Milagros Díaz Reina

Milagros Díaz Reina / Ama de casa

4/06/1926, CórdobaMadrid, 13/04/2020

“¿Qué se puede decir de una muchacha de veinticinco años que murió? Que era hermosa. Y terriblemente inteligente. Que adoraba a Mozart y a Bach. Y a los Beatles. Y a mí". Así comienza la novela de Erich Segal que generó la película 'Love Story', un éxito de comienzos de los años 70 que abarrotó las salas de cine y vació las librerías. Nunca la ficción había producido tantas lágrimas.

Me va bien esta evocación porque lo mío es también una historia de amor. De otro amor. Un amor imperecedero que va más allá de la vida y cuya llama no se extingue jamás.

¿Qué se puede decir de una madre de 93 años que murió? Que amaba a sus hijos sobre todas las cosas. Que se afanó siempre en disponer su casa y su mesa. Que fue un ejemplo de sacrificio y abnegación. Sin embargo, me pregunto cómo fueron sus últimos días ¿tranquilos y en paz? Y a esta última pregunta no tengo respuesta pues desconozco las circunstancias que rodearon sus momentos postreros. Murió en soledad. Después de una vida de entrega que fue una proclama a la bondad. Nadie de su familia, ni sus hijos, ni sus nietos, ni sus hermanos, estaban allí para tomarle la mano. No pude verla ni darle un beso ni antes ni después de su último aliento.

Nacida en 1926, la séptima hija de una familia de once hermanos, mi madre tenía trece años cuando acabó la Guerra Civil, que por momentos vivió atenazada por el miedo. Los años siguientes no fueron mejores. A la contienda civil le sucedió una posguerra, que coincidió con la II Segura Guerra Mundial y que trajo años de escasez que generaron hambre física y dibujaban un horizonte difícil de empeorar. Pero ella formaba parte de la generación que a fuerza de privaciones y sacrificios, logró que sus hijos tuvieran un porvenir, y que situó a España como la novena potencia industrial del mundo, a finales de los años setenta. Una época en que los Beatles triunfaban con su 'Largo y tortuoso camino', canción alegórica que le iba como anillo al dedo a su generación. Ellos transitaron esa senda estrecha y sinuosa, hasta lograr aupar a su país a la cota milagrosa a donde ese esfuerzo colectivo los había impulsado.

Fueron años difíciles en los que se remendaba en viejo, en los que hubo que llorar por tantos emigrantes que, con la maleta de madera atada con una cuerda, marcharon más allá de nuestras fronteras a trabajar duro, para lograr enviar un trozo de pan a los suyos. También la inmigración interior, principalmente a Cataluña, desde nuestra Andalucía natal, produjo desarraigo y tristeza en tantas casas humildes, desmembró a las familias y abrió una brecha que décadas después parecen haber borrado, tristemente, las señas de identidad de casi todos sus descendientes.

Cada cual contribuyó con lo que estaba a su alcance, a la reconstrucción de una España devastada por la guerra y depauperada por la hambruna de los años cuarenta. Pero todo valió la pena. A nuestros padres les sucedió una generación, la nuestra, que ha disfrutado de la mejor vida posible en la historia de nuestro país. Mi madre se casó con un médico, mi padre, que durante casi un cuarto de siglo estuvo solo en un pueblo del sur de Córdoba, de guardia las 24 horas de los 365 días del año. Ella ejerció de esposa, de madre, de ama de casa, de enfermera, de maestra, de consejera… Fue un ejemplo para la comunidad e instruyó a quien se dejó en sus múltiples artes de cocinera, costurera, jardinera… Y a todo el mundo embelesó por su belleza y dulzura. Fue la madre soñada y no fue un sueño. Fue real.

Muchos años después, tras la muerte de mi padre, las vueltas de la vida la trajeron a Madrid, cerca de sus hijos. Nuestras circunstancias personales, profesionales y familiares y su propia situación vital, nos obligaron a llevarla a una residencia de mayores en la que estuvo casi tres años y medio. No dio un ruido. Allí vivió tranquila, liberada ya de sus múltiples preocupaciones a lo que contribuyó su menguante memoria. Y fue feliz, sobre todo cuando cada tarde nos decía al ir a visitarla, con una sonrisa pintada en la cara: “Qué alegría que hayáis venido”.

El sábado 7 de marzo fue el último día que la pudimos ver. El día 8, el gobierno de Madrid cerró las residencias de mayores y prohibió las visitas. Lo que no sabíamos era que la habíamos abandonado en una trampa mortal. Confinada y aislada como 'El hombre de Alcatraz', esa película que tanto le gustaba, en la que un preso al que un día un gorrión le entró por la ventana de su celda y a partir de ahí se hizo experto en aves. A ella le encantaban los pájaros, los niños y las flores.

Durante 36 días, un lobo me mordía, día y noche, por dentro temiendo por su suerte. Imploré al cielo que me permitiera abrazarla de nuevo. Pero mis oraciones no llegaron lo suficientemente alto. Finalmente, el lobo me devoró las entrañas. El lunes 13 de abril, a las 18:00 horas, me llamaron de la residencia para decirme que mi madre estaba bien. ¿Bien? ¿Cómo de bien? A las tres horas había fallecido según nos comunicó con un mensaje frio y escueto la médico que certificó su muerte. Son más cálidos cuando te llaman del taller diciendo que ya tienes el coche listo para ir a recogerlo. Causa de la muerte: “Parada cardio-respiratoria/insuficiencia respiratoria”. Le pedimos a la doctora que reflejara en el certificado que las causas del fallecimiento eran compatibles con Covid-19. “Tengo que consultarlo con el centro”, dijo. ¿Un médico a qué se debe, a su criterio profesional y a su conciencia o a lo que dicte su empleador? Nada conseguimos.

Cuatro días después, en la ceremonia más triste en la que he participado jamás, la despedidos en el cementerio de la Almudena. La acompañamos un exiguo séquito, el que nos permitieron, bajo un cielo gris con el que se iba a confundir una vida hecha humo. Las lágrimas nos empapaban las mascarillas. El último adiós se lo dimos con el “Bendita sea tu pureza”, la oración que nos enseñó y que tantas veces habíamos rezado con ella.

Y a partir de ahí, un dolor desgarrador. Una desolación profunda. Una pérdida irreparable que viene acompañada de tantas preguntas sin respuesta acerca de las circunstancias que rodearon su muerte… Interrogantes que dejan una sensación de frustración e impotencia que ahoga. Nadie de la residencia, más allá de aquella comunicación tan fría como tremenda de la doctora, nos ha transmitido su pésame. Y hasta ayer miércoles, 54 días después de su muerte y transcurridos más de tres meses del primer fallecido por Covid-19, no ha había ni una bandera a media asta, ningún crespón negro, ni un lazo en las televisiones, ni una música fúnebre. No había luto oficial después de decenas de miles de muertos, la inmensa mayoría de ellos, pertenecientes a esa generación a la que se lo debemos todo.

Después de que abril nos mostrara la cara más negra de la primavera, llega mayo con su cielo azul. Lo miro y veo su alma limpia, sus ojos claros, un mar de paz como el regazo que tantas veces me cobijó. Entonces siento que ella vive dentro de mí, que me iluminará el camino, que guiará mis pasos. Que compartiremos todas las sensaciones. Mientras cae la lluvia, mientras sopla el viento, mientras el sol acaricia mi rostro… allí estará ella, a mi lado, y juntos percibiremos el olor a ropa planchada y el aroma del arroz con leche del paraíso de la niñez.

Transitaré por la vida honrando su memoria y alentando la esperanza de volver a abrazarla.

Madre, nada será igual sin ti pero todo será ya contigo. Siempre en mi corazón.

Por Paulino Baena, hijo de Milagros.

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