Conmueve la perplejidad progresista ante los abrumadores resultados madrileños. Este asombro depresivo proviene en parte de un narcisismo cuyas gafas ahumadas impiden ver lo obvio. No sólo en Madrid, la gente está harta, muy cansada y queriendo volver a vivir. A pesar de la fácil repetición del tema del coronavirus en los medios, la población ha acabado sufriendo muchas otras pandemias: las restricciones a la libertad de movimientos, el paro, el aburrimiento, la tristeza y la ruina económica.

Los bares no son en España sólo pan y circo, que no es poco, sino también uno de los escenarios antropológicos donde se organiza la vida común, afectiva y económica. Si no hay terrazas, ni bares, ni cafeterías, la gente tampoco toma un taxi, no va tan fácilmente de compras, no se divierte ni discute de deporte y de política. Tampoco, por supuesto, se desahoga después del trabajo, a la salida de un estrés laboral que esta bendita sociedad de mileuristas ha llevado hasta niveles de paroxismo.

En medio de este panorama, los progresistas se han centrado en ser la policía de la Covid, y han sumado a ello la corrección de los temas minoritarios en boga. El signo común de la nueva izquierda es cierto engreimiento elitista. Una vanidad propia de privilegiados urbanos que desprecian todo cuanto sea feo, tosco, inculto, poligonero, conservador o popular.

Fijémonos en la evolución de los líderes de izquierda en este país, incluso sin salir del PSOE. Desde Alfonso Guerra, Tierno Galván, Joaquín Leguina, José Bono y Alfredo Pérez Rubalcaba, con las enormes diferencias patentes entre ellos, median abismos hasta José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez.

No sólo había en los primeros una fuerte visión del Estado, ausente en los segundos, sino también otro nivel de formación humanista y política muy distinto. Ante todo, con sus mil errores, había en la anterior generación una sensibilidad hacia lo popular que para nada se encuentra en esta última.

Los actuales líderes socialistas giran obsesivamente en torno a una agenda previa y selectiva de temas punteros que, para ocultar la incapacidad en lo común, deben avalar el sello de calidad de su corrección progresista. Ocultando su impotencia ante los retos clásicos de un Estado, nuestra última izquierda ha encontrado en lo minoritario, y en una revisión vengativa del pasado, la forma de tapar su incapacidad frente al envite de una nación moderna que quiere ser algo más que una reserva turística.

En Anguita había un compromiso moral con las necesidades populares; en Iglesias, poco más que sectarismo universitario adornado de rencor

Lo mismo ocurre entre Julio Anguita y Pablo Iglesias. En el primero, y en Santiago Carrillo, había un profundo compromiso moral y político con la elementalidad de las necesidades populares. En el segundo, poco más que sectarismo universitario adornado de rencor. La disolución de los antiguos comunistas en Podemos, disolución que no se hizo sin trampas y coacciones, es culpable de una parte significativa de la actual banalidad nacional.

Formada en la universidad, en el confort de barrios privilegiados o en la consistencia cuasi religiosa de la ideología (que también es otro barrio privilegiado), nuestra actual izquierda ha encontrado en la pureza de sangre de su empoderamiento, que en realidad no tiene principios, la única forma de justificar su marchamo progresista, despegado hace mucho tiempo de la inculta y sucia realidad. Como se ha dicho, Sánchez “ni siente ni padece”, jamás se sale de un pulcro guion prescrito. Y la gente, que no es tonta, acaba notándolo. Tanto o más que los errores de este Gobierno en la gestión (palabra odiosa donde las haya) de la pandemia ha pesado su manifiesta insensibilidad de casta.

No es la inmensa mayoría de la población la que se ha vuelto imbécil o se ha visto empujada a votar, no se sabe por qué misterioso hechizo, en contra de sus intereses. Por el contrario, las terrazas madrileñas están llenas de gente de izquierda que aprovechó hasta la hora límite la liberalidad de Isabel Díaz Ayuso mientras, en un ejercicio descomunal de hipocresía, la calificaba de irresponsable.

La verdad, Ayuso no parece una radical. Poco que ver con Donald Trump, por poner un ejemplo. Simplemente, y esto desarma a nuestro progresismo clónico, permanece pegada a un vulgar (de vulgo) sentido común. Es esto a lo que ella llama liberalismo. Probablemente no se pueda negar que Ayuso ha cometido graves atropellos en el campo de lo público. Pero su gancho popular indica algo más, otra cosa, aunque no sea sólo mérito de ella. La nueva soberbia de la izquierda digital ha despreciado en masa el aplomo popular de su empatía, la inteligencia de su básica coherencia. Obrando así, los progresistas, que con frecuencia tampoco soportan libros críticos como La trampa de la diversidad Feria, le han servido el triunfo en bandeja.

Hay una España vacía, vergonzosamente abandonada. Sin solución de continuidad, hay también una España llena, sobre todo de sí misma. Llena, además, de rotondas, con la inflación de los temas de género y con una preocupación por el heteropatriarcado importada de una elite globalista que vive muy lejos del “hambre y la esperanza” (María Zambrano) de los pueblos.

Sin ir más lejos, si más del 60% de los jóvenes varones de la Comunidad de Madrid han votado al PP o a Vox, eso debe tener algo que ver con la presión que ellos sienten de una furia feminista que a veces parece sacada de una novela de George Orwell. ¿O nos atreveremos a defender que de repente, como en Andalucía, la gente se ha vuelto fascista?

Si Iglesias se ha convertido en el chivo expiatorio de esta nación cainita ha sido porque él facilitó la labor de su propio martirio

Regalando continuamente argumentos a sus rivales políticos, Pablo Iglesias ha sido una parte clave del resultado madrileño. Y no tanto por los magros resultados de su partido como por su papel de símbolo contaminante. Hasta el moderado Ángel Gabilondo, intuyendo el desastre socialista, le ha tendido puentes.

Iglesias se queja, en parte con razón, de haber sido objeto de una campaña de acoso sin precedentes. Pero él mismo ha crecido en la escuela del acoso, la agresión y el desprecio. Antes y después de los escraches en torno a su chalé en Galapagar, Iglesias protagonizó múltiples iniciativas agresivas. Sin remontarnos más atrás en la hemeroteca, recuerden solamente aquella maravillosa rueda de prensa, inmediata a su primera victoria electoral, donde llega a insultar, con una altanería monárquica, al mismo partido con el que decía querer pactar.

Si Iglesias se ha convertido en el chivo expiatorio de esta nación cainita, y no Mónica García, ha sido porque él, martirizando a medio mundo, facilitó a fondo la labor de su propio martirio. Se ha ganado incluso odios entre los suyos.

Y hay que recordar que ya antes, e incitados por él, hubo otros chivos expiatorios. Es tristemente ejemplar el caso de Rita Barberá. Ya sabemos que no era perfecta, pero fue acosada y derribada (incluso los suyos la abandonaron) hasta ser empujada a la muerte. Busquen en alguna esquina escondida el repaso que dos semanas antes de su fin le dedica Dani Mateo en el programa de el Gran Wyoming. Con una crueldad que recuerda a una ejecución sumaria, asistiremos a unos minutos que ya hacen presagiar su muerte.

Esta nación está metida en un guerracivilismo (palabra que no existe en casi ningún idioma) que no tiene comparación con casi nada. Cierta izquierda exquisita tiene algo de responsabilidad en ello. No puede uno quejarse de la crispación si antes, aunque sea con trajes y sonrisas impecables, se ha sembrado tanto odio.

Ayuso ha triunfado usando a su manera una apuesta por la vitalidad y el optimismo, por el arrojo de vivir

Para terminar. Esta última izquierda se empeña en olvidar uno de los temas cruciales que ha dado proyección nacional a las elecciones madrileñas. Se trata de la cuestión de la unidad del Estado. Para no ofender, mejor no pronunciar la palabra España.

Con sus muchos defectos, Guerra y Felipe González, Carrillo y Anguita, tenían el Estado español en la cabeza. El ninguneo al que le ha sometido la ambición de poder de Sánchez, después (hay que decirlo) de que el PP de José María Aznar y Mariano Rajoy le preparase ampliamente el terreno, ha sido otra baza que la izquierda le ha regalado a una mujer que no siente ninguna vergüenza de ser española. Ella, como millones de sus compatriotas, no está dispuesta a que esta vieja realidad común sea también deconstruida.

Es de imaginar ahora la sonrisa despectiva del progresista medio ante estos argumentos elementales que apenas tienen ideología política y que son compatibles con otra izquierda. Con una izquierda fuerte, socialdemócrata o no, pero libre de la inercia mediática del sistema. No obstante, esa probable sonrisa sólo anunciaría la magnitud de las derrotas que vienen. Si la izquierda se empeña en dilapidar su patrimonio popular y nacional, alguien tendrá que hacerse cargo del legado que ella ya no recuerda.

Lo más gracioso de la situación, y esto difícilmente será reconocido por ninguna de las partes, es que Ayuso ha triunfado usando a su manera una apuesta por la vitalidad y el optimismo, por el arrojo de vivir, que durante mucho tiempo fue una enseña de la izquierda. Es más bien deprimente que sus herederos, en este progresismo de diseño que quiere gobernarnos, se limiten a encerrarse en un discurso autista. En otras palabras, que oculten su traición a las urgencias populares con la repetición obsesiva de mantras de moda, sumados después a una memoria partidista del pasado.

*** Ignacio Castro Rey es escritor, filósofo y crítico de arte.

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