Las series que se convierten en fenómenos de masas están condenadas a decepcionar. Es imposible convencer a millones de espectadores que son auténticos adictos. Cada uno tiene una teoría, un final en su cabeza, pero, ay amigos, ellos no escriben los guiones. Siempre que una gran serie termina la gente se lanza a la yugular. Y Juego de Tronosno iba a ser menos. El mayor fenómeno de la televisión reciente, o puede que incluso de la historia de la televisión, terminaba hace dos años con su público dividido.

Ya lo estaban desde hacía unas temporadas en un fenómeno que recordó a Perdidos, que a partir de su cuarta temporada empezó a ver cómo sus fans se convertían en haters profesionales. Si hasta Los Soprano encontró enemigos de su final, ¿como no lo iba a hacer una serie que reunía a un público mucho más heterogéneo? Después de dos años, y en el marco del décimo aniversario de la serie, creo que el final de Juego de Tronos es un cierre más que digno.

Los guionistas pusieron punto y final a todas las tramas. No se andaron por las ramas, no dejaron tramas abiertas. Esto iba sobre el poder, sobre cómo corrompe a la gente y cómo hay gente que cree que el fin justifica los medios. Y este episodio habló sobre el poder, con una Daenerys convencida de que sus buenas intenciones valían para arrasar una ciudad. Se había convertido en lo que tanto odiaba. Incluso en esa coda final en la que se decide quién se sienta en el trono hay una idea muy interesante, ese ‘Gatopardo’. Cambiar todo para que nada cambie. Esa mesa de gobierno podría ser la misma del primer episodio. No iban a cambiar nada. Se paso de la revolución al turnismo.

'Juego de Tronos' cumple 10 años. HBO

Además, el episodio final decidió prescindir de grandes batallas, de esas escenas hiperbólicas que eran marca de la casa, y pasó a centrarse en las consecuencias de los actos de Daenerys. Para ello construyó un escenario apocalíptico, casi dictatorial, y regaló alguna escena potente, de esas que se quedan en la retina. Su presencia por encima del pueblo, el asesinato de John, el dragón llevándosela, y una imagen emblemática, la de Drogon fundiendo el Trono de Hierro. Porque como dijo Íñigo Errejón en este periódico hablando de la serie: "Los políticos se equivocan, el trono no es de nadie, es de la gente, que decide quién se sienta y cuándo se va".

El problema del final de Juego de Tronos no es del último episodio, sino de las dos últimas temporadas. Cuando la serie perdió el mapa de las novelas de George R.R. Martin y volaron por cuenta propia uno se dio cuenta de las carencias de los showrunners. Siguieron regalando grandes momentos, pero los arcos narrativos ya no tenían ni la cohesión ni la profundidad de las primeras temporadas.

Lo que en las primeras temporadas se podía contar en dos episodios, aquí se solucionaba en diez minutos. Parecía que tenían prisa por llegar al final y no se tomaron el tiempo necesario para explicar bien las cosas. Los deus ex machina comenzaron a sucederse y los personajes a viajar a la velocidad de la luz. Y eso provocó que la trama más importante, el descenso a los infiernos de Daenerys, pareciera fruto de una loca que pierde la cabeza. No tuvo el tratamiento que se merecía, y eso que el personaje ya había avisado hace tiempo que esas eran sus intenciones, que arrasaría Desembarco del Rey. Como dijo una amiga, Daenerys cumplió su programa electoral, lo que pasa es que nadie se lo había leído.

Por tanto, es injusto poner todas las miradas en un episodio final que cumplió como cierre. A pesar de las prisas de las últimas temporadas nadie puede negar la calidad de la serie, su nivel de producción, su capacidad de crear entretenimiento adulto con enjundia, lejos de productos blancos e inofensivos con los que muchas veces nos han intentado engañar las plataformas. Sobre todo, Juego de Tronos cambió las normas de la televisión, y sólo por eso tiene un hueco en la historia como lo tienen muchos de sus episodios. Su final no estará en esa vitrina, pero tampoco lo pretendía.