Hay series que te pillan por sorpresa, en las que no confiabas y que de repente, zas, llegan como un soplo de aire fresco. Una de las que lo consiguió el año pasado fue La casa de las flores. La producción mexicana de Netflix llegó en pleno verano, con el calor agobiante y sin que nadie se diera cuenta fue un chapuzón divertido que se convirtió en un pequeño fenómeno. La gente se veía los capítulos como pipas. Y todo el mundo comentaba lo divertida que era esa especia de telenovela que había estrenado la plataforma.

El éxito de La casa de las flores estaba en darle la vuelta a la fórmula clásica del culebrón clásico de toda la vida. Empezando por fichar a una de las damas de la telenovela mexicana, Verónica Castro, para dar vida a una matriarca que no era más que una parodia/homenaje a los personajes que ha hecho toda la vida. En mi casa Galavisión se veía más que TVE, y he crecido con todos esos productos de fondo mientras jugaba a los Playmóbil.

La casa de las flores era una actualización y subversión de sus códigos. Cogía los elementos de una telenovela: una familia rica, un conflicto que estalla (el suicidio de la amante del padre), y miles de secretos y rencillas que estallan con música, primeros planos y casas de lujo. Porque una telenovela tiene algo aspiracional y algo que sacaba el cotilla que todos tenemos dentro. Aquí estaba todo eso, pero de repente la madre fumaba porros, el hijo se descubría como bisexual y el padre tenía un cabaret lleno de travestis y trans que cantaban Yuri.

La casa de las flores.

El culebrón se volvía moderno, fresco, desprejuiciado y hasta irreverente. En una novela de Galavisión no existiría un personaje como el de Paco León, una mujer trans que terminaba su historia apostando por vivir como pareja con su exmujer. Y aquí entraba ella, Cecilia Suárez, torbellino descubierto en La casa de las flores y que se apropió de todo. Ella era la estrella. Su Paulina de la Mora es un hallazgo, una pija puesta de orfidal hasta las cejas que, sin embargo, era el personaje más moderno y decidido de la historia. Sus frases se escuchaban y todo el mundo ha imitado su forma de hablar durante este año de espera hasta que ha llegado la segunda temporada.

Y aquí llegan las malas noticias. La continuación de La casa de las flores tiene todos los males de las segundas partes. Ya nada suena fresco, ni original, sino que repiten una a una las fórmulas que funcionaron. De repente la ironía se pierde y frases imposibles suenan demasiado autoconscientes en vez de paródicas. Es como si la serie se hubiera tomado a sí misma en serio, algo que en un producto como este nunca es una buena opción.

La casa de las flores.

El primer obstáculo que debe salvar la serie es la marcha de Verónica Castro de la serie, y lo hace con la solución más fácil. La misma que se tomaba en Nada es para siempre y otros culebrones que querían hacer desaparecer un personaje. Puestos a hacerlo podían haber optado por un Aquí no hay quien viva, cuando tuvo que despedir a Paloma y se sacó una escena tan surrealista que no quedó más que aplaudir.

En esta segunda temporada vemos como la historia se enrosca aún más. Otra de las máximas de las segundas partes, donde todo tiene que ser más grande, más espectacular… Quizás es que haya perdido el factor sorpresa, o que La casa de las flores sólo debía haber abierto una temporada y quedar como esa serie que nadie esperaba y que a todos nos sacó una sonrisa y alguna carcajada.

Ahora es un chicle estirado, un chicle que no aguanta tanto, que se parece demasiado al culebrón original que parodiaba y que ya sabe de memoria qué teclas tocar: un poquito de sexo, un guiño LGTB, una broma con Cacas… y hasta sectas religiosas. Eso sí, ella sigue ahí, Paulina de la Mora y Cecilia Suárez son las dueñas de la serie y seguirá dando frases míticas. Queda una tercera temporada para remontar y para que cierren La casa de las flores en lo alto, y no por la puerta de atrás.

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