A Irene Montero le “pesa especialmente” no haber podido “llegar a tiempo” al asesinato de dos niñas a manos de su padre, y en ese creer que se puede llegar a tiempo se encuentran comprendidas todas las tiranías de la historia.

La creo, veo la carga de la injusticia del mundo sobre sus espaldas y no dudo de que está convencida de que ella podría haberlo evitado.

No es una estrategia electoral, ella tiene su fe y cree que la justicia feminista acabará con el problema. Lo ve todo muy sencillo, con esa inteligencia angélica propia de los iluminados. La oscuridad del mal que a todos nos ha mantenido callados durante unos días, a ella se le presenta clara y distinta, y lo explica así de fácil: “Ante la violencia machista, la justicia feminista”. Y listo, se acabó el problema.

Irene ha entendido lo que no tiene explicación, lo que nadie era capaz de imaginar, lo que ni siquiera estábamos dispuestos a aceptar, y nos lo ha explicado para tontos.

Todas las miradas sobre la muerte de unos niños, ¡cómo no! ¿Qué puede haber más repulsivo que la injusticia contra un inocente, el más inocente de todos, un niño?

Pensar en el sufrimiento de la madre, ¡por supuesto! Todos somos hijos, y nos es inmediato pensar en las veces que hemos visto sufrir a nuestra madre. Es fácil empatizar, es humano, y afortunadamente solemos hacerlo.

¿Que nos regodeamos en ello, que nos frotamos con las fotos de los niños para provocar lágrimas de autocomplacencia? Normal también. Nada nuevo bajo el sol. La tragedia provoca morbo, y también somos la basura que consumimos, ¡qué le vamos a hacer! No somos esos espíritus puros que nos imaginamos cuando nos comparamos con los demás.

Pero no entendemos nada de lo importante porque ni siquiera somos capaces de señalarlo. La pregunta más acuciante, la que tiene más difícil respuesta, la que deberíamos habernos hecho todos, no la hemos ni rozado. ¿Por qué un padre mata a sus hijos? Nos parece obvio y lo resolvemos de un plumazo, como alumnos aventajados que somos. “Es un machista” o “pena de muerte” y listo.

Y nos quitamos la molestia de encima como quien espanta a una mosca de verano.

Una sociedad idiota ante el mal aceptará a idiotas como solución

El mal lo hacen los demás, es cosa de otros. El mío me lo como, mi basura la meto debajo de la alfombra, y si las sábanas me aplastan, me empastillo y al día siguiente escribo contra los depresivos del otro bando, porque el mal siempre es de los demás.

Somos una sociedad especialmente estúpida para el mal. El narcisismo se toca con la culpabilidad, pero no queremos darnos cuenta. Estamos sometidos constantemente a nuestro propio tribunal. Ya sé que a mi vecino le importa poco lo bien que he desayunado hoy y lo feliz que estoy en Instagram, pero es que no lo publico por él, lo publico para convencerme a mí mismo.

¿Cómo mostrar a los demás la otra mitad de mi vida si yo mismo no me atrevo a mirarla? Estoy obligado a demostrarme a cada instante que soy un tipo estupendo, sin mácula, inasequible a la derrota, y por eso mismo estoy condenado también a comprar discursos salvíficos, aunque la que los pronuncie tenga un rictus de dureza en la cara que exprese más una condena que una promesa.

Negar el mal nos hace más débiles y crueles. Una sociedad idiota ante el mal aceptará a idiotas como solución. El mal es cosa seria, bestial, descomunal, y por eso nadie debe mirarlo de frente. Es mejor reírse de él, burlarse, y tomárselo con un poco de sentido del humor. Nuestra imbecilidad es directamente proporcional a nuestra seriedad. Somos serios como asnos, y duros como piedras.

Estas ministras realmente van por delante de la sociedad, de los hombres, del pecado y de la justicia universal

Pero el mal sigue ahí, el nuestro y el de los demás, y ahí seguirá, siempre un instante antes que nuestra iniciativa, siempre un paso por delante, siempre dispuesto a hacernos tropezar. Por eso me sorprende que Irene Montero se lamente de haber llegado tarde. Afirmar que uno puede llegar antes que el mal y quedarse esperándolo a portagayola supone una fe en sí misma digna de los dioses.

Estas ministras realmente van por delante de la sociedad, de los hombres, del pecado y de la justicia universal. Su promesa de bien para la humanidad no tiene límite y su capacidad para explicarnos a los demás los problemas del mundo es infinita.

Y yo la creo, estoy convencido de que cree en la justicia feminista y de que ella es su encarnación. No es sólo una estrategia ni mero oportunismo, es fe.

De lo que tengo serias dudas es de que se haya parado un instante a mirar a la cara a un padre que ha asesinado a sus hijos y haya tenido las agallas de constatar que es un tipo perfectamente normal, como tú y como yo, y como ella, que tampoco era capaz de hacer aquello hasta que lo hizo.

Entonces se daría cuenta de que ningún mal nos es ajeno, y de que lo mejor que nos puede pasar a todos es que la política llegue siempre tarde. No olvidemos que la madre de todas las ideologías es la negación del mal y, a partir de ahí, bienvenidos todos los mesías.

*** Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.

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