Con Poli Díaz coincidí fugazmente hace ya más de dos décadas en un antro de la noche madrileña. Poli iba hasta arriba de todo y se tambaleaba semiinconsciente en la oscuridad, aturdido como marmolillo a punto del descabello, acompañado por dos o tres chavales algo más jóvenes que él y que tal vez no fueran más que amigos de ocasión o por interés, pero que le protegían no tanto de los demás, sino de sí mismo y de sus fantasmas. Marometes y canis de discoteca que parecían admirarle y tenerle aprecio. 

Tras aquella pelea con Pernell Whitaker en Norfolk (Virginia) en julio de 1991, su estrella había comenzado a apagarse. Poli había iniciado su descenso a los infiernos. Su hundimiento en la ciénaga de las sustancias y la vita pericolosa

Yo, al reconocerlo aquella madrugada en un rincón cerca de los lavabos en el que sus amigos se turnaban para jugar en un pinball, tuve el atrevimiento que a veces confiere el alcohol de abordarlo diciéndole sin mala intención algo que (pensaba) podía ser simpático: “El que tuvo, retuvo” o algo así. Quizá sin mucho convencimiento de que quien tras aquella impenetrable mirada triste y extática parecía estar sumergido en una inmensa sima, con el chunda, chunda del bakalao a todo volumen, fuera capaz de oírme.

Pero algo debió de percibir Poli desde la profundidad de aquel abismo y maldita la gracia que debió de hacerle mi comentario, porque tras una serie de balbuceos propios de quien no puede articular palabra, pero poco a poco va emergiendo de su letargo, comenzó a blandir ante mí sus legendarios puños en ademán de inocente amenaza

Poli había llegado a los gimnasios y alcanzado fama cuando ya quedaba lejos la edad de oro del boxeo español en el tardofranquismo

Atajé la situación con una sonrisa a la que él correspondió con un enfurruñado gesto infantil (que me causó ternura) antes de volver a mover los brazos para hacer guantes imaginarios. Ahora ya no en dirección a mí, sino al vacío, lanzando varios directos y crochets al aire mientras uno de sus edecanes poligoneros le pasaba el brazo por el hombro y me dirigía una mirada entre cómplice y conminatoria para que me alejara de allí

Poli había llegado a los gimnasios y alcanzado fama cuando ya quedaba lejos la edad de oro del boxeo español en el tardofranquismo, la de los José Legrá, Pedro Carrasco y Perico Fernández. Cuando, tras el silencio al que había sido condenado, este deporte (que, como todos los de lucha, se diferencia del resto en que se trata de algo muy distinto a un juego) conoció un renacimiento televisivo que lo sacó de las catacumbas gracias a la Tele 5 de Jaime Ugarte y Xabier Azpitarte y la llegada a la dirección de RTVE de Pilar Miró

Era la España del felipismo tardío de los primeros 90, la del pelotazo económico, las Olimpiadas y la Expo de Sevilla, la de Javier de la Rosa y las Torres Kio, de Filesa y de Mariano Rubio. O, ya coincidiendo con la primera victoria de José María Aznar en el 96, la de aquella Eurocopa en Inglaterra, con Javi Clemente, en la que nos fuimos otra vez para casa en cuartos al perder en los penaltis con los anfitriones.

Esa fue la España del Potro de Vallecas. La España en la que, tomando prestado el título de un libro de Juancho Armas Marcelo, y gracias a los fondos europeos y al descubrimiento de la libertad, fuimos Marilyn (aquel otro juguete roto) durante unos años y vivimos tantas esperanzas, ingenuidades, locuras, fiascos y sueños de grandeza. Eso sí, sin haber perdido, ay, ni un solo pelo de la dehesa. 

Una España de la que, si bien Norma Jean Baker puede constituir elocuente metáfora, Poli Díaz es epítome de carne y hueso.

Poli no sólo fue durante varios años campeón de Europa y llenó varias veces el Palacio de los Deportes, sino que se codeó hasta con el hoy rey emérito

El chico cuya familia en los años 70 aún pasaba hambre y no disponía de agua corriente en el barrio madrileño de Palomeras alcanzó el éxito de la mano del empresario felipista Kike Sarasola, algo así como el pata negra de la beautiful people de La Bodeguilla. Poli no sólo fue durante varios años campeón de Europa y llenó varias veces el Palacio de los Deportes, sino que se codeó con la jet set y hasta con el hoy rey emérito. Quien, según contó una vez Poli, le pidió que lo tutease. 

Pero del mismo modo que el Potro de Vallecas no fue capaz de metabolizar bien aquellos cambios, a aquella España de nuevos ricos horteras que tan certeramente retrató Bigas Luna en Jamón, jamón y Huevos de oro se le atragantó también el éxito más de una vez. Y es que no sólo ocurrió muchas veces que queríamos, pero no podíamos. Sino, sobre todo, que podíamos, pero no sabíamos.

Pronto íbamos a despertar de aquel sueño y caer en la cuenta de que contábamos con las mayores cifras de fracaso escolar de Europa y de que estábamos a la cola del informe PISA en competencia estudiantil.

Por no hablar de la lacra de la violencia de género, de la que Policarpo Díaz, ese juguete roto de los tiempos del pelotazo, ha sido estos días acusado y por la que está hoy entre rejas en Canarias.

Y es que, al margen de cómo termine este nuevo combate de Poli con la Justicia, y de que este lo deje (o no) definitivamente noqueado, su biografía da mucho que pensar acerca de si hemos cambiado o no en mentalidad y costumbres, pese a aquellos fastos de los 80 y los 90 durante los que (se supone) tanto prosperamos y fuimos tan felices.

Porque aquella España ensimismada en su éxito y que comenzó a presumir de europeidad también era la de Jesús Gil y la del Ay, qué calor de Luis Cantero. O la del viscoso morbo de la Tómbola de Ximo Rovira y la chabacanería del Mississippi de Pepe Navarro. La España de antes de que, con Crónicas Marcianas y Sálvame, la telebasura se normalizase al adquirir cierto marchamo de qualité progre seudointelectualoide y de cotidianidad entrañable.

*** Federico Echanove es periodista.

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