Pepe Barahona Fernando Ruso

Antonio se despidió con lágrimas de Encarna, la mujer con la que cumplirá 65 años de casados el próximo 12 de agosto. Era la primera vez que este matrimonio de nonagenarios se separaba desde que en los años 50 él se iba a Suiza para trabajar en la construcción. Apenas se ven desde el 31 de mayo, con suerte una vez por semana; ella está muy torpe para los desplazamientos y él se fatiga cada vez que completa en el coche de su hijo los diez kilómetros escasos que hay entre su residencia de Dos Torres y la de su esposa, en Alcaracejos. Tampoco hablan por teléfono. A sus 91 y 93 años los oídos ya fallan y hacen imposible cualquier atisbo de conversación.

“Yo sé que ella pregunta por mí, que dónde estoy, y se queja de que está sola”, cuenta torpemente Antonio. “Cuando vamos a comer pienso en él, en qué le pondrán de comer a mi marido”, replica Encarna a diez kilómetros de distancia.

La avejentada población de la comarca de Los Pedroches tiene saturadas las residencias de mayores de los pueblos de la zona. Pese a la odisea de encontrar dos plazas para que el matrimonio pudiese vivir juntos y después de siete meses conviviendo en un geriátrico pagando sus plazas privadas, la Administración los ha separado después de concederle a Encarna una plaza concertada en otro pueblo distinto al que vive Antonio. “Se van a morir sin estar juntos”, critica Basilio, el único hijo del matrimonio.

Encarna mirando la cama vacía de su habitación en Alcaracejos (Córdoba). Foto: Fernando Ruso.

En Alcaracejos, en la residencia de mayores Antonio Mansilla, vive Encarna. Apenas hace dos meses que se mudó y no tiene aún fotografías de su marido. Por eso, cuando los reporteros de EL ESPAÑOL le ponen en sus manos una de cuando su esposo era joven, brota el recuerdo de cuando se conocieron. “Este hombre es Antonio Romero Jurado”, acierta a decir venciendo la demencia senil que hace estragos en su memoria desde hace ya varios meses.

“No sé cómo un hombre tan guapo se fijó en mí”, se pregunta. “Y eso que yo al principio no lo quería —advierte—, pero hicimos las paces”. Encarna Aranda Muñoz se ríe sin parar de mirar el retrato sepia de su marido. Los dos se casaron el 12 de agosto de hace 65 años en la iglesia de la Encarnación de Santa Eufemia, el pueblo en el que nacieron y en el que han vivido hasta el pasado mes de noviembre.

Los problemas de salud de ella, agravados por una intervención en la que le pusieron un marcapasos, obligaron al único hijo del matrimonio a tomar la difícil decisión de llevar a sus padres a una residencia para mayores. Ya no valían parches, ni asistentas que resolvieran los quehaceres de los nonagenarios apenas unas pocas horas al día. Antonio y, sobre todo Encarna, necesitaban cuidados específicos. “Traté de mantenerlos en su casa el mayor tiempo posible, en su entorno, pero ya llegó un punto en el que era imposible mantener la situación”, afirma Basilio. Incluso Encarna, en un momento de lucidez, llegó a decirle: “Hijo, dispón lo que sea, porque no podemos estar en la casa”. Y empezó el calvario de buscar una residencia en la que pudieran vivir ambos.

Antonio en la habitación de la residencia que ocupa en la localidad de Dos Torres (Córdoba). Foto: Fernando Ruso.

La odisea para encontrar dos plazas juntas

“Si ya era difícil encontrar una plaza libre, dos…”, apunta Basilio, de 60 años, casado y con dos hijos. Entabló contacto con todas las residencias de la comarca de los Pedroches. Evitaban que sus padres tuvieran que alejarse mucho de Santa Eufemia, un pequeño pueblo situado al norte de la provincia de Córdoba, en los límites con Ciudad Real y Badajoz. Rechazaban municipios como Lucena o Cabra, bastante distanciados de los pocos amigos que quedan y de la única familia que tiene el matrimonio en los alrededores, la hermana de Encarna y algunas sobrinas. Antonio también conserva dos hermanas, pero en Zaragoza y Ciudad Real, que emigraron de Andalucía en la posguerra.

En todas las residencias de la zona se repetía la misma respuesta. Era imposible encontrar dos plazas juntas. Casualmente, en plena búsqueda, fallecieron cuatro ancianos en la residencia de Dos Torres, La Magdalena, y quedaron varias plazas disponibles.

A mediados de noviembre, el matrimonio se despidió de la casa en la que vivían y del municipio en el que habían pasado toda su vida e ingresaron en la residencia de Dos Torres. Eso sí, previo pago de dos plazas privadas. “Unos 2.300 euros mensuales”, resume Basilio. “1.050 euros al mes más demás extras, pero multiplicado por dos”, amplía.

Antonio en la habitación de la residencia que ocupa en la localidad de Dos Torres (Córdoba). Foto: Fernando Ruso.

Y todo ese gasto, soportado solo con la ayuda de una pensión agrícola de 786 euros al mes y otros 50 euros de cuando Antonio y Encarna estuvieron recogiendo manzanas en Francia como temporeros. De su etapa como trabajador de la construcción en Suiza recibió un pago único de alrededor de un millón de pesetas.

Dado que los ingresos no podían aumentar, la opción más lógica era reducir los gastos. Encarna llevaba desde marzo de 2017 esperando la valoración por la Ley de Dependencia para que cambiasen su estatus de ayuda a domicilio a residencia. Antonio también esperaba la cita con la valoradora, pero en su caso para que le otorgaran el grado de dependencia con el que acceder a una plaza concertada.

“Pero la valoradora dijo que mi padre, con 93 años, estaba estupendamente, que no tenía grado alguno de dependencia”, explica su hijo. “Él se hizo el valiente, se puso mejor de lo que estaba. Mintió un poco. Dijo que todo lo hacía solo, que no se orinaba, que se vestía solo, que dormía de noche solo… todo al revés”, añade Elisa, la esposa de Basilio desde hace 27 años.

Gastos de 2.300 euros al mes

A medida que pasaban los meses menguaban los ahorros. “A un ritmo de 2.300 euros al mes, pues imagínese usted el tiempo que le pueden durar los cuatro ahorros de toda su vida”, apunta el hijo. La situación era tan comprometida que Antonio le firmó a Basilio un poder notarial para que el heredero pudiese vender el huerto si hiciese falta. O las cuatro cercas de olivos que tiene el matrimonio de nonagenarios. “Nada, unos 150 olivitos; ¿pero quién me lo va a comprar? Más de la mitad de los vecinos de Santa Eufemia son mayores de 85 años y quién se va a meter a comprar tierras”, se pregunta.

Encarna andando con dificultad por los pasillos de su residencia de Alcaracejos (Córdoba). Foto: Fernando Ruso

“Aunque quiera vender las tierras de mi padre, no podría, ¡sería un milagro! Un remiendo para dos meses. Y la casa… habría que regalarla, porque estaría mal pagada. Y malvenderla me costaría mucho porque es el sudor de toda su vida. La ilusión de ellos”, asegura.

De momento, explica Basilio, quedan ahorros, pero sabe que se acabarán. Estima que el dinero dará hasta finales de año. “Pregunté en la residencia que qué ocurriría si se acababa el dinero y me dijeron que tendría que hacerme cargo yo —detalla—; pero, ¡¿cómo voy a poder mantener mi casa, a mis dos hijos?! Una tiene 24 años y está parada y otro, que estudia en Enfermería en Melilla. Mi sueldo no me da para sustentar a la familia y ponerle tanto dinero para pagar la residencia”.

La familia respiró el pasado mayo, cuando a finales de mes les comunicaron que le habían concedido a Encarna una plaza concertada en la residencia de Alcaracejos. La noticia alivió los problemas económicos, pero vino a desestabilizar a las partes implicadas. “Mi padre lo ha pasado muy mal, mucho peor que mi madre, porque la ha llorado mucho”, explica Basilio. “Él está ahora muy decaído, la separación le ha sentado muy mal a su salud”, insiste.

Hasta los 90 años, Antonio se subía en los olivos para coger la aceituna. Pese a su baja estatura y lo delgado de su cuerpo, siempre ha sido un hombre fuerte. Acostumbrado a andar grandes distancias incluso con la artrosis de cadera con la que convive desde hace años. “Mi padre nunca ha andado, él siempre ha corrido”, describe su hijo.

La torre de la Iglesia de la localidad de Dos Torres en una vista desde la residencia de mayores en la que se encuentra alojado Antonio. Foto: Fernando Ruso

Encarna ha notado menos la ausencia de Antonio, el principio de demencia senil hace que a veces se vea desorientada. Hay momentos en los que apenas sabe en qué pueblo se encuentra, si en Santa Eufemia, en Dos Torres o en Alcaracejos. Cuando se acuerda de Antonio, pregunta por si ha regresado del campo ya. “No sé para qué va tanto al campo, si solo tenemos un hijo…”.

Ella se mueve torpemente por la residencia. Dejándose caer en los brazos de su hijo y apoyada en el bastón. Con las piernas delgadas y amoratadas. Pero sonriendo, siempre sonriendo.

Separados tras 65 años de matrimonio

“Se preguntan mucho el uno por el otro”, explica Basilio. En la visita de EL ESPAÑOL a ambas residencias ella se queja de que su marido no va a verla. “Lo echo de menos”, asegura la nonagenaria. “Es tan bueno... ¡Ay! Este marido mío no se acuerda de mí porque estando tan cerca como está no viene a verme de vez en cuando”, lamenta.

“¿Quieres que papá se venga a vivir contigo?”, le pregunta su hijo. “No”, responde ella. “No quiero que venga andando”, explica. “Mamá, pero vendría en coche”, replica Basilio. “Ah, entonces sí; a donde vaya mi marido voy yo”, zanja la anciana, visiblemente desorientada en esta historia.

Encarna acompañada por su hijo Basilio Romero Aranda, de 60 años y nuera Elisa Sánchez. Foto: Fernando Ruso

En la residencia de Dos Torres, la conversación es más cabal, aunque con la voz elevada para salvar la sordera de Antonio. “La echo de menos, sus cosas, estar juntos los dos; porque nunca, nunca nos hemos separado, ni un día siquiera. Hasta ahora hemos estado toda la vida juntos. Y ahora, como nos vemos una vez a la semana, pues me paso los días pensando en ella”, explica el nonagenario.

Su última visita fue hace una semana. El miércoles amaneció tirado en el suelo de su habitación. Había resbalado con el orín y, además de varios hematomas en los brazos, tiene una brecha con varios puntos de sutura en la ceja derecha. Está hecho un cristo, por eso su hijo se resiste a llevarlo a la residencia de Encarna. “Si mi madre lo ve así se nos muere”, argumenta.

Antonio mira ensimismado una foto en blanco y negro de cuando Encarna era joven. No aparta la vista ni cuando narra a los periodistas que pasó la noche de bodas en su casa y que no hizo viaje de luna de miel. “Cuando la veo, pues qué voy a hacer —sonríe—, pues hartarme de llorar”.

Antonio acariciando un retrato de su esposa Encarna, quien se encuentra en otra residencia a más de 10 kilómetros de distancia de su marido. Foto: Fernando Ruso

—¿Le gustaría volver a vivir con su mujer?

—Pues ya ve usted, sería lo más bonito que viviera. Ojalá sea pronto. Cuanto antes mejor. Yo sé que ella pregunta por mí, que dónde estoy, y se queja de que está sola.

—Porque el teléfono…

— [Ríe]. Si hablo yo, ella no me oye; si habla ella, el que no oigo soy yo.

—Y el coche…

—Me monto y me llevo mareado dos días. Desde el día de antes ya estoy malo. Andar es lo que quisiera, pero coche… mejor que no. Me mareo mucho.

Del matrimonio solo Antonio puede ir de una residencia a otra. Mover a Encarna sería inimaginable por sus problemas de salud. “Uy, si tú supieras la fatiga que se pasa para montarla en un coche”, narra Basilio. Ella deambula apoyada en un bastón, muy despacito. Además, moverla es desorientarla. No sabe si está en Santa Eufemia, en Dos Torres o en Alcaracejos. Se desorienta con mucha facilidad.

Encarna con la foto de su esposo entre sus manos. Foto: Fernando Ruso

El coche, una tortura para Antonio

Pero a Antonio no le gusta el coche. “El olor a la gasolina le pone el cuerpo malo, de siempre, eh”, explica su hijo. “Antes de montarse del coche no come —sigue—; tampoco después, hasta que pasadas cuatro o cinco horas el estómago se le asienta”. Por eso nunca lo avisan del viaje. Al menos así come algo.

Pese al coche, los primeros encuentros fueron más efusivos. “Ahora han decaído mucho”, detalla Basilio, que teme que dentro de poco su padre no esté en condiciones de viajar y el matrimonio se quede incomunicado para siempre. Hace una semana tuvieron la sospecha de que pudiera tener rota la cadera, lo que hubiese puesto el punto y final a todos sus viajes.

Si él muriese, a ella no se lo diríamos; al contrario, puede que sí, porque mi padre está más consciente”, explica el hijo. “Me parece lamentable que los dos estén separados y mucho más lamentable me parecería que alguno de los dos faltase sin que estén juntos. Porque eso es inhumano. Después de 65 años juntos”.

—¿Cuál es la solución?

—Que mi padre se vaya con ella, que le den una plaza en la residencia de Alcaracejos. Da igual que sea concertada o privada, aun pagando, pero que estén juntos. Porque es un trastorno. Se van a morir solos.

Pero la solución parece lejana, pese a los mensajes optimistas de la dirección de la residencia de Alcaracejos, que les ha anunciado que en breve el matrimonio podría volver a vivir juntos. Aunque ya llevan varios meses y saben que hay ancianos esperando el mismo recurso y tienen prioridad frente a Antonio. Por el momento, la familia recibe el apoyo de la Plataforma Ciudadana para la Defensa de las Personas Mayores y Dependientes (PCMyD), surgida en Pozoblanco el pasado mes de noviembre, que ha mantenido comunicaciones telefónicas con la delegación de Igualdad y Políticas Sociales de la Junta de Andalucía en Córdoba.

Antonio Romero Jurado, con 93 años y su esposa Encarna Aranda Muñoz, de 91 años, quienes viven en geriátricos separados por unos 10 kilómetros, entre Dos Torres y Alcaracejos, localidades del Valle de los Pedroches (Córdoba). Foto: Fernando Ruso.

Su presidenta, María José Vázquez, explica a EL ESPAÑOL que pese a que la Administración le asegura estar comprometida con el caso de esta familia no se atisba una solución en un plazo razonablemente corto. Y culpa a la Junta de dejadez por mantener durante dos meses al matrimonio de nonagenarios. “Se están moviendo los papeles, pero este es un caso urgente, y se van a morir sin estar juntos”, advierte.

De no solucionarse, la plataforma anuncia que llevará a cabo movilizaciones como las que ya ha programado en anteriores ocasiones por lo que ellos consideran “inactividad de la Junta” ante la “omisión de una serie de servicios y prestaciones amparadas por ley y absolutamente necesarias en un medio rural tan disperso y singular como el de Los Pedroches”.

Mientras, Encarna y Antonio siguen separados. Y así seguirán, si nadie lo remedia, cuando el próximo 12 de agosto cumplan 65 años de casados. “¿Dónde está y qué hace mi marido?”, se pregunta ella. A diez kilómetros, él responde. “Hemos estado juntos toda la vida, ¿qué voy a hacer? Pues echarla de menos”.