Un mensaje en la marcha de Santa Cruz de Tenerife tras el asesinato de las niñas Olivia y Anna.

Un mensaje en la marcha de Santa Cruz de Tenerife tras el asesinato de las niñas Olivia y Anna.

LA TRIBUNA

Poniéndole etiquetas al horror

"Vamos a creer y acompañar a todas las mujeres cuando denuncian la violencia machista hacia ellas o sus hijos e hijas" (Irene Montero)

16 junio, 2021 01:41

Un padre ha matado a sus dos hijas, de uno y seis años. Su único móvil ha sido el de hacer a la madre el mayor daño imaginable.

Conmueve por los hechos que sabemos, pero también por el dolor y la angustia que se intuyen. Por el infierno que estará sufriendo, y sufrirá por siempre, una madre devastada, y por el terror que habrá dominado los últimos momentos de las niñas, paralizadas y confundidas por el monstruo que tenía la forma de su padre.

Conmueve, pero también inquieta porque nos recuerda que el Mal absoluto existe. Porque nos despierta del espejismo de seguridad que crean el progreso y la civilización, advirtiéndonos de que, por muy compleja y evolucionada que sea nuestra sociedad, por infatigable que se demuestre la colosal maquinaria productora de etiquetas de nuestro recién conquistado paradigma del Bien, bautizando y condenando sin tregua los pecados de nuestros padres, sigue habiendo monstruos cuya explicación se escapa a la del socorrido atavismo.

Quien asesinó a Olivia y a Anna no fue un pueblo ni una iglesia ni un partido. Tampoco un sexo. Fue un individuo, en la acepción más puramente etimológica del diccionario. Una persona, “con abstracción de las demás”.

Su barbarie no se puede explicar por la pervivencia de los prejuicios y las discriminaciones de nuestros mayores. Y por ello, porque su maldad es ajena y muy muy anterior, el caso de Tomás Gimeno elude todas las etiquetas disponibles: machismo, explotación, patriarcado…

Monstruos los hubo, los hay y los seguirá habiendo siempre. Y para combatirlos es necesario distinguirlos

Hace dos semanas, una madre mató a su hija de cuatro años. Su móvil fue también hacer daño al padre, del que estaba separada. Quería que volviese con ella. Como él se negó, decidió vengarse, e hizo lo mismo que Tomás.

La difusión de esta noticia fue mínima. No hubo ni opinadores ni peritos antropólogos en busca del gen grupal culpable. Ningún colectivo convocó manifestaciones de repulsa. El Ayuntamiento donde vivían víctima y verdugo ventiló el asesinato de una niña a manos de su madre calificándolo de “muerte en dolorosas circunstancias”.

El Mal absoluto lo es porque no conoce de nacionalidades, clases, religiones o ideologías. Tampoco de sexos. El que Tomás Gimeno fuese español, pudiente, religioso o ateo, conservador o progresista, y hombre no es la causa de que matase a sus hijas. Como tampoco es su sexo femenino la causa de que la madre de Sant Joan Despí matase a la suya.

Lo hicieron porque tanto uno como otra son unos monstruos, capaces de desposeer de toda humanidad a sus propios hijos, y cosificarlos hasta reducirlos a la categoría de simples herramientas de su venganza

Él y ella son los únicos responsables. No la sociedad a la que pertenecen ni la fe a la que rezan ni el sexo que tienen.

Monstruos los hubo, los hay y los seguirá habiendo siempre. Y para combatirlos es necesario distinguirlos, pero para distinguirlos es imprescindible reconocer que existen. Por sí mismos. Sin recurrir a ninguna identidad colectiva para entenderlos.

El horror se aprovecha como banderín de enganche para el reclutamiento de nuevos creyentes

Sólo identificando al enemigo se puede concentrar en él los esfuerzos. Previniendo su maldad. Concienciando a sus padres, hermanos y amigos de que, detrás de un hombre o una mujer violentos, egoístas, huérfanos de empatía y narcisistas, puede esconderse una amenaza para sus hijos. Y sacrificando, ya de una vez por todas, los sacralizados derechos de un progenitor sobre sus hijos en aras del interés superior de estos.

Pero, sobre todo, sólo identificando al enemigo, sin vasallajes ideológicos ni adulteraciones interesadas, se puede evitar distraer las fuerzas y los recursos en campañas y en ingenierías sociales disparatadas.

Aún no se ha encontrado el cuerpo de la pequeña Anna, y la jauría política ya se ha desatado al olor del espanto de una sociedad conmocionada. El horror se aprovecha como banderín de enganche para el reclutamiento de nuevos creyentes. Creyentes para sus doctrinas sectarias de identidades y odios.

Se ha llegado hasta el extremo de culpar a la Justicia, cuando esta ni siquiera llegó a intervenir porque nunca medió una denuncia, o de equiparar a la madre de Olivia y Anna con Juana Rivas, condenada a dos años y seis meses de prisión por haber sustraído a sus hijos.

Tres niñas han sido asesinadas. Lo único decente es horrorizarse. Lo único útil, no poner etiquetas al horror. Todo lo demás sobra.

*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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