Exactamente a las 11:31 de la noche del miércoles, Alejo Stivel abrazaba a Ariel Rot en el centro de escenario del WiZink Center y parecía que, efectivamente, algo muy grande concluía. La sensación de resolución llevaba casi dos horas en el ambiente, tras una larguísima y triste espera por la pandemia, y prometía llevarse algo que ha acompañado a varias generaciones a lo largo de su propia trayectoria personal.

Esta vez, probablemente para siempre, los fundadores de Tequila apuraban un último instante, un último abrazo. El recinto estallaba en aplausos y parecía que la gente, tras ese postrero Salta, confiaba su futuro a otros rockeros, quizá a unos aún desconocidos, a unos que quizá estén por ahí, pero que no son sus amigos, como lo han sido estos dos talentos.

En ese estrujón último no concluía solo la andadura de Tequila, parecía que lo hacía, al mismo tiempo, una parte (una de las más divertidas, juguetonas e insaciables), de la de los presentes; una que costaba soltar; una que se esfumaba ahora de la realidad para convertirse en el reflejo de la nostalgia de quienes fuimos.

Ese último abrazo animaba a recordar que, cuando el régimen comenzaba a desintegrarse, hacia 1976, Tequila se inventó el rock en español. Su único precursor había sido Moris y su maravilloso Fiebre de vivir, ese disco que festejaba la juventud, la libertad y el Madrid de los 70, y que Alejo homenajeó en esta gran última fiesta. Ariel elevó el Sábado a la noche del músico argentino afincado en la capital a uno de los momentos de máxima envergadura de la noche, tal vez de todas las noches en el gran recinto madrileño. Parecía que todos volvíamos a tener 14 años y que la vida, mucho más que atrás, fingía deambular aún por delante.

"Tequila disparó el entusiasmo de una generación clave en la consecución y consolidación de la democracia española, pero las dificultades en la gestión de ese éxito, de aquellas drogas, ahogaron a la banda"

Manolo Iglesias, Julián Infante y Felipe Lipe, junto a Ariel y a Alejo, conformaban en la segunda parte de los 70 el aliento de una juventud que quería despegarse de los años grises y empezar una página en blanco. Una en la que la policía no te persiguiera, porra en mano, por manifestarte en las avenidas universitarias; una libre de pesadillas de anteriores, tan recientes; una que contuviera sombras más parecidas a la del entonces exótico Londres o las del entonces remoto París.

Tequila contribuyó a todo ello desde su primera aparición televisiva en el mítico Un, dos, tres… responda otra vez de Chicho Ibáñez Serrador. Su energía sobre el escenario, sus letras desgarbadas y frescas, su aire rompedor invitaban a pensar, después de tantos años de represión y de limitaciones, que otro país, y otra vida, eran posibles. Esa es su historia mayúscula: alentaron con toda pasión, y también todo el riesgo, a forjar ese nuevo espacio en el que después nos hemos encontrado.

En ese cálculo dispararon el entusiasmo de una generación clave en la consecución y consolidación de la democracia española, pero las dificultades en la gestión de ese éxito, de aquellas drogas, ahogaron a la banda. La heroína primero y el SIDA después destruyeron la vida de dos de sus cinco componentes, Manolo y Julián. La tensión entre los integrantes los separó en 1982 después de cuatro álbumes excelentes.

Tequila no formaron parte de la movida: su Matrícula de Honor (1978), su primer disco, que ya contaba con la canción que abrió la noche, Rock and Roll en la plaza del pueblo, resultaba no solo anterior sino mucho más ambicioso que el propio movimiento cultural que arrasó en los años 80. Ellos no solo estaban por encima de otras grandes propuestas musicales (Nacha Pop, Radio Futura, Los Secretos) y de otras menores (Kaka de Luxe, Elegantes, Alaska), sino que se movían en otros registros. Eran, verdaderamente, los Stones en castellano y traían, en forma de rock, aire fresco a un país aún contaminado.

Tequila ya son historia. En todos los sentidos. Todo terminó con ese abrazo entre Stivel y Rot rodeados del calor, en una noche gélida, de miles de fans. Esta “locura hermosa” que fue Tequila, como la llamó Ariel sobre el escenario, no tenía la pretensión de ejercer de puente entre los años macabros y la explosión feliz que le siguió, pero lo hizo. Ahí está su legado. Bueno, ahí y en la diversión. ¿Existe alguna motivación mayor?

*** Ángel F. Fermoselle es escritor.

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