Para llegar a la panadería familiar más antigua de España hay que subir toda la calle Cristóbal Colón de Pozo Cañada, en Albacete. Ya casi donde termina el pueblo vemos el toldo. Es cerca de mediodía y en los pueblos no es hora de comprar el pan del día. Para eso se sale más temprano. Pero hay gente en la puerta. Son los albañiles que hablan con Jesús, séptima generación de panaderos, porque hay que cambiar el suelo precisamente en la tienda. Que no tardéis mucho ni rompáis demasiado, les dirá, con esa familiaridad del conocerse de toda la vida en los pueblos.

Dentro del despacho, en el mostrador frontal, el pan de día, las pastas y dulces de la zona. Mantecados manchegos, por ejemplo, a unos cuantos euros el kilo. Una voz de mujer, dice, desde dentro del obrador, "Ya va". Se escucha el trajín al otro lado de la cortina por la que se filtra el cálido y delicioso olor a pan recién hecho. Mientras espero, echo un vistazo a las estanterías laterales. Y ahí está: las Cañas de pan feo. Son colines de pan artesano, como mini barras retorcidas, que han conquistado a chefs como Albert y Ferrán Adrià y José Andrés. Inventados por Jesús, el mismo de la puerta, el maestro panadero, en 2012, se han convertido en el símbolo de cómo comerse el mundo desde una panadería familiar de un pueblecito manchego. Hoy se sirven en más de 30 restaurantes con estrella Michelin de toda España y se venden en tiendas gourmet desde Singapur a Nueva York.

El despacho -ese que van a arreglar los albañiles- tiene unos 20 metros cuadrados. Está a punto de cumplir 200 años y ha visto pasar siete generaciones de panaderos: los López. También la historia de España y su desarrollo tecnológico: de la llegada del suministro eléctrico a internet. Hoy su pan cruza el Atlántico y el Pacifico -en la oficina hay un contrato para ampliar mercado en Asia-, pero en estos dos siglos, guerras y pandemias mediante, no todo ha sido de color de rosa. Estuvieron a punto de desaparecer, incluso: en 1982, la familia se arruinó.

Jesús, séptima generación de maestros panaderos. Cedida

Lo cuenta Jesús López padre, sexta generación de panaderos, tras un recorrido por la trastienda. Explica por qué se consideran la familia panadera más antigua de España. No han encontrado referencias históricas anteriores -y han buscado en archivos y preguntado a asociaciones y registros- de panaderías familiares que no hayan cambiado de manos.

De modo que son la saga de panaderos con más solera de España. La suya es una historia que arranca en 1802 cuando sus antepasados Santiago López y Mercedes Vázquez comenzaron a hacer pan -que no venderlo, entonces el comercio era el trueque-, con el trigo de sus propias tierras.

Nada hace intuir que cuando crucemos la cortina entraremos en un laberinto de obradores, hornos, cámaras de ultracongelación y silos de harina. En mitad del camino, lo que podríamos llamar la cripta. En una panadería es ese lugar donde se conserva la masa madre.

La actividad es todo lo frenética que permite lo artesano. Veremos carros cargados de barras con pan con pasas que luego se convertirán en las tostas que tan bien casan con el foie. Porque aquí el pan se hornea y se cuece de forma tradicional y luego se deshidrata, explican.

En el horno de Jesús, al frente, la mirada se encontrará con el engranaje que trabaja -una media de 40 empleados en total, el 70% mujeres- , por turnos, durante 24 horas. En el suelo, una línea del tiempo. Cada cambio de baldosas marca una ampliación del negocio, recuerda Rubén López, séptima generación de la casa, director de marketing y hoy, guía.

Cuenta que el horno primero engulló la casa familiar. Después, la familia compró la de los vecinos. Y la de los siguientes vecinos. Los terceros ya no vendieron: siguen viviendo en ella. Y entonces Panadería Jesús amplió instalaciones en una nave industrial a las afueras del pueblo.

Eran los años en los que el pan feo había empezado a expandirse. Mientras crecían los pedidos no sólo los chefs y el consumidor se fijaban en el horno albaceteño. “Un día llegaron unos rusos con un cheque en blanco”, recuerda hoy Jesús padre, sentado junto a sus dos hijos en uno de los almacenes del horno. La foto de los tres revela cuál fue la respuesta.

Pan feo de Jesús López. Cedida

La historia de los López panaderos está marcada, a través de los años, por otras negativas. Porque "no" fue lo que le dijo Eliecer López, el abuelo, a sus dos hijos en 1982 cuando le explicaron que el negocio de magdalenas que hasta el momento les había ido tan bien estaba en quiebra e iban a pedir suspensión de pagos. “¿Una ley que permitía no pagar a quien le debías dinero? Eso a mi padre no le parecía bien. Nos dijo: ‘vosotros veréis, pero aquí se paga lo que se debe. Voy a tomarme un café y cuando vuelva, que esté arreglado”. El arreglo duró muchos años, hubo que vender tierras y trabajar duro, pero los López rehicieron el negocio y pagaron sus deudas. Y hasta hoy.

La séptima generación, Jesús, maestro panadero, y Rubén, maestro del marketing, aseguran que cada día prueban nuevos productos y “amasan ideas”. Juntos son algo así como la I+D de la artesanía del pan. Una investigación delicatessen en la que de la harina al resto de ingredientes todo se mima al detalle que ha creado un pan soplao. Algunos chefs lo sirven relleno.

Su I+D también está vinculada a la tierra. Y le han puesto ajo negro de Las Pedroñeras a unas tostas crujientes. También está vincilada al medioambiente: “Nos abastecemos con placas solares para dejar un mejor planeta a la siguiente generación y trabajamos con envases reciclados al 80%”.

Y si creían que no se puede inventar nada nuevo en el pan, atentos a la octava generación. El pequeño Jesús, hijo, nieto, biznieto, tataranieto, etc.. de panaderos, ya juega en el obrador con la masa y dice que quiere ser… inventor. Aún habrá que esperar.

Jesús López y Angelina Casado, sexta generación. Cedida

A pesar de las ocho generaciones, escasean los documentos gráficos de las primeras. “Antes no había fotógrafos en el pueblo”, recuerda Jesús padre y abuelo, que de joven repartía pan por la zona en bicicleta y magdalenas en camión por toda España. En Madrid, su hermano y él daban el desayuno tres veces a la semana en varios cuarteles: no sólo magdalenas, también tortas de manteca… Hasta 30.000 soldados desayunaban made in Pozo Cañada, recuerda. Camión cargado y a distribuir donde tocara. Una noche, de vuelta a casa desde Madrid, antes de la quiebra, su hermano, el tío Paco, le esperó a la entrada del pueblo. "Pero Paco, ¿qué es esto de salir a recibirme?", le dijo. Con la preocupación del momento y el desahogo de ver a su hermano, este contestó: "Es que ha habido un golpe de Estado".



Por aquel entonces, Pozo Cañada (hoy tiene 2.800 habitantes) era una pedanía de Albacete. En los últimos años, la localidad ha ganado independencia -se separó de la ciudad en 1999-, pero ha perdido la parada de tren. Fue clave en la línea Madrid- Cartagena, algo que aprovechó el abuelo Eliecer. Aquel que dijo que de suspensión de pagos -antiguo concurso de acreedores-, nada. Él había puesto en marcha una línea de venta de pan basada en el ferrocarril. “Entonces en cada estación había un apeadero, y hablamos de años en los que no había dinero, pero los ferroviarios sí cobraban su nómina cada mes y mi padre les vendía el pan de aquí a Cartagena”.

Jesús López y Rubén López, séptima generación de panaderos. Cedida

El sistema de encargo, distribución y cobro era todo un invento para la época. El pan se cargaba en mulas y carros hasta la parada de Pozo Cañada y luego se distribuía en cada parada. El mismo abuelo se montaba una vez al mes en el tren para ir cobrando estación por estación lo que le debían. El recibo del pan a mes vencido.

Y así, cada generación de López ha ido haciendo e inventando, con la distribución, la forma y los ingredientes, con el pan. Ese producto que, como recuerda Jesús padre, no engaña, porque “no se puede lavar”. Partidario de un equilibrio entre la venta y la producción, orgulloso de la saga que representa y de sus hijos, él fue quien le puso el nombre a las cañas de pan feo. “Eso hay que mejorarlo, porque es muy feo”, le dijo a su hijo cuando le enseñó su propuesta de barra de pan en miniatura.

Probablemente nada más decirlo se dio cuenta de que no tenía razón, porque los hijos y el padre se rieron y le dejaron el nombre. El tiempo, como a todos los López panaderos, les ha dado la razón. Hoy producen decenas de miles de unidades al día, y los panaderos están en casi todos los foros gourmet de España y de vez en cuando los invitan a contar su historia en encuentros de grandes empresas con las que, aseguran, no pueden compararse en cifras de facturación.

Panadería Jesús no siempre se llamó así. Por lo general, a lo largo de los siglos tomó el nombre de la panadera, quizá por eso de que la mujer solía estar en el despacho. Con el abuelo Eliecer fue el horno de Ester y con Jesús, el despacho de Angelina, la madre de Jesús y Rubén, quien, por cierto, no tenia en sus planes lo de ser panadero. “No me gustaba madrugar”, cuenta hoy. De hecho, trabajó una etapa en otro negocio.

Hoy Rubén tiene en su despacho un mapa en el que marca los puntos que conquistan sus panes y en una línea del tiempo compara hitos históricos con los de Panadería Jesús. Marcado en rojo, el 2018: ese año se produjo el desembarco de las cañas de pan feo en América. Premonitorio o no, todo sin mover el horno en dos siglos de lo alto de una calle llamada Cristóbal Colón.

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