Ayer fuimos a cenar donde Luciano. Es una tasca típica y castiza del centro de Madrid, de esas en las que cuelgan cabezas de toro, ristras de ajos y algunos azulejos. La cocina, con una carta ajustada, es más que correcta, y sobre todo te permite comer sobre un mantel de tela sin que te truene los oídos un hilo musical como el del Bershka. Para los tiempos que corren es casi un milagro.

A la cena acudí con dos amigos del entorno político. Ni muy rojos ni muy azules, de esos que bien podrían incardinarse en lo que hoy, entre mofa y befa, algunos consignan como centro centrado. La conversación derivó, naturalmente, hacia los resultados electorales y nosotros, como repipis resabiados que somos, ahí estuvimos un buen rato desentrañando matices y sutilezas del porqué de todo aquello. Menuda matraca.

Luciano es siempre correctísimo, pero dado que el lugar estaba vacío (sospecho que abrió por nuestra reserva, tan justa va la cosa) se sumó con holgada franqueza a la conversación. Llevo 35 años ganándome la vida honradamente y pagando impuestos para pagarle el sueldo a los políticos y lo único que les pido es que me dejen trabajar. Así arrancaba.

Aquella sentencia sonó quebrada, atravesada por la angustia de quien sabe que su forma de vida se ve íntimamente amenazada. Y tiene razón: desde que comenzó la pandemia el restaurante de Luciano va de aquella manera y los gastos, se lamenta, no menguan. Tiene algunos ahorros, mucho cansancio y una rabia en el que cuerpo que cada vez le cuesta más disimular.

Votó PP, y lo hizo, nos dijo, en defensa propia. Él nunca había votado a la derecha; por tradición y cierta conciencia de clase se había sentido reconocido en el socialismo más clásico.

Creo que Luciano es de esos españoles que pagan de buen grado sus impuestos cuando sabe que sus tributos se destinan a pagar sanidad y educación, pero se indigna, y con toda justicia, cuando repara en que con su esfuerzo también debe sostener las brujerías de José Félix Tezanos.

Entiendo a aquellos a los que han llamado fascistas, cuñados, tabernarios y hasta subnormales por querer persistir en una forma de vida legítima

Intenté recordarle algunos capítulos siniestros de los gobiernos populares y es ahí cuando me interrumpió y me ganó por la mano. Puede que todos sean unos ladrones (apuntó), pero al menos la derecha no me insulta. Les prometo que a partir de ahí ya no supe maniobrar.

Luciano está cansado de que le llamen fascista porque le gusten los toros y no soporta que la chavalada turbovegana le explique cómo tiene que comer, cómo tiene que divertirse y hasta si debe regalarle a su nieto unos ecobloques y no un violento arco de ventosas.

Creo que no es un tipo especialmente devoto, pero tiene clavado en la memoria (y así nos lo recordó) que en las filas de un partido de izquierdas campea orgullosa una chica que entró en una capilla universitaria gritando arderéis como en el 36. Lecciones a mí, suspiró con dignidad. Y les prometo que hablaba desde una emoción grave y profunda.

Cuando marchó Luciano, nuestra conversación apenas pudo continuar. Nuestra hermenéutica académica y barroca acababa de topar con la realidad y sobre aquellas palabras fatigadas no cabía añadir mucho más. No sé si Luciano tiene razón, lo que sí sé es que le entiendo. A él y a tantos a quienes han llamado fascistas, cuñados, tabernarios y hasta subnormales simplemente por querer persistir en una forma de vida que probablemente sea tan legítima o más que la de cualquiera.

Es entonces cuando entendí que la fecha verdaderamente aciaga para la izquierda no fue el cuatro de mayo, sino el cinco. La mañana después de la noche electoral, todos los analistas y tertulianos de izquierdas mantenían la sorpresa incrédula de quien se palpa la sangre y todavía no sabe ni por dónde vinieron las balas. El pueblo y la mayoría habían hablado. Pero, naturalmente, se habían equivocado.

Y fue así como siguieron sucediéndose las respuestas de quienes son incapaces de interpretar una derrota. Carmen Calvo retomó la crítica al electorado entre latas de berberechos, Juan Carlos Monedero repartió credenciales de inteligencia y poco después las redes lincharon a un Íñigo Errejón que fue el único capaz de percibir algo tan obvio como que quizá no se gana demasiado insultando a quienes quieres seducir.

Estoy seguro de que una España socialmente garantista tendría mucho que ofrecer, pero va a pasar mucho tiempo hasta que resulte creíble

A mí me gustaría explicarle a Luciano que la educación pública en la que me eduqué es el único ascensor social que existe. Querría, desde luego, justificarle el acto de generosidad colectiva que supone compartir la suerte y procurarnos unos servicios públicos robustos para amortiguar el azar de nacer en un barrio u otro. O mejor, en una comunidad autónoma o en otra. Querría, a fin de cuentas, recordarle que hay un proyecto de España posible comprometido con la justicia social y la igualdad de oportunidades.

Pero fue entonces cuando vi una foto de Antoñete, retador y sabio con su mechón blanco, advirtiéndome que no lo intente. No ahora. En este momento es imposible. Están demasiado frescos los insultos, las advertencias exageradas de que el fascismo arrasaría nuestras calles, las piedras, la lejía, la turba acusatoria.

Luciano no admite lección alguna. Él ha sabido ganarse su pan y el de los suyos con el sudor de su frente y hace tiempo que no soporta ni la homilía legítima. Es un hombre que custodia su taberna con una dignidad que los antifas y demás valentones virtuales no podrían atesorar ni aunque vivieran cien vidas.

Estoy seguro de que una España socialmente garantista tendría mucho que ofrecerle, pero va a pasar mucho tiempo hasta que le resulte creíble. Hasta entonces, háganse un favor: no insulten a Luciano y escúchenle. Es probable que sea él quien tenga muchas cosas que enseñarnos.

*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

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