Colombia ha cumplido treinta días de paro y protestas que han alcanzado todas las regiones del país. En ese periodo de tiempo, más de cincuenta personas han perdido la vida, más de ochocientas han resultado heridas, muchas de ellas han perdido un ojo y 129 están desaparecidas.

El paro tuvo su origen en el fallido intento de reforma tributaria lanzado por el Gobierno. Pero sus razones van mucho más allá. El descontento se ha acumulado durante años de protestas, promesas e incumplimientos, incluso con el anterior Gobierno.

El descontento, por tanto, no es nuevo. No lo son tampoco la desigualdad estructural ni la pobreza, aunque se han agudizado en los últimos años. Lo que sí es nuevo es la magnitud de la movilización, la amplitud de sectores que la apoyan y la intensa violencia que la acompaña.

Estos factores nuevos complican enormemente la situación. En primer lugar, por la diversidad de intereses, demandas y expectativas que conducen la movilización. Se supone que la cabeza visible de la negociación es el Comité de Paro. Sin embargo, ni su legitimidad ni su papel son indiscutidos.

A los manifestantes los divide también la violencia. En las principales ciudades tienen lugar por la mañana las manifestaciones pacíficas y lúdicas, muy concurridas. Por las noches, la protesta se torna violenta, se traslada a otros puntos más cercanos a los barrios más pobres, y hacen acto de presencia vándalos y actores violentos. La dinámica del malestar ciudadano se configura a través de dos formas tan distintas como el día y la noche.

Esto supone límites a la movilización amplia y pacífica que no apoya los desmanes, ni la ferocidad de los bloqueos que han puesto en jaque a algunos sectores productivos. La situación podría ser una oportunidad para que un Gobierno con liderazgo gestionara políticamente el descontento y promoviera a los pacíficos sobre los violentos.

La protesta es un reflejo de la diversidad de las demandas sociales y del agotamiento del pacto social

No es el caso. El Gobierno es débil y su respuesta es errática. Está tan desconectado de la ciudadanía que el inmenso descontento le tomó, otra vez, por sorpresa.

Pero el mayor problema es que sigue obcecado en buscar la oscura mano de algún villano que explique la gravedad de la situación. Ni Nicolás Maduro, ni las disidencias, ni Gustavo Petro son capaces de movilizar a tantas personas, tan diversas, durante tanto tiempo. Ni siquiera juntos.

La protesta es un reflejo de la diversidad de las demandas sociales y del agotamiento del pacto social. Un pacto que en Colombia ha tratado de formalizarse muchas veces. La más importante, con la firma de la Constitución de 1991. Pero a Colombia le falla el paso del papel a la práctica y el choque entre el país formal y el país real.

Si algo ha distinguido a Colombia de su entorno regional ha sido la calidad de su jurisprudencia y su apego al derecho, que se suman a la pureza del manejo macroeconómico del país. Ambas calidades convivieron perfectamente, por décadas, con un país roto por una de las guerras más sangrientas y bárbaras de la región, que no es poco.

La educada y sofisticada clase política colombiana siempre ha intentado demostrar cómo, con la pulcritud de las leyes, se podía regir un país indómito. Pero debajo del ropaje de sofisticación democrática de la elite subyace una bestia que no duda en transformar la ley en violencia. Si Carl von Clausewitz afirmaba que la guerra era la extensión de la política, en Colombia la política es la extensión de la guerra. La democracia, y la participación se subordinan a una idea continuamente renovada del orden que justifica todos los desmanes.

Se gesta, no una guerra civil, sino una nueva guerra contra los civiles

La existencia del paramilitarismo, los civiles armados que disparan al lado de la policía, la desaparición forzada que no cesa y el asesinato de líderes sociales son las expresiones de un Estado que no monopoliza la violencia. Más aun, una parte de sus elites se valen de ella para mantener su poder.

El monopolio es roto por quienes deberían defenderlo, lo que refuerza a los demás actores armados y criminales. Las guerrillas persistieron alejadas de cualquier propuesta social, antisociales y terroristas, imbuidas en una lógica de guerra de la que se servían muchos. Una lógica que creó enemigos a medida y que se auspició incluso desde la institucionalidad.

El país atraviesa un gran riesgo en este momento. Justo cuando el mundo creía cerrado el capítulo de la guerra, un nuevo ciclo de violencia intenta iniciarse. La incapacidad del Gobierno de romper con la inercia de la violencia y la imposición del orden por encima de la democracia aúpa a esos actores criminales que aprovechan el momento y profundiza la ruptura con los ciudadanos.

Se gesta, no una guerra civil, sino una nueva guerra contra los civiles, como definió Eric Lair al conflicto que durante tantos años carcomió al país y sus jóvenes.

¿Se puede evitar este nuevo ciclo de violencia? Urgen líderes, urge sentar en el banquillo a la clase dirigente, urge construir puentes, acallar las armas y desmilitarizar lo que siempre debió ser sólo política.

*** Erika Rodríguez Pinzón es doctora en Relaciones Internacionales, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas.

Contenido exclusivo para suscriptores
Descubre nuestra mejor oferta
Suscríbete a la explicación Cancela cuando quieras

O gestiona tu suscripción con Google

¿Qué incluye tu suscripción?

  • +Acceso limitado a todo el contenido
  • +Navega sin publicidad intrusiva
  • +La Primera del Domingo
  • +Newsletters informativas
  • +Revistas Spain media
  • +Zona Ñ
  • +La Edición
  • +Eventos
Más información