido representando con sus obras la diversidad de un sinnúmero de cultivos. Tapices, murales, óleos y pisos de mosaico se convierten en un prisma excepcional a través del cual estudiar la ubicación de estas especies en un mapa del tiempo y rastrear su evolución.

A menudo, frutas y verduras adquieren en las obras una simbología más allá de la parte comestible que es preciso conocer; como las fresas en referencia a la Virgen María o las uvas en manos de Cristo en alusión al sufrimiento a través de la Pasión, de acuerdo con la transustanciación del vino en sangre durante la Eucaristía. Esta simbología sujeta a interpretación puede suponer una fuente de sesgo desde el punto de vista botánico. Por ello, para trazar con éxito una conexión entre disciplinas tan alejadas, es importante una buena cooperación entre botánicos e historiadores del arte. Conocer la trayectoria del artista con respecto a sus ambiciones en la representación del mundo físico tal y como lo concibe y la percepción como más o menos exitosa por parte de sus contemporáneos es un punto clave a la hora de interpretar las obras. Los puntos de referencia, como edificios históricos u objetos conocidos, también permiten evaluar la fiabilidad en las representaciones del artista: si estos eran representados de forma realista no habría razones para creer que frutas y verduras fueran tratadas de forma distinta. La repetición es otra herramienta poderosa: cuantas más obras coincidan en la representación de un cultivo en un momento determinado de la historia, más motivos tendremos para creer que, efectivamente, ese era su aspecto en realidad. 

A pesar de lo sugerente de este abordaje, son muchos los desafíos que alejan la propuesta de una funcionalidad clara. La inabarcable cantidad de colecciones que existen sin catalogar ni digitalizar, las dificultades derivadas de los distintos estilos y perspectivas según el artista, la falta de iniciativas que unifiquen catálogos existentes o que usen aplicaciones de inteligencia artificial para crear una red semántica de imágenes botánicas entrelazadas en el arte, junto con los errores de identificación de las especies representadas que sufren a menudo las bases de datos; hacen de esta una aproximación con mucho potencial por explorar pero también mucho por pulir. En cualquier caso, acudir a la historia del arte como herramienta auxiliar para investigar cómo eran las frutas y verduras y dónde se encontraban en el pasado no deja de enriquecer la contribución a nuestra comprensión del origen de nuestra alimentación diaria y su cultivo. Si a todo esto hubiéramos de atribuirle una simbología, esa sería sin duda la semilla. La domesticación se ocupará con el tiempo de enriquecer el alimento que nos dé esa semilla, y ese alimento representado en el arte enriquecerá nuestro entender sobre la domesticación de ese alimento, que fue esa semilla.

Sonia Coves Mora
Sonia Coves Mora
Investigadora predoctoral en mejora genética de Brásicas de la Misión Biológica de Galicia - CSIC, biotecnóloga por la Universidad Miguel Hernández de Elche y posgrado en Genómica y Genética por la Universidad de Santiago de Compostela. Escritora novel entusiasta de la comunicación.